viernes, 1 de julio de 2016

Fragmentos sin futuro 18

Durante los últimos tiempos, distintos fragmentos —voces de ninguna parte bien cercana— me dieron plenamente en la cara; algunos son principios de historias, otros son finales, y los más: interrupciones a la mitad; historias todas ellas que nunca escribiré. Imágenes vagas, incompletas, bajas. Corazones de sangre apagada, detrás de unas risas, o de una burla. Para pasar y olvidar. Como los cardones de la ruta.

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Vos sabés que escribo y que ando por ahí diciendo que soy escritor; lo cual es cierto en el sentido estricto dado que escritor es quien escribe; como también lo son el escribiente, el escribano y allá lejos, en un país que solía habitar, el escribidor. A lo que voy es a que a los escritores les gusta usar metáforas, especialmente a los que se presentan como poetas; y he llegado a la conclusión de que las metáforas son mecanismos para inteligencias necesitadas de alimento, cuando no miserablemente mentirosas. Porque, si hay una manera de decir A, nadie que no buscara el resultado de un engaño diría B y esperaría que el otro entienda A. Ya sé que alguno te dirá que hay metáforas exquisitas por su belleza o por su originalidad; pero, claro, estaríamos hablando de menos del uno por ciento del total de las metáforas que se puede encontrar en esa bolsa que una mayoría atolondrada llama literatura; mucho menos. Se me da por escribir esto porque, el otro día, alguien me felicitó por mis metáforas... lo cual es un recurso del que no saco provecho. Te podrás imaginar lo cuesta arriba que sería si me pusiera a explicar a un desconocido por qué eso que cree que es una metáfora no lo es; motivo por el cual no lo hago —para no mencionar que ni mis santos tendrían la paciencia requerida. Cuando escucho que alguien dice que la poesía vive gracias a la metáfora, me palpo el bolsillo para asegurarme de que no me olvidé los fósforos. En suma, que la metáfora es un recurso que la composición de las palabras permite para estafar al lector. Y no puedo esperar a que se termine de levantar el cadalso.

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Estaba en Mar del Plata, descansando de las rutinas del año, eran los primeros diez días de diciembre, lindo momento para estar ahí, con los turistas todavía lejos y los habitantes ocupados en preparar las fiestas que se aproximaban; días templados, alguna lluvia pasajera, el pasado y el presente mezclados con los pasos que sin demasiado plan andaban por las calles de Stella Maris. Marta se cansaba a las pocas cuadras pero aguantaba y no decía nada; la edad trae esas cosas: por eso era que se iba a la cama temprano. Alguna tarde, Silvia, Tatu y yo salíamos a caminar por Güemes y, a la vuelta, pasábamos por Fátima a comprar la cena; comprar en aquella rotisería fue siempre un clásico de la familia, la que me devolvió momentos alegres al comienzo de los noventa. El sábado por la noche, llegaba la Muni junto con el resto de la compañía de danza: bailaban el domingo 6 por la noche en una suerte de casa dedicada a las artes escénicas la cual no quedaba en el Centro precisamente sino más allá de la avenida Independencia y se llamaba El Galpón de las Artes: sobre Jujuy, a media cuadra de Rawson. Nosotros estábamos en Viamonte a pocos pasos de la avenida Colón y se nos había roto una de las cubiertas del auto esa misma tarde cuando volvíamos de Miramar, así que, ya desde ese momento, había decidido que iría caminando —Silvia ya había visto el mismo espectáculo en Baires y prefirió quedarse en el departamento para que Marta no estuviera sola y Tatu no saliera de noche; la verdad era que todos estaban cansados por haber pasado el domingo entero dando vueltas por ahí. Yo también estaba cansado, pero tenía ganas de ver bailar a la Muni y la idea de irme caminando por Colón hasta Independencia me atraía, aun cuando no supiera el porqué; era una especie de bonificación que me regalaba esa noche. El espectáculo comenzaba a las nueve, así que un poco antes de las ocho emprendí el camino. No hacía frío pero estaba más fresco que en los días anteriores; y no había casi nadie por la calle. A las dos cuadras ya me estaba preguntando si no me estaría metiendo en terreno inseguro al caminar por ahí; porque, si bien la avenida hasta pasar la Plaza Colón tenía las rotiserías abiertas y alguno que otro andaba por ahí con alguna bolsa de haber hecho compras, más allá sabía que la actividad iba a mermar todavía más. De todos modos, allá seguí con mi camino, sin cambiar el paso y observando la avenida y las luces, y los sonidos del aire de la noche. Había, además de los sonidos, otra presencia dando vueltas y hablando, pero llegué al Galpón de las Artes sin haber podido descifrar qué era lo que me estaba diciendo. Todavía faltaba un poco para que comenzara la función así que aproveché que había una suerte de bar instalado medio artesanalmente y me pedí una coca, la cual me fue servida en un vaso de plástico. El espectáculo fue muy bueno, la pasé muy bien; me hizo recordar otros tiempos, cuando ir a lugares como aquel Galpón era cosa de todos los fines de semana; lo mismo que quedarse hasta tarde hablando y tomando lo que hubiera a la mano y fumando como escuerzos... sí los años setenta y la primera parte de los ochenta. Saludé a la Muni, quien estaba muy contenta de que hubiera ido, e inicié el camino de regreso. Pensé en tomar un colectivo; pero, entre que lo pensaba y evaluaba las posibilidades, llegué hasta Colón y, sin mucho más que meditar ya estaba encaminado hacia el departamento. Y fue pasando la calesita de la plaza cuando la voz que me había estado hablando todo el tiempo en la ida se hizo entender; y me detuve una cuadra después, en la esquina, y miré la subida que hace la avenida antes de llegar a la costa, y las luces de la calle y las de los negocios, muchos de los cuales ya estaba cerrando, y fui testigo de cómo eso que miraba se superponía con otras imágenes, de hacía más de veinte años, de los últimos días del otoño de 1983: Laura y yo, por esa misma avenida, arropados contra el frío mientras buscábamos un lugar, barato, donde cenar. Y me di cuenta de que tendría que dejar que esa historia se tejiera donde pudieras verla; que veinte años es mucho tiempo para apretar una mordaza. Por eso fue que te conté esto ahora, para dejar la puerta entornada; para que sepas que las historias tristes también se cuidan y llega un día cuando deciden cambiar de vereda, pasar de una sombra a otra; y otra.

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