lunes, 15 de octubre de 2012

Café de puerto



La puerta no se cierra ni de día ni de noche
y el mar es el cliente mejor de la taberna,
que tiene un nombre ambiguo de tienda de perfume
lejano de las algas y enemigo del viento.

—¿Mariano, a qué vienes? —Vengo de las estrellas.
Allí se bebe brisa y no cuesta nada ...
—¿Y qué buscas en la tierra? —Busco un hombro moreno
donde pueda a la noche deshojar mi cabeza.

El farol de la puerta lo ha encendido la tarde;
alguien canta lejano en idioma extranjero;
el mostrador se llena de aguardiente y de risa
y los hombres discuten de mujeres y barcos.

“Te pareces a un novio que yo tuve hace tiempo;
se tatuó mi nombre y mis dos apellidos,
y cuando no bebía en las noches de luna
me cantaba canciones de su tierra caliente ...”

Dos marinos ingleses bailan en las losetas
un loco “typperary” sin ritmo ni concierto.
La botella de vino espera destapada
la caricia de sangre de una sien dolorida.

—Oye, ¿Cómo te llamas? —¡Qué te importa mi nombre!
¡Estrella! ¡Rosa! ¡Carmen! Dime tú como quieras;
el mar nos ha quitado la patria y la memoria
y no sabemos nunca el día en que vivimos.

La vieja de las flores, en su locura mansa,
va repartiendo, alegre, billetes del tranvía.
Dicen que tuvo un hijo galán y marinero
y un día de levante le encontraron ahogado.

¿Qué quieres que te traiga? ¿Un mantón filipino?
¿Una caja de conchas? ¿La piel de una sirena?
—Tráeme una caracola grande como tus ojos
y así tendré ya siempre el mar dentro de casa.

La noche va subiendo por el acantilado,
apagando el gemido de los acordeones.
“La Camelia” se llena de marinos azules
y el dominó sonríe como una dentadura.





Rafael de León
Romance del amor oscuro
Ediciones Musicales Milco. Buenos Aires, junio de 1957