sábado, 28 de junio de 2008

Con Capdevila por la costa - 1921


Postales de Mar del Plata


¡Bravo, Mar del Plata, bravo! ¡Qué golpes los de tus olas! ¡Qué fiesta y qué música! ¡Qué modo de levantar deshecha espuma en pródigos ímpetus! ¡Qué saltos de agua de peña a peña! ¡Qué raudales entre las quebraduras y tajos de las piedras! ¡Qué alegría de perlas y de cristal! ¡Cuánto espumoso hervor!

       Pero, ¿y aquella abierta playa de la rambla de Bristol? ¿Y aquella multitud de toldos multicolores, de amplias carpas, de lujosos pabellones, que da gusto mirar? ¿Y aquellas interminables filas de sillas y de sillones? ¿Y la muchedumbre de los bañistas y las bonitas bañistas que bajan a la playa envueltas en anchas capas azules? Disponte a cantar, poeta.

*

Mejor que cantar es soñar. Venid conmigo a visitar el muelle de los pescadores. Aquí traen la pesca y la encajonan para Buenos Aires. Vense a lo largo del malecón las lanchas enfiladas. La aurora del marino, La nuova Rosita, Rosina di Rosa. En torno revuelan incesantemente las gaviotas de pechuga blanca y alas grises, buscando desperdicios en las aguas, o se posan en montón sobre la comba de una ola, y comen y flotan, y de dejan mecer y balancear.

       ¡Barcarolas para vosotros, pescadores, gente de la madrugada, muchachos de la estrella del alba! No ha salido todavía el sol cuando ya ellos, en grupos de a cuatro o de a seis, aparejan las lanchas y salen a bogar a la espera del destino...

       ¿Conocéis su pueblo? Queda pegado al puerto. Consta el poblacho de unas cuantas incompletas manzanas. Lo que no es de madera es cinc. Se ve alguna fachada verde, algún cortijo amarillo, alguna techumbre roja. Lo demás, entre chimeneas y molinos, es uniformemente gris, así la choza como el galpón. En los patios sin tapiar las hacendosas mujeres lavan ropa en la artesa. Veo un niño que da de comer a un puerco. Es un minúsculo niño de tres años, de cara alegra y rosada. Lleva pantalón largo sostenido por cruzados tirantes y una burda camiseta. Un chambergo color lechuza le hace sombra hasta la nariz. Es la simpatía misma. Le dicen Chila, y según pude observarlo, goza de difundida celebridad.

*

Camino adelanto doy —¡estrella de literato!— con la librería del barrio:

zapatería, librería y
agencia de lotería

       Entro en el acto. Están en venta el Novísimo Correo del Amor, Los amantes de Teruel y El triple almanaque de los sueños...

       De la mano con Chila, recorro las dos calles principales del pueblecito. Miro acá y allá pocilgas y covachas. Se conoce al primer examen del moblaje que en estas mesas sin lustrar el pan es duro; que en este mostrador de escasa tienda, tarde o nunca los trabajosos níqueles llegan a enterar el peso; que en ese banco del remendón ya no tiene compostura el infeliz zapato venido sin tacón ni suela por la quinta vez.

*

Novela por escribir: La novela de la Perla.

       Nada más agradable que esta rambla de la Perla, con sus no contados comercios de baratijas y sus modestas casas de alquiler. Paséome de extremo a extremo. En un piano cascado, un niña, que se perfila tras el cristal, saca un preludio. Lucen limpios y blancos visillos en las ventanitas próximas. Más allá, en un vestíbulo, se eterniza confiada la tertulia familiar. Meciéndose en las mecedoras, las muchachas cosen. Hay otra que teje un gorro de lana azul. Este otro rincón no es vestíbulo sino comedor. Se conversa gravemente. Un señor está narrando. Tres señoras escuchan. En la mesa, revestida de carpeta granate, hay una bandeja de plata. Dos casas por medio se descubre un interior con ancha cama matrimonio. A pocos pasos hay, junto a una puerta, un anciano de anteojos que lee su diario. En la casa contigua, otro anciano que ha leído ya, cierra el periódico, guarda sus lentes y, mirando la marina extensión, bosteza con delicia.

*

Novelas para la Perla. Versos para Mar del Plata.



Miramar


Si nos atuviéramos a las realidades y no a las meras apariencias, no se llamaría "tren de excursión" éste que nos lleva a Miramar; pues no es excursión sino viaje el que hacemos, según nos dirigimos de lejos en la historia del hombre autóctono de América. ¿O no vamos hacia la probable cuna del hombre autóctono? ¿O no descubre el mar, barriendo la barranca costanera, objetos pertenecientes a un hombre que vivió en una incalculable antigüedad? Hablando en rigor, esto queda más lejos que esa Europa del hombre cuaternario, y acaso a mayor distancia que la misma Asia de las teosofías. Y no se hable del mundo de la Biblia: que Miramar ultrapasa su cronología de niños desproporcionadamente.

       Miramar, en sustancia, queda muy lejos, ya que nada prueba que las distancias deban medirse siempre de conformidad con la corriente agrimensura. Y así, éste que hago es viaje y no excursión.

       ( ... )

       A todo esto, mi tren de excursión a Miramar, que sale de Mar del Plata todos los jueves a las dieciocho y treinta, ha pasado ya las estaciones de Chapadmalal y Dionisia, atravesando fértiles campos, suaves lomadas y extensos sembradíos, que afea con frecuencia un cardal invasor. Vamos llegando. En el horizonte se comienza a ver un mar azul en calma. Oro derretido es el sol en la siesta de fuego.

       Llegamos. Se ve, entre molinos numerosos, un caserío insignificante. Bajamos en una pobre estación. Con nosotros se esparce una ancha muchedumbre en un ancho andén. La gente excursionista vuela a los coches; mas los coches, que son cinco o seis, no alcanzan para todos. Muchos, así, en mangas de camisa o con rayado traje de deporte, ganan lisa y llanamente a pie bajo el solazo de los campos lisos y llanos.

       Mientras espero carruaje, trabo amistad, junto a la verja del jardín de la estación, con una graciosa chiquilla que ha venido a mirar tras la reja. Y por sacarla de sus casillas le pregunto:

       —¿Cómo te llaman, nena, miramarense, miramareña o miramarina?

       A lo que me responde orondísima:

       —Celia Rivas me llaman a mí.

*

Pero he aquí al fin el coche y he aquí, asimismo, el pueblo de Miramar, con sus calles de tierra desnuda, con sus casas bajas, con sus plazas sin bancos ni árboles.

       Vamos por una calle de aldea provinciana, entre una nube de espeso polvo, en dirección a la rambla, que es todo Miramar. Porque aquí no hay nada de esas mil elegidas cosas, llenas de seducción, que encantan los sentidos en Mar del Plata. Aquí no ha corrido como allí un dinero generoso y creador. No ha habido aquí quien diga "sea" con la debida fuerza hacedora. Se ha dejado quizá que el tiempo lo haga, sin considerar que el tiempo no entiende de hacer, sino más bien de deshacer.

       En fin, la rambla es ésta, y su único lujo un apacible mar, donde el baño tiene hechizos inolvidables, pues la rambla en sí limítase a ser un maderamen exiguo y humildísimo, sin más haber que tres balnearios y dos horchaterías, si no se cuenta la juguetería trivial que ofrece a la entrada cornetas, tambores, cajas de soldados, barcos de guerra y otras tantas peligrosas bicocas con que desde muy temprano preparamos los futuros campos de batalla en el corazón de los niños.

       No es ésta, ciertamente, una rambla para exhibirse y empinarse ante un prójimo que también se empina. Es tan sólo un balcón que da al océano, para que todos vengan con el alma silenciosa, a mirar inmensidad.

*

Y a fe que este balcón es uno de los más hermosos balcones que den a la inmensidad. Una ancha playa de arena finísima invita a bajar. Una ola mansa y alegre cautiva y retiene al bañista feliz.

       Como el hombre terciario, yace muy lejos, a cerca de dos leguas por el camino de la costa, y como aunque tanto elogie los dilatados viaje no paso de ser un excursionista del montón, prefiero al homo pampeaus de la barranca el homo sapiens de los balnearios, contemporáneo mío y buen amigo...

       Aunque todavía está pesada la siesta, ha venido bastante gente al paseo del lugar, y con la gente los fotógrafos. Mas no se asemejan éstos ni poco ni mucho a los de Mar del Plata. Carecen éstos de la ágil elegancia, del insinuante mohín de aquéllos de la playa Bristol. No tienen tampoco su ojo certero, su rápida máquina, su arte repentino. Se nota aquí el predominio de otra escuela. Éstos de Miramar son fotógrafos aparatosos y tranquilos. Llevan máquinas con trípode (espiritismo fotográfico) y se cubren con pardo manto la cabeza (liturgia antigua) a tiempo de enfocar. No tienen para qué explicar cuánta especial importancia le acuerdan a la figura humana. No creen mucho en la instantánea, esa ironía a menudo inquietante que consiste en dislocarnos de lo que fuimos y lo que seremos para mostrarnos escuetamente lo que somos. Bien hacen en no creer. Pues parece, a la verdad, que el hombre no consta de nada neto, presente y actual, sino de una confusa mezcla de recuerdo y esperanza. ¿Quiere uno limitarse al momento en que vivo? Ya se ridiculizó y mutiló con sólo eso. Su andar será, como en las instantáneas, una rodilla loca, un talón absurdo, una pierna en el aire.

*

Como el calor aprieta y la sed quema, recurro a la más cercana confitería en procura de salud. Tráeme lo que le pido un mozo de aire mohíno, en cuyos ojos se desespera un mortal aburrimiento. Él mismo lo dice sin ambages: "Con cuatro días basta aquí para morirse de aburrido. Yo llevo una semana... Con que ya ve usted... Otros años serví en la rambla de Mar del Plata... ¡Eso era otra cosa!..." Y suspira por el edén no recobrado.

(...) El mozo se cruza de brazos, pasea una mirada ociosa a su alrededor, frota y repasa sin mayor motivo, con impaciente servilleta, sillas y mesas vacías. Ya no es como antes. Era un dios. Es un mozo. Se hastía. Porque el hastío comienza apenas uno se halla tal como es.

*

Pero todo Miramar está en su banda de música, que en este instante deja oír los primeros acordes de Aída, con la más gárrula desafinación. Sopla que sopla el director, rodeado de una media docena de niños, que soplan y más soplan. Todo es soplar y hacer Aídas, y va Aída para el pueblo, y Aída para el mar, y Aída para los cielos. El mundo se va llenando de Aída. Las olas en la playa se alargan y recuestan para oír mejor.

       Tras un breve intervalo, la banda va a ejecutar la pieza que más ama su buen director: Flor de té, la canción de Flor de té, de quien dice la letra, tan plañidera como la música, que es una linda zagala.

que no ha mucho a esta tierras llegó...

       El maestro da a sus niños la señal de estar atentos. Cuando él baje la batuta una armonía nunca oída colmará de júbilo el universo. ¡Ecco!, dice el maestro, tierno y bonachón. Y la banda estalla (...)



Junto al mar de Necochea


El ten se para. Hemos llegado a Necochea viniendo de Mar del Plata. Bajo el mediodía canicular, trompetería de bocinas de automóviles, frente a la estación. El solazo del verano es un chaparrón de fuego.

       —¡Señor! ¡Señor! ¡Automóvil libre!

       Más lo mejor es ocupar un sitio en el tranvía que está esperando pasajeros. Así podré tomar apuntes a gusto. Aunque en el abierto acoplado sopla un aire que es fuego, cabe el optimista retruécano de pensar que este fuego, después de todo, es aire. Mientras tanto, roncan dos acordeones en el figón de enfrente con un ronquido entrecortado de sollozos.

       Y el tranvía echa a rodar por una calle de tapias desnudas. El ladrillo sin revocar arde literalmente al sol. Sólo a varias cuadras mejora la perspectiva. Ved ahí un ancho bulevar y una limpia plaza. Ved también un gran edificio: el de la Sociedad Española de Socorros Mutuos. Nos cruzamos bajo el incendio de la siesta con tranvías repletos. Repletos de gente que vuelve del balneario. El nuestro toma ahora por una avenida de eucaliptos. Los eucaliptos abanican un instante la siesta. Cruza un ómnibus que parece una jaula. En esto, se nubla venturosamente. Los árboles propician horas mejores. Según avanzamos, empiezan a resaltar unos techos anaranjados. Esos techos son ya del balneario de Necochea. Y de pronto, doblando, el mar. El mar, que aquí tampoco es azul, sino entre azulino y de un verde sucio. El mar, que no sabe cómo hacer para enrollar sobre la playa su vieja y pesada alfombra de terciopelo y de sedas...

       (...)

       Cuando llegamos al balneario se nubla momentáneamente otra vez.

*

En el bodegón de madera sonde al llegar nos asilamos reina una torridez de fragua. Los comensales se están cociendo a fuego lento y los rabiosos perros del sol le muestran sus enrojecidas fauces por todas las puertas y ventanas. Entrar es fácil; pero ¿quién sale después? Estos perrazos que resuellan infierno hubieran atajado los propios pasos del Dante. Saliendo, su dentellada debe de ser terrible, mortal. Y nos damos por bien servidos permaneciendo en ese pobre comedor, escamosos de reverberaciones solares, tan parecido a la cinta roja de un "film" del oeste norteamericano.

       Pero, resuelto a todo, me decido a salir. Salgo entre aquellos cien solares perrazos echados sobre la galería. Paso como de puntillas entre sus melenas de chispas. Veo junto al océano casetas exactamente iguales a las de San Sebastián, unipersonales y púdicas a no poder más. Entonces me aventuro por la playa de húmeda arena, decidido a emprender heroica marcha en busca del río Quequén, si es que existe...

*

Las olas rompen lejos de la ribera. Aquí a la orilla, por donde ahora camino, no hierve, como en otras playas, la espuma deshecha. Sólo rutila un relente de sal sobre el bruñido espejo de las arenas. ¡Y una buena noticia! Efectivamente, se ha nublado. Claras, puras, alegres, las nubes se pasean entre la playa y el cielo. El cielo está plateado de nubes, como el mar de espumas. Avanzamos casi felices. El rumor del mar es inmenso. Pena grande que la arena, según adelantamos, se ponga blanda, blandísima. El pie se hunde. El pie se hunde sin remedio. Pero hay una huella adelante y siempre se puede ir por donde otro fue. Echo el espíritu a vanguardia, como aconsejaba Von Hindeburg, y el cuerpo sigue en pos. ¡Buena, excelente noticia! Se levanta una brisa realmente fresca. Lástima, lástima que a cada paso resulta más pesado el andar sobre esta arena sin resistencia. Hay que hacer ánimo, ya que es inútil hacer pie. Por lo demás, Quequén está todavía remoto. En cuanto a Necochea, un kilómetro atrás. Miro de nuevo la inmensidad a la redonda. En la nublada siesta no hay nadie. ¿Y aquellas palomas por volar? Aquellas palomas por volar... Y descubro a lo lejos tres hermanas de la caridad con las blancas tocas al viento.

       Sí. El caldeado aburrimiento del aire (...) ¡Pobre la arena que no tiene más que míseros cobres sin valor!

*

Y, de repente, un nuca visto portento. He aquí —¡cielos, valedme!—, he aquí que sale del océano el propio carro de Poseidón. Digo la pura verdad; juro a Dios que no engaño a nadie. Un carro, un verdadero carro, un auténtico carro —no, de veras no estoy soñando— sale —lo que se dice salir— del seno mismo de las olas. Tiran de él cuatro caballos. Casi reconozco en ellos, a decir verdad, la cuadriga de algún divino carro de los matinales tiempos de Grecia, cuando Poseidón se paseaba así por el mar sin huellas. Empiezo a comprender que los dioses me han escogido para alguna iniciación formidable. Y bien, estoy listo. El escenario es grandioso; la soledad, enorme. Lo menos que puedo hacer es estar listo. ¿Y quién no admirará esta dulce celada en que he venido a caer y esta maravillosa simplicidad con que lo sobrenatural acontece en el mundo, cuando debe acontecer, sin trastornar un solo ritmo de la naturaleza? Repito que estoy listo. Esta soledad será mi Eleusis. Pronto para la revelación suprema, acepto —¿qué otra cosa puedo hacer?— la grandeza de mi destino.

       Pero no... Ahora que la cosa se acerca, se ve mejor. No es el carro de Neptuno (así se explica que yo no sintiese ningún terror religioso), no es el carro de Neptuno ese que viene del lado de la escollera, ni tiran de él caballos divinos. Es un tranvía —y nada más—, un típico tranvía necocheano o quequenense. No tiene ruedas, sino arqueados listones de trineo. Es, señores, un trineo de mar: un tranvía trineo del viejo criollo Juan Valdivia. Lo arrastran cuatro animosos caballitos de la pampa, que el cochero gobierna con sus raídas riendas de piolín. Soñé. No me pesa. Nadie me quitará lo soñado.

       —¡Pare!

       El tranvía, de cuatro asientos, se para sobre lo mojado de la arena. Subo. Andando. Como crece el mar, los caballos, llenos de dignidad mitológica, chapotean en las olas, ya que deben trotar ahora sobre el agua, buscando lo más duro de la arena.

       Y ahora, de súbito, comienza a llover. No pudo salir del mar más a tiempo mi don Neptuno Valdivia. A falta de grandes portentos, bueno es conformarse con estos portentos menores de la casualidad. Llueve a chorros. Es una graciosa broma del tiempo. No hay duda de que los cielos se alegran (...)

*

(...) Si el río Quequén no fuese tan serio como es, tan absolutamente incapaz de estar de chanza, participaría de este inocente júbilo de las cosas. Pero se vuelca en el mar con una parsimonia inconmovible, entre sus márgenes sin árboles. Es un río que no ha oído nunca cantar a los pájaros. Creo que queda dicho todo. En cambio, es un río de pensamientos altos. SI le falta poesía, le sobra saber. Donde otros ríos poseen arboledas, él dilata la visión del porvenir. Quiere se una de las mejores llaves de la riqueza argentina, y nada más. Su grande alegría es el puente colgante. Su orgullo, los abarrotados galpones. Su vanidad, los buques. Si ayer corría entre médanos, hoy el tamarisco ha fijado para siempre los movedizos arenales de la planicie. Todo esto le place; pero no las algazaras paganas de los bañistas. Y con estas convicciones se echa en el mar parsimoniosamente.

       Así propiciado, el porvenir es ya visible para todos en Necochea y Quequén.

       Y nadie me pida más datos; ni sobre el caserío quequenense, ni sobre su pintoresco Ocean Kiosko, ni sobre su colonia de niños débiles. El que ha visto a Poseidón, siquiera en broma, tiene derecho a sigilar las pobres cosas de los hombres.



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Arturo Capdevila
Tierra Mía
Espasa Calpe - Colección Austral
Buenos Aires - 1957
[ pp.27-39 ]

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miércoles, 11 de junio de 2008

Motivos



Gotas frías en hojas grises
y el viento con acero de mayo.
Con minucia, el otoño
perfora el corazón
del verano enterrado entre las hojas podridas.
En la reunión del fin y del comienzo
¿quién verá en ese ramo de otoños y veranos
la caída del agua, la tensa vibración
de la hoja, para decir después su resplandor
con qué palabra?
Clara madera en que la luz festeja
con destellos veloces la limpia destrucción.
El olor del café, denso como un abrazo,
en la casa quemada de amor,
roza al pato salvaje y a los duros limones
muertos en el fogón.

El que ve en las mañanas de mayo corromper
el otoño las uvas finales
                                    tiembla y vacila.



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Juan José Saer
El arte de narrar
Seix Barral - Biblioteca Breve
Octubre de 2000
[ p.20 ]

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lunes, 9 de junio de 2008

Lo fácil — no



(...) Nado
en un río incierto que dicen que me lleva del recuerdo a la voz



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Juan José Saer
El arte de narrar

El arte de narrar

Seix Barral - Biblioteca Breve
Buenos Aires - 2000
[ p.8 ]

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