lunes, 2 de marzo de 2009

Notas sobre traducción

        para Eliot Weinberger

La voz y el bosque

Cualquier lector literario de nuestro país medianamente informado sobre los hechos y las obras de la poesía mexicana del siglo xx sabe que Xavier Villaurrutia (1903-1950) fue un poeta y dramaturgo notable, perteneciente a la generación llamada de los Contemporáneos. No es difícil suponer que, invitado a citar algo de ese autor, este lector conjetural descubra en su memoria aquel conocido y maravilloso acierto villaurrutiano, parte de un poema titulado "Nocturno en que nada se oye", que forma parte a su vez del libro Nostalgia de la muerte:

y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura

La voz y el bosque maduran y queman en este brillante esfuerzo eufónico y a la vez significante del poeta, en el que se despliegan cuatro frases que suenan exactamente igual pero que quieren decir cuatro cosas diversas.

Los lectores que descubrimos, hace ya mucho tiempo, esos versos realmente asombrosos de Villaurrutia, ya sea leídos en silencio en las páginas de un libro o escuchados y examinados en la voz de alguien que deseaba intensamente comentarlos, hemos compartido decenas, acaso cientos de ocasiones, con nuestros amigos y conocidos, ese inolvidable segmento de la poesía mexicana moderna. Y cada vez nos animaba el propósito de descubrirle ese autor a esos posibles lectores, de enseñarles qué tan ingenioso era y con qué rigor imaginativo había descubierto, maquinado o fabricado este juego memorable.

Esas cuatro líneas han sido una puerta de entrada perfecta a la poesía de Xavier Villaurrutia para cientos de lectores de sus poemas. Quiero decir, para los lectores de nuestro país, de nuestro idioma. Habría que preguntar, sin embargo: ¿y los lectores de otros idiomas? ¿Quedarán ellos fuera de este juego poético, fonético, significante? ¿Por qué habría de ser así? No hace mucho el escritor estadunidense Eliot Weinberger tradujo al inglés Nostalgia de la muerte y le ofreció a sus compatriotas —quiero decir, a todos aquéllos que con él comparten el idioma inglés— una versión, que es al mismo tiempo una visión, de ese juego villaurrutiano. He aquí la "traducción" —entre comillas, pero puede ser sin comillas— que Eliot Weinberger hizo de esos memorables versos mexicanos:

and my voice incinerates
and my voice in sin narrates
and my voice in sin elates
and my poison scintillates

Estas cuatro líneas, traducidas de nuevo al español —ejercicio un poco ocioso, es verdad, pero significativo, por supuesto, para mostrar el talante y el talento poéticos de Eliot Weinberger, que a mí no me parecen nada desdeñables, sino todo lo contrario— darían más o menos lo siguiente:

y mi voz incinera
y mi voz narra pecaminosa
y mi voz se regocija en el pecado
y mi veneno cintila

Esas líneas que he mostrado —la acertada traducción villaurrutiana de Weinberger; mi intento de agregar un tercer texto, ya muy indirecto, y un poco ocioso, al acervo poético— son ganancias de ese nomadismo intelectual, lingüístico y literario que es toda empresa de traducción. Y, en mi opinión, constituyen la recompensa evidente de esas empresas traductoriles que tienen mayor valor: las traducciones de poesía, de poemas, de textos de máxima concentración significativa.

Hace muchos años, en algún momento de la primera mitad de nuestro siglo, el gran poeta estadunidense Robert Frost habló de la poesía como aquello que se pierde en la traducción ("that which gets lost in translation"); en años recientes, Eliot Weinberger ha refutado con brillantez a Frost afirmando lo siguiente: "La poesía es lo que vale la pena traducir" (Poetry is that which is worth translating). Me siento, por todo tipo de motivos, más cerca de la posición literaria e intelectual de Weinberger que de la de Frost: la de éste me parece la expresión de un ingenio agudo, provocativo, no muy profundo —por lo menos en ese momento— y sin mayores fundamentos intelectuales de índole probatoria. La postura de Weinberger me parece más razonable, más sensata y, lo que me resulta más importante que todo lo demás, mucho más hondamente comprometida —apasionadamente comprometida, diría yo— con la poesía. Frost dice como en passant, sin darle mucha importancia al asunto, que la poesía es intraducible. Weinberger dice que la poesía no solamente puede traducirse sino cuánto vale la pena hacerlo.

Remito a los interesados a los libros de ese magnífico ensayista que es Eliot Weinberger: Works on paper y Outside stories, en especial sus tres notas sobre poesía incluidas en el segundo de esos libros. Pocos textos tan iluminadores sobre el problema de la traducción —el más consustancial a las letras, lo llamó Jorge Luis Borges— he leído en los últimos años como ése de Weinberger.



Un capricho del canónigo Copérnico

A semejanza del poeta Friedrich Hölderlin, el gran astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) vivió los últimos años de su vida aislado en una torre, en la que al fin murió. Esa torre copernicana se encontraba en una ciudad de la Prusia Oriental, sobre la costa del mar Báltico, llamada Frauenburg. El astrónomo tenía un capricho curioso: llamaba a esa ciudad con otro nombre que era —laberintos de la traducción— el mismo que legítimamente le correspondía. Copérnico llamaba Gynópolis a la ciudad de Frauenburg; es decir, helenizaba el nombre alemán, curioso capricho. Un capricho de traductor clasicista. Sí, pero también una curiosidad que a mí, por lo menos, me resulta enormemente simpática.

Mi alemán y mi griego son de poca monta, si alguna tienen; quiero decir que son casi nulos y el casi indica un ligero margen en el que cabe mi germanística preparatoriana y mi helenismo, también preparatoriano. Pero puedo asegurar que el capricho clasicista y helenizante de Copérnico me agrada porque desde el principio lo entendí, es decir, desde que leí acerca de él en un libro de Arthur Koestler titulado Los sonámbulos. La palabra Frauenburg me resulta perfectamente clara en sus dos partes: la parte, una vez más, que dice "mujeres" y la parte que dice "ciudad"; lo mejor de todo esto es que también la palabra Gynópolis me resulta perfectamente clara en sus dos partes: la parte, una vez más, que dice "mujeres" y la parte que dice "ciudad".

En ese mismo libro de Arthur Koestler se habla de un extraño y genial astrónomo alemán, Johann Müller (1436-1476), al que apodaban "el Regiomontano" porque era de la ciudad alemana de Königsberg; de modo que, ya en franco plan de broma, los mexicanos podemos hablar de esa ciudad norteña del estado de Nuevo León que se llama Königsberg o, en simple y llano español, Monterrey —con todo y el Cerro de la Silla, lugar de nacimiento, por añadidura, del polígrafo y poeta Alfonso Reyes, melancólico traductor de la llíada.

Aquel capricho del canónigo y astrónomo Nicolás Copérnico —cuyo nombre traducimos, por decirlo así, del latín, Copernicus, al que tradujeron su original nombre polaco: Koppernigk—, curiosidad que descubrí en las páginas del libro de Koestler sobre los astrónomos —es decir, los sonámbulos del título— es, para mí, desde entonces, algo así como el emblema de los laberintos de la traducción, del gusto que da perderse en ellos y de las riquezas, menudas y copiosas, que puede uno encontrar allí. Sólo habría que agregar a esa nómina de los nombres, en diferentes idiomas, de la Ciudad de las Mujeres, el nombre mexicano del puerto y playa de Zihuatanejo, en el estado de Guerrero, sobre el océano Pacífico.



David Huerta

>>>

Estos dos artículos fueron tomados de una nota de tres, titulada "Tres notas sobre traducción", del número 60 de la revista «Crítica» (Nueva época, abril-mayo 1995).

<<<