Se puede afirmar que cada quien escribe de una manera diferente como escapismo, para eludir una búsqueda peligrosa, para no apostar a una respuesta que pudiera pegar la vuelta y explotarnos en la cara. Pero también porque es una verdad que conviene vaciar de estridencia. Hay una corriente que recorre a quien escribe, y no sólo mientras lo hace. Una corriente que, se podría decir, va y viene entre el sufrimiento y la alegría. Aunque me parece más riguroso decir que arrastra a ambos al mismo tiempo. Y ya sabemos, por lo trillado, que los sufrimientos y las alegrías no son los mismos para cada quién, ni dejan las mismas marcas. La corriente que circula por quien escribe lo hace también antes de que el escritor ande inmerso en el movimiento de escribir, y también después. Porque se trata, aquí, del escritor. De quien se asume como tal. Y acepta la carga que tal elección trae aparejada. Alegría y sufrimiento que no pueden estar la una sin el otro y el otro sin la una. Que la tensión producida favorezca el escribir o le sea antagónico es una parte de la lucha. La trasgresión está ahí. No en cantar a viva voz y desnudo en medio de la calle y vender, después, las hojas que detallan la crónica. La trasgresión de la escritura como arte plantea otra definición para el ruido, la ruptura, la subversión. No por ello mata más. Aunque pudiera ser, sí, que mate mejor.
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