domingo, 19 de mayo de 2013

Orwell : El amor desde el miedo


   
A thrush had alighted on a bough not five metres away, almost at the level of their faces. Perhaps it had not seen them. It was in the sun, they in the shade. It spread out its wings, fitted them carefully into place again, ducked its head for a moment, as though making a sort of obeisance to the sun, and then began to pour forth a torrent of song. In the afternoon hush the volume of sound was startling. Winston and Julia clung together, fascinated. The music went on and on, minute after minute, with astonishing variations, never once repeating itself, almost as though the bird were deliberately showing off its virtuosity. Sometimes it stopped for a few seconds, spread out and resettled its wings, then swelled its speckled breast and again burst into song. Winston watched it with a sort of vague reverence. For whom, for what, was that bird singing? No mate, no rival was watching it. What made it sit at the edge of the lonely wood and pour its music into nothingness? He wondered whether after all there was a microphone hidden somewhere near. He and Julia had spoken only in low whispers, and it would not pick up what they had said, but it would pick up the thrush. Perhaps at the other end of the instrument some small, beetle-like man was listening intently — listening to that. But by degrees the flood of music drove all speculations out of his mind. It was as though it were a kind of liquid stuff that poured all over him and got mixed up with the sunlight that filtered through the leaves. He stopped thinking and merely felt. The girl’s waist in the bend of his arm was soft and warm. He pulled her round so that they were breast to breast; her body seemed to melt into his. Wherever his hands moved it was all as yielding as water. Their mouths clung together; it was quite different from the hard kisses they had exchanged earlier. When they moved their faces apart again both of them sighed deeply. The bird took fright and fled with a clatter of wings.



Un tordo se había posado en una rama, a menos de cinco metros, casi a la altura de sus caras. Tal vez no los había visto. Estaba en el sol, ellos en la sombra. Extendió las alas, y las plegó cuidadosamente de nuevo en su lugar, agachó la cabeza por un momento, como haciendo una especie de reverencia al sol, y luego comenzó a derramar un torrente de canción. En el silencio de la tarde el volumen del sonido fue sorprendente. Winston y Julia se abrazaron, fascinados. La música siguió y siguió, minuto a minuto, con variaciones sorprendentes, sin repetirse ni una sola vez, casi como si el ave estuviera mostrando su virtuosismo fanfarronamente. A veces se detenía unos segundos, extendía las alas y las reacomodaba, y luego hinchaba el pecho moteado y de nuevo se echaba a cantar. Winston lo observaba con una especie de reverencia vaga. ¿Para quién, para qué, cantaba aquel pájaro? Ningún par, ningún rival lo estaba viendo. ¿Qué lo había hecho sentarse en el borde del bosque solitario y verter su música hacia la nada? Se preguntó si, después de todo, no habría un micrófono oculto en algún lugar cercano. Él y Julia había hablado sólo en susurros, y no habría podido captar lo que habían dicho, pero sí captaría al tordo. Tal vez, al otro extremo del instrumento algún hombre pequeño, con aspecto de escarabajo, estaba escuchando atentamente, escuchando aquello. Pero gradualmente el flujo de la música erradicó toda especulación de su mente. Era como si se tratara de una especie de material líquido que se vertía sobre él y se mezclaba con la luz del sol que se filtraba a través de las hojas. Dejó de pensar y simplemente sintió. La cintura de la chica en la curva de su brazo era suave y cálida. La hizo girar para que estuvieran pecho contra pecho, el cuerpo de ella parecía derretirse en el de él. Dondequiera que sus manos se movieran todo se rendía como el agua. Sus bocas se apretaron, fue muy diferente de los besos duros que se habían intercambiado antes. Cuando separaron las caras otra vez ambos suspiraron profundamente. El pájaro se asustó y huyó haciendo ruido con las alas.




George Orwell
Nineteen Eighty-four
Penguin, GB, 1954







- - -