jueves, 26 de diciembre de 2013

Semana muerta

   
I - David - Miércoles 31 de diciembre de 1980

Fue un aletazo de aquéllos que aparecen, sin aviso, entre el filo de dos segundos sin importancia y que, de no ser acusados, aceleran hacia la oscuridad como si nunca hubieran existido.
Fue una encrucijada exacta y, esta vez, la mariposa blanca no dudó en lanzarse al fuego.
Para David, tomó la forma de un resplandor inusual para comienzos de septiembre; lo vio llegar por el rincón del ojo derecho y el impacto apenas le produjo dolor. Quiso sacudírselo como quien espanta un insecto, pero desde un segundo antes de iniciar el movimiento, supo que era tarde. El tiempo, la parte que lo sostenía en el presente, se detuvo, y otro reloj echó a andar, aquél que llevaba detenido veinte años, desde los últimos días de 1980.
Y se encontró, tras un salto instantáneo, en su escritorio de la calle Maipú. Desde el grabador, apoyado en la mesita baja a su derecha, Joni Mitchell cantaba "River". El perfume de los pensamientos que lo cubrieron fue lo único que se mantuvo igual.


It's coming on Christmas
They're cutting down trees
They're putting up reindeer
And singing songs of joy and peace
Oh I wish I had a river I could skate away on

Sacudido por lo que, creyó, imitaba un milagro, supo que Alex lo llamaría en cualquier momento para avisarle que ya salía de la librería hacia Red, el bar donde solían encontrarse cada tarde. Sólo que, como parte de la misma parodia, supo también que ésa no sería una tarde como las otras: era el fin del año y ninguno de los dos volvería al trabajo hasta febrero —beneficios que los años por venir ampliarían y retacearían según los caprichosos vaivenes de quienes dominaran el paisaje.
La música era, sin duda, parte fundamental del resplandor que lo había regresado allí; nunca logró conseguir el disco, y la cassette estaba tan vieja que hacía años que no se atrevía a escucharla —como si aquella música pudiera conservarse intacta, allí dentro, a pesar de que el refugio ya no cumpliese con su tarea—. Pero ahora, rejuvenecida de un salto, le entregaba toda la fuerza original.
Empapado en tal inercia, recordó que Lucho también estaría en Red, pensamiento éste que fue interrumpido por el teléfono.
—¿Ya salís? Bueno; yo también. Nada más estaba haciendo tiempo.
Al colgar, aquellas palabras finales lo siguieron hasta el ascensor. Ese lugar, el pasillo, había dejado de ser neutro aquel día cuando, en medio de los arreglos de cada año, quitaron los barrotes de la ventanita de la puerta del ascensor para, a la mañana siguiente, poner vidrios; el ascensor pasó justo después de haber retirado la cabeza. Qué le había hecho, en primer lugar, asomarse, fue una pregunta que lo perseguiría por siempre; si bien es cierto que la intensidad iría disminuyendo, cada momento cuando el recuerdo le impactaba de lleno lo paralizaba en medio de un escalofrío. Así, mientras la mirada se le clavaba más y más en la ventanita, llegó el ascensor.
Desde la puerta de Red, vio que Alex estaba en la mesa de siempre, terminaba de encender un paroisienne —calculó que sería el segundo de la tarde: estaba tratando de abandonar—. Un poco por contraste, David solamente fumaba cuando se encontraban para esa suerte de merienda sui generis.
—¿Como siempre?
—Sí.
El dueño del bar se les acercó.
—¿Dos cafés, uno con leche?
—Sí, Benja; y también dos medialunas para mí, de las buenas.
—Ah... Hoy parece que estamos de festejo.
—Y... Sí. Como todos, ¿no?
—Es curioso; cambia el año y es como si el mundo se detuviera.
Benjamín lo miró con esa cara que ponía siempre que se paraba cerca de la mesa y los escuchaba conversar; pero esta vez la cambió:
—Sí; y está muy bien, hay que festejar, así que lo de hoy va por cuenta de la casa.
Ale la vio venir; la sonrisa de David fue lo suficientemente delatora:
—Ah; entonces que las medialunas sean tres, y calentitas.
Benjamín se alejó hacia detrás del mostrador, acompañándose con una carcajada. Sin perder la sonrisa, Alex y David se miraron y supieron que sus pensamientos coincidían: si era tan fácil llevarse bien, ¿qué desmoronaba el mundo?
—¿Supiste algo de Lucho?
—No. A la librería nunca llama, siempre te llama a vos. Pero ya sabemos que no es puntual.
David sacó un cigarrillo, dejó el atado sobre la mesa, y jugó con él un rato antes de tomar los fósforos que sin falta lo miraban desde el servilletero. La primera pitada siempre parecía más larga, como si le costara interrumpirse.
—¿Qué vas a hacer, Alex?
Pareció que retomaba una conversación llevada durante años; así era todo el tiempo.
—A la India; primero a Japón y después a la India. La vieja me dio parte de la guita que mandaron de Alemania; cuando vuelva, ya veremos.
David dio otra pitada y luego un toque con el cigarrillo contra el borde del cenicero de vidrio rojo. La radio del bar estaba encendida; al comenzar la siguiente canción, levantó la vista y la detuvo sobre el mostrador.

But it don't snow here
It stays pretty green
I'm going to make a lot of money
Then I'm going to quit this crazy scene

—Ya sé, no me digás: antes de salir, estabas escuchando a la Joni.
David le dirigió la mirada casi sin mover la cabeza.
—Bueno; tampoco es cosa de asombrarse... ¿Pasa un día sin que la escuches?
David dejó el cigarrillo en el cenicero:
—¿Cuántas veces viste que la pasaran por la radio?
Alex meneó la cabeza y, cuando estaba por hablar, llegó Benjamín, asomado sobre una bandeja repleta y humeante.
—A la flauta. ¿Es todo para acá?
—No levanten la perdiz.
Benja había ya apoyado la bandeja y tenía la cara suspendida sobre el centro de la mesa, hablaba en voz baja pero sin mirar a ninguno de los dos:
—¿Acaso creen que estoy invitando a todo el mundo?
—¿Y qué tenemos nosotros de especial?
Un aire de falsa ingenuidad flotó sobre la mesa, como una calesita cuyo eje era la cara del Benja.
—No creo que seamos los únicos en venir todos los días.
—Son los únicos...
Benjamín se detuvo y fue como si buscara una palabra fácil de pronunciar:
—Los únicos que me hacen tener ganas de sentarme y acompañarlos...
Dudó:
—Hay otros tres; vienen por la mañana; dos chicas y un muchacho... Medio afeminado... Pero igual cuenta como muchacho, ¿no?... Bueno, no importa... Ésos también, pero ellos y ustedes son los únicos; cinco en un total de no sé cuántos.
—Hombre...
—Nos estás metiendo en problemas, Benja; mejor por qué no te sentás y te das el gusto; después de todo, es Año Viejo y puede pasar cualquier cosa.
—No. —Benja dio un paso atrás.— De ninguna manera. Las cosas están bien así como están. Además, hay que atender el negocio.
En la bandeja había cuatro medialunas calientes, rellenas de jamón y queso, y dos tazas grandes de café-express más una jarra de leche. Como ninguno de los dos estaba acostumbrado al azúcar, enseguida tomaron el primer sorbo no sin antes alzar las tazas entre ellos y hacia Benja, quien ya estaba de regreso tras el mostrador.
—¿Me parece o afuera está más oscuro?
David estaba de frente a la entrada; Alex tuvo que darse vuelta para mirar hacia la calle.
—Sí; es cierto.
—Parece que nos vamos a pasar por agua.
—¿Tenés apuro?
—¿Eh?
Aquella pregunta había tomado a David por sorpresa, lo cual no era común:
—No; la verdad es que no. No hay mucho que hacer hoy... Salvo esperar.
Alex encendió otro paroisienne y se estiró hacia atrás en la silla.
—Éste fue un año raro.
La afirmación de David no tuvo énfasis alguno, pero hizo que las pocas horas que restaban hasta la medianoche pesaran más, en ese preciso momento y sobre él. Alex pensó en ponerlas en la balanza contra los días ya gastados de aquel año y se encontró con que le resultaba penoso adivinar la decisión del fiel. Cuando miró hacia la cara de su amigo, se dio cuenta de que no sabía cómo, o no quería, continuar con esa cuña con la que había trabado lo que restaba del año.
—Nada es igual, ¿eh? —dijo Alex.
—Siempre tuve esta sensación de que horas como las que faltan hasta la medianoche, o toda esta semana desde que terminó la Navidad, son tiempo muerto.
—Como pasa con el día de mañana, que parece el más corto del año.
—Y lo es. Tendrá veinticuatro horas, pero son las horas más cortas de todas.
—A lo que voy es a que tengo la impresión de que esta vez no va a ser así, o que vos estás como pendiente porque sabés que algo va a pasar...
Alex se quedó esperando, pero sin mirarlo:
—Todavía pensás en ella, ¿no?
—No lo puedo evitar.
—¿Y si la llamás?
—Susana ya eligió; y me quedé afuera. Pero ni se te ocurra mencionarlo delante de Lucho, ¿eh?
Alex quedó preso de pensamientos encontrados y su cara fue reflejo de ello. David alzó levemente el mentón en dirección a la calle:
—Está ahí, en la vereda, mirando hacia todas partes menos para acá.
Alex se dio vuelta, pero la sonrisa ya le había comenzado desde antes.
—Estará esperando que alguna de sus hadas le indique si éste es el bar correcto.
Sin darle más importancia, Alex volvió a sentarse dándole el frente a David:
—¿Le dijiste que se llama Red?
—Más de dos veces... Hasta se lo relacioné con Crimson.
—Mala idea.
—Sí; ya me estoy dando cuenta. Para colmo, el nombre del bar está en la marquesina y se ve nada más que desde enfrente.
—Supongo que, en vez de seguir hueveando como comadres, le podíamos pegar un chiflido...
David se sonrió, pero nada más que con los ojos:
—¿Y qué te detiene?
Alex le devolvió aquella misma mirada:
—No sé; quizás debamos pensarlo un poco más. Estas cosas son muy delicadas...
—No creo que te dé el tiempo, ahí entró.
—Che; qué difícil es llegar acá —dijo Lucho, parado junto a la mesa—. Entré para preguntar y los vi. Para colmo no dice Islas por ninguna parte.
Alex dirigió una mirada hacia David en señal de "te lo dije". Después miró hacia Lucho:
—¿Vas para Martínez, después?
Lucho se detuvo por un instante, como suspendido en el aire, antes de responder.
—Sí.
—Yo también; así que podemos ir juntos en el tren.
—¿Vas a pasar Año Nuevo con tu vieja?
—Sí; pero no en casa; reservó en el Claridge, pero tengo que pasarla a buscar y nos venimos de nuevo en el auto.
—Un viaje redondo —comentó David.
—¿Ustedes dos solos? —continuó Lucho.
—Nos vamos a encontrar con algunos conocidos ahí mismo, en la cena.
Se hizo un silencio inesperado. David se quedó como ausente, con la vista fija en la calle, aunque lo cierto era que no miraba nada salvo las imágenes de su propia mente. Justo ahí, se largó a llover. Para todo el resto del bar, la canción de Joni Mitchell había concluido hacía rato. También para Alex y Lucho; así como el día siguiente tenía esa coraza de objeto fugaz, los días desde la Navidad habían transcurrido rápidos e intrascendentes.
Lucho pidió un té con tostadas.

Oh I wish I had a river
I could skate away on

No era que David hubiese variado sus rutinas, pero la creciente intensidad atraída por aquel año que marchaba hacia afuera de sí se había concentrado en esa última semana: el motor de los días no parecía detenido sino atrancado mientras la cámara de combustión seguía presionando por liberarlo.
—¿Y vos, David? —le preguntó Lucho, justo cuando llegaba el té—. ¿Te vas mañana?
Tal cual la bandeja con el té, David también se apoyó en la mesa.
—Sí; salgo a las ocho para Punta Alta.

Y estalló; era el mismo relámpago, el frío sobre la espalda. Y fue justo ahí cuando veinte años se descargaron con toda la furia, aceleraron hacia el futuro, pegaron la vuelta y regresaron a 1980. Y también ahí, como si una mano con más poder aún quisiera contradecir lo imposible con un legado superior, David se encontró sentado frente a su escritorio de la calle Maipú y con una memoria que lo atropellaba. Alargó la mano hacia el grabador, dio vuelta la cassette y lo encendió; Alex tenía razón: en menos de un año había logrado conocerlo mejor que ningún otro de sus amigos, salvo quizás Bobby —pero de aquello hacía ya trece años, la mitad de su vida, o casi.

I would teach my feet to fly
Oh I wish I had a river
I could skate away on
I made my baby cry.

Supo que no podía ser, pero lo interrumpió el ruido del ascensor, no el usual sino uno seco, abrupto, como si alguna pieza del mecanismo se hubiese quebrado. Sin embargo, enseguida escuchó la puerta abrir y cerrarse, y pasos que se alejaban hacia las oficinas del contrafrente, un ritmo fácil de imaginar, unos tacos de mujer.

II - Fernando - miércoles 31 de diciembre de 1980

Fue un aletazo de aquéllos que aparecen, sin aviso, entre el filo de dos segundos sin importancia y que, de no ser acusados, aceleran hacia la oscuridad como si apenas hubieran existido.
Fue una encrucijada exacta y, esta vez, la mariposa blanca dudó antes de lanzarse al fuego.
Para Fernando, tomó la forma de un resplandor inusual para comienzos de octubre; lo vio llegar por el rincón del ojo derecho y el impacto casi no le produjo dolor. Quiso sacudírselo como quien espanta un insecto, pero desde un segundo antes de iniciar el movimiento, supo que era tarde. El tiempo, la parte que lo sostenía en el presente, se detuvo, y otro reloj echó a andar, aquél que llevaba detenido veinte años, desde los últimos días de 1980.
Y se encontró, tras un cambio instantáneo, en su escritorio de la calle Maipú: desde el grabador, apoyado en la mesita baja a su derecha, Joni Mitchell cantaba "River". El perfume de los pensamientos que lo cubrieron fue lo único que se mantuvo igual.
Entre la estampida de recuerdos nuevos —por más viejos que simularan ser—, estaban los de ese mismo día, interrumpido hacía minutos: la despedida de Alex y Lucho, en plena calle, casi a oscuras a pesar de que apenas daban las siete y bajo una lluvia que los llevaba por delante sin miramientos, igual que la prepotencia de ese mismo recuerdo que insistía en adelantarse al futuro.
Quería estar allí, frente a su escritorio, pero al mismo tiempo una parte de su cuerpo rechazaba ese querer; su deseo, el verdadero, se mantenía más oscuro que nunca, como si aquella tormenta que se fundiera con la despedida —o con las despedidas— lo estuviese borroneando también pero desde adentro.
Sintió frío; miró hacia la ventana, los vidrios vibraban oscuros y mojados... ¿Estaba lloviendo? ¿De nuevo? Se acercó y alcanzó a ver, en la vidriera de la farmacia de la esquina, la figura apenas iluminada de un arbolito de Navidad. "Veinte años", se dijo, de la voz hacia adentro, "nada peor que una pesadilla tanguera."
La campanilla del teléfono lo apartó de aquellos pensamientos; el sonido lo extrañó, le pareció antiguo, lejos del paisaje electrónico, pero no lo sobresaltó como era habitual desde los días de la colimba. Contra toda apariencia, aquellas sensaciones no duraron ni un segundo: atendió sin pensarlo más:
—Hola.
—¿Fer?
La voz de Cecilia se apoderó de sus ojos y no los dejó hasta que se clavaron en el dibujo de la vaquita-de-san-antonio que yacía debajo del vidrio del escritorio, casi inadvertida y alejándose de la esquina derecha de la reproducción de Magritte.

He tried hard to help me
He put me at ease
Lord, he loved me so naughty
Made me weak in the knees

Ladybird...; mezclada con la canción que nunca terminaba como si hubiese sido siempre parte de ella.
—Fer; te extraño.
Era verdad, llovía, de nuevo; las gotas pegaban, ahora con más fuerza, contra la ventana. El reloj estaba por dar las ocho, pero el segundero no se movía.
—Creí que te habías ido.
Era tarde para la oficina, ya tendría que estar en su departamento, alquilado hacía apenas quince días.
—Sí; me fui. Me fui para siempre.
Se imaginó a sí mismo parado en aquella esquina, igual que tantas otras veces en esquinas parecidas, mientras la miraba alejarse luego de que le dijera adiós, entre dudas que no fue capaz de dispersar. El teléfono nunca había sonado salvo en su deseo.
No había dejado de mirar aquel dibujo, un cuadradito recortado en cartulina, rojo con manchas negras, de espaldas a Magritte, sin cesar de alejarse al compás de sus cuatro pequeñas esquinas.
Entonces sí, dejó de adivinar acerca de los vidrios, el reloj y los fantasmas, desvió los ojos del dibujo y comprobó su acierto en todo; el viento hacía que los vidrios se curvaran hacia adentro, tendría que bajar las persianas.
Recordó a Lucho y Alex, quienes estarían en camino hacia Retiro a tomar el tren, que todos seguramente terminarían empapados para siempre en aquella última semana del año 1980, al que cada quien a su manera, algunos con grandilocuencia, otros en la intimidad de las afirmaciones secretas, le habían augurado un gran lugar, uno que pronto acabaría... Dudó, de nuevo... ¿Estarían Lucho y Alex en camino hacia Retiro? ¿Por qué dudaba ahora de haberse despedido de ellos?
Cerró las persianas ante la queja vehemente de la lluvia; tal como era su costumbre, dejó encendida la lámpara que estaba a la izquierda del escritorio... Siempre dejaba una luz antes de salir, sin importar de dónde fuera, como en aquel cuadro de la niñez con la vela en la ventana. Pero se acordó de que no volvería hasta febrero y que iba a cortar la electricidad; así que ninguna luz lo esperaría.
Oprimió el botón del ascensor y lo golpeó aquel conocido escalofrío —estaba adosado a él como una hoguera hacia el fondo de las entrañas—. Por un momento pensó en el cansancio, pero no le importó, podría aguantar un poco más; la diferencia entre una semana y veinte años fue tan abstracta como aquel poema de ecuaciones diferenciales.
Salió a la calle, se subió el cierre de la campera y comenzó a caminar hacia la avenida Santa Fe; la lluvia fue una parte más del paisaje.
Y estalló. Relámpago o derrame de hielo en su espalda, sintió que se desgarraba. David... ¿Quién era David? Su nombre era Fernando y ya caminaba por la avenida Santa Fe. David estaba en otro lado, en otro mundo, salido de su pluma; era un guerrero aunque aún no lo supiera. Fernando no lo pensó mucho: David se ancló a sí mismo en esa suerte de espera reflexiva que tan bien conocía, estaba a punto de saber lo que era una guerra.

III - Guillermo - Miércoles 31 de diciembre de 1980

Fue un aletazo de aquéllos que aparecen, sin aviso, entre el filo de dos segundos sin importancia y que, de no ser acusados, aceleran hacia la oscuridad como si nunca hubieran existido.
Para Guillermo, tomó la forma de un resplandor inusual para comienzos de noviembre; lo vio llegar por el rincón del ojo derecho y el impacto le produjo un dolor lejano, casi de otra vida. Quiso sacudírselo como quien espanta un insecto, pero desde un segundo antes de iniciar el movimiento, supo que era tarde. El tiempo, la parte que lo sostenía en el presente, se detuvo, y otro reloj echó a andar, aquél que llevaba detenido diez años, hasta los últimos días de 1990.
Y se encontró, tras un salto instantáneo, en su escritorio de la calle Maipú: desde el grabador, apoyado sobre la mesita baja a su derecha, Joni Mitchell cantaba "River". El perfume de los pensamientos que lo cubrieron fue lo único que se mantuvo igual.
La campanilla del teléfono lo apartó de aquella ensoñación; el sonido lo extrañó, le pareció antiguo, ajeno al paisaje electrónico, pero no lo sobresaltó como era habitual desde los días del servicio militar. Contra toda apariencia, aquellas sensaciones no duraron ni un segundo y atendió sin pensarlo más:
—Hola.
—¿Guille?
La voz de Silvia se apoderó de sus ojos y no los dejó hasta que se clavaron en el dibujo de la vaquita-de-san-antonio que yacía debajo del vidrio del escritorio, casi inadvertida sobre la esquina derecha de la reproducción de Magritte.
Ladybird...; mezclada con la canción que nunca terminaba como si hubiese sido siempre parte de ella.
—Guille; te extraño.
Llovía; las gotas golpeaban con fuerza contra la ventana. El reloj estaba por dar las ocho, pero el segundero no se movía.
—Creí que te habías ido.
Era tarde para la oficina, ya tendría que estar en su departamento, alquilado hacía apenas quince días.
—No; estoy en Baires. Me equivoqué. Quiero verte.
Se imaginó a sí mismo parado en aquella esquina, igual que tantas otras veces en esquinas parecidas, mientras la miraba alejarse luego de que le dijera adiós, entre dudas que no fue capaz de disipar.
—¿Desde dónde hablas?
No había dejado de mirar aquel dibujo, un cuadradito recortado en cartulina, rojo con manchas negras, de espaldas a Magritte, como si nunca cesara de alejarse al compás de sus cuatro pequeñas esquinas.
—Estoy a dos cuadras, en Florida, tengo miedo de que se corte por culpa de la tormenta.
Entonces sí, dejó de adivinar acerca de los vidrios, el reloj y los fantasmas, desvió los ojos del dibujo y comprobó su acierto en todo; el viento hacía que los vidrios se curvaran hacia adentro, tendría que bajar las persianas.
—Hay un bar, sobre Tucumán, llegando a Maipú, se llama Red; ya voy para ahí.
Dudó; la sola mención del bar le recordó a Lucho y Alex, hacía diez años, en camino hacia Retiro a tomar el tren, seguramente terminaron empapados para siempre en aquella última semana de 1980, año al que cada quien a su manera, algunos con grandilocuencia, otros en la intimidad de las afirmaciones secretas, le habían augurado un gran lugar, uno que pronto acabaría... Dudó, por tercera vez... ¿Qué habrá sido de Lucho y de Alex?
—Te espero —le respondió Silvia.
La comunicación se cortó; pero la vaquita-de-san-antonio seguía allí, bajo el vidrio, esperando a que el tiempo atado a esa línea se doblara.
Cerró las persianas; tal como era su costumbre, dejó encendida la lámpara que estaba a la izquierda del escritorio...
"Te espero" volvió a resonar cuando oprimió el botón del ascensor y también el conocido escalofrío: estaba adosado a él como una hoguera hacia el fondo de las entrañas. Por un momento pensó en el cansancio, pero no le importó, podría aguantar un poco más; la diferencia entre una semana y diez años fue tan abstracta como aquel poema de ecuaciones diferenciales, tapado debajo de otros papeles en el cajón de su escritorio. Cuando llegó, mojado a pesar de la protección buscada debajo de toldos y balcones, ella estaba en la puerta.
—Te extrañé.
No hubo abrazo.
—Estás igual.
¿Cuánto hacía desde la última vez?
Una ráfaga empujó el hilo de agua que chorreaba de la marquesina, y éste, como un látigo, arrojó a Guillermo hacia Silvia. Fue un movimiento involuntario, o casi; la memoria surgía incompleta... Alex y Lucho ya no estaban; habría jurado que hasta hacía un rato, cuando la tormenta aún se mantenía en el umbral...
—¿Me querés todavía?
Supo de inmediato que una de esas tres palabras sobraba, fue tan rápido como el latigazo de agua fría de hacía un instante, y tanto sobraba que la pregunta tuvo que hacer un esfuerzo por no consumirse a sí misma.
—Estoy igual.
Y aquel beso, el primero, fue muchos, y fue una puerta que perdía el cerrojo, derrotada por un singular hilo de agua, no por ello menos furioso, como otro beso, el último, el adiós que se doblaba, igual que la línea que ponía candado al tiempo.
—Disculpáme; soy una estúpida.
Jamás había aceptado ese llanto, ni aun descubriéndolo bajo las palabras, o a su expensa.
—No me fui; nunca me fui.
No era sólo él, estaban también los recuerdos chatos, y el atardecer que aquel día omitiera. Pero la verdad no era perfecta, lo usaba y ese gesto la manchaba. Por primera vez en aquella tarde de diez años, sonrió; o mejor sería decir que una carcajada abrupta le surgió del pecho, como un dolor bienvenido, un dolor que sólo podía escapar de aquel modo, mediante un espasmo que lo arrancara sin cuidado para que sus raíces salieran también limpiamente.
—¿Un café?
—Sí... Con algo fuerte.
—Sí; algo que sacuda.
—Guille... No te podés imaginar cuánto te extrañé.
—Yo no tuve tiempo... No me lo hice... No quise ese tiempo.
Y la verdad se hizo un poco más pura; el tiempo había doblado esa línea que le hacía de celda hasta semejarlo a las vías de un tren alrededor de una montaña... Y cuando aquella imagen se abrió en su mente, pensó en la montaña rusa que estaba cerca del río, la misma que lo atraía y espantaba: una sola vez había subido pero el recuerdo se mantenía detrás de un muro casi tan denso como la cortina de lluvia que los sitiaba en el umbral de Red.

I wish I had a river
I could skate away on

Benjamín llegó con las tazas de café y un par de vasitos rebosantes de ginebra; las luces de la barra, en particular el neón azul, se concentraron en ese líquido transparente hasta el escándalo y estallaron contra la cara de Silvia. Ambos sabían del dolor, aunque nunca lo nombraran.
—Al final no me fui.
Desde la avenida que estaba a dos cuadras, llegó un bocinazo y luego un sonido grave seguido de vidrios que se rompían. Pero la música no se detuvo, nada le importaba salvo mantenerse al acecho rondando los oídos de Guillermo. Eran dos personas y eran más. Y las palabras que no decían los esperaban afuera, mojándose en las fauces de un secreto mal guardado.
—Estás hecha sopa.
La luz del neón le bajó por la mejilla hasta la comisura y allí, resignada, desapareció.
—No importa; ni siquiera me di cuenta... Tenía miedo de que no estuvieras.
Sintió que debía explicarle, decirle que no la había llamado para despedirse porque pensó que se molestaría, pero una vez más, ante el umbral de una verdad que hablaba más que nada de carencia, la voz no pasó por encima del muro.
—Nos vamos a tener que quedar. —La tormenta se estaba poniendo peor; muchas tormentas.
El teléfono, junto al espejo, al otro lado de la barra, sonó dos veces; Benjamín lo atendió justo cuando sonaba por tercera.
—¿Te das cuenta de cómo nos vamos a jugar si salimos juntos por esa puerta?
—Muchas vidas... ¿No?
—Y todas a nuestra merced.
—A menos que finjamos.
Los ojos se le achicaron, pero no fue por el aumento en la luz, tampoco por los relámpagos que ahora eran los dueños de la calle; en realidad, ninguno de los dos sabía a qué se enfrentaban, los rondaba una sospecha como permanece de madrugada el resto de un perfume colocado la noche anterior.
—Quizás no seamos los únicos; puede que haya otros, en otros bares, tratando de enmendar sus errores... El mundo va a cambiar de todas formas.
—Silvia...
Y cuando escuchó aquel nombre abrirse paso a través de la mesa, pero no sólo el nombre sino la manera como su propia voz lo empujara, supo que la decisión ya no era suya, que quizás nunca lo había sido. Pero junto con el alivio esperable, se derramó sobre él un aceite tan denso como el espanto: cada instante era recuerdo y, como tal, sólo suyo.
Ella se estiró sobre la mesa y lo besó; la mezcla de café y ginebra fue lo más parecido que sintiera en su vida al hogar. Pero era pronto aún para sonreír.
—¿Y tus cosas?
—En Miami.
—¿Tan así fue?
—Tan así somos.
—Y puede que apenas se vea lo mínimo.
Había más palabra que la empujada por la voz; la dicha, incluso, imitaba el ritual que circulaba por la madera como cazador que, rondando su presa, posterga el ataque indefinidamente. Era probable que ni ellos mismos supieran dónde estaban, lo cual llegaba más allá de la certeza por una fecha.
—O sea que tus viejos creen que estás en Miami.
Y fue entonces cuando, por primera vez, apareció una sonrisa completa. Y el río congelado sobre el cual patinar hasta más allá del fin, desplegándose, invirtió el efecto que la canción producía sobre Guillermo. Imaginó que ella había logrado entrar, por fin, en el santuario sellado desde sus doce años. Pero la escena continuaba incompleta porque era así su naturaleza; de otro modo, se esfumaría, y ninguno sabía si no lo harían ellos también.
—¿Sabés de alguien que quiera compartir su techo por hoy?
—¿Por esta noche?
—¿Tenemos más?
Era como si cada segundo costara una fortuna. Y, a través del ruido de la lluvia sobre el techo de chapa de la estación, un ruido que sacudía su recuerdo, alcanzó a ver cómo Alex y Lucho tomaban el tren cuyo destino había cambiado. Fortunas arrancadas de cuajo, con la dureza y el valor de un diamante, hacían de cada paso un desafío a la gravedad. Lo que tenían era, ya desde el principio, un exceso por definición.
El viento agitó los vidrios y abrió la puerta de par en par; Benjamín se apuró a cerrarla y la trabó con una silla.
—Va a ser difícil que tengamos más clientes hoy, ¿eh?
Ambos se preguntaron por los alcances de ese "hoy", y fue como si aquella palabra ajena hubiera sido dicha exclusivamente para ellos.
David la miró y le dijo:
—¿Sabés que hace poco soñé con vos?

IV - David

Susana recordó cuándo lo vio por primera vez: llegó temprano y, de quienes tenían su propia oficina, era el único que no vestía traje: saco azul, pulóver celeste, pantalones vaquero y botas de un azul casi negro; la saludó como seguramente lo hacía a diario con quien estuviera en la recepción, o así lo pensó entonces, y se perdió en su oficina hasta el mediodía. Era imposible, claro, que Susana supiera que la oficina no era de él sino de su jefe inmediato quien estaba de viaje por los Estados Unidos. También le llamó la atención que se quedara hasta tarde, escribiendo en la IBM de la secretaria de esa sección. Hasta que un día, durante su segunda semana de trabajo allí, comenzaron a charlar: ella tenía un libro sobre la mesita que estaba a un costado del conmutador. David trabajaba ahí desde hacía poco más de un año y se había cuidado muy bien de no establecer vínculos personales que excedieran el espacio laboral, especialmente con sus compañeras; el trabajo era terriblemente bueno, sobre todo a la hora de ir a buscar su cheque, lo cual ocurría cada quincena con puntualidad pasmosa, y no podía permitir que un paso en falso lo dejara afuera: ir más allá de aquella línea imaginaria, que él mismo se trazara, era poner en riesgo su lugar en la empresa. Pero en relación a Susana la línea se fue destiñendo hasta borrarse. El libro estaba ahí y era todo el anzuelo que precisaba.

La primera vez que David la vio, la primera cuando verdaderamente la vio, fue aquel día cuando los ascensores no alcanzaban los pisos superiores debido a un desperfecto en el sistema de control general; al llegar al último descanso de la escalera, con la puerta que daba a la recepción abierta, sólo tuvo que alzar la vista y allí estaba, de pie, hablando con alguien a quien no pudo ver pues, parado hacia la derecha, quedaba detrás de la pared. Susana estaba en sandalias y con aquel vestido corto que simulaba un marmolado rosa y celeste en tonos pastel muy claros. Sus piernas eran perfectas, le pareció estar observando una de las viejas esculturas griegas de sus libros de hacía diez años. David se quedó donde estaba, mirándola; fue más fuerte, mucho más fuerte que el temor a ser descubierto; siguió con los ojos la curva de los muslos, quería ver más, era perfecta; irresistible. Al terminar la conversación, Susana giró sobre sí misma hasta darle la espalda y se dirigió hacia la mesa del conmutador, fue un movimiento tan súbito como breve, la falda del vestido la acompañó, demorada y liviana. David tardó un minuto más en subir el tramo de escalera que le faltaba; tuvo suerte: nadie pasó por ahí. Nunca habló de aquello, ni siquiera con ella, aun cuando se moría por hacerlo.
Esa misma tarde, David la invitó a salir. Esa misma noche, soñó con ella.

Interludio - El sueño: él a ella

Llegué al Puerta del Sol un rato ante de la hora que fijamos y me pedí una cerveza. Algo me decía que ibas a querer un licuado, pero preferí no pedirlo hasta que llegaras.
Al rato te vi entrar, venías sonriendo.
Me paré para saludarte pero no me diste tiempo, me abrazaste y me besaste; me apretabas tan fuerte que los pensamientos se me escaparon en estampida.
Habías vuelto de un viaje, de una ausencia; meses, tal vez años, habían pasado entre los dos.
—¿Sos de verdad? —me preguntaste, pero había un tono afirmativo en tu voz.
Al segundo siguiente, estábamos en la cama, vos arriba mío. Una luz amarilla y turbia venía de la puerta que daba a la sala. Estábamos en tu departamento de Rivadavia.
Hablabas; pero era un idioma que no pude entender. Como si la voz, en lugar de salir, se metiera dentro tuyo. Estabas agitada.
Enseguida, miraste hacia el techo y dejaste de respirar... Cómo podía saberlo, no lo sé aun hoy, pero habías dejado de respirar, como si la garganta se te hubiera cerrado.
Te agitaste, dos, tres veces, me golpeaste el pecho, hacia mi izquierda, justo debajo del corazón, apretaste las piernas, una vez, otra, y de nuevo más fuerte.
Dejaste de mirar hacia arriba, bajaste la cara hasta ponerla pegada a la mía... Y te pusiste a llorar.

V - Guillermo

—Es extraño el ambiente cada vez que se pasa de un año al otro.
—Yo solía pensar que era nada más que un cambio de número.
—¿Y ya no?
—El cambio de número es lo de menos, por un lado. Pero por el otro...
—Es eso justamente.
—Algo así. El modo como los números pesan sobre nosotros.
—Y sí. Una cosa es tener veinte; y otra, cuarenta.
—¿Años?
Por segunda vez, Silvia estiró el cuerpo por sobre la mesa hasta los labios de Guillermo. Él no se movió; la manera como ella parecía nadar en el aire le seguía produciendo el mismo efecto que aquella vez en el descanso de la escalera. Más ahora, incluso, que sabía que era bailarina, o lo había sido, en Queens, antes de volver junto con su familia a Baires. El baile lo derrotaba, era uno de esos desprendimientos de la música que, llegado cierto punto, ya no la necesitaba aunque la aceptara como excusa, o hasta como un adorno, detrás, hasta opacarse.
—Si hubieses visto la cara de mi tía cuando le dije que me volvía...
—¿Pero ella se quedó?
—Sí; me dijo que con una loca en la familia ya era bastante. Vine con lo justo; espero que se ocupe bien de las valijas y el resto de mis cosas, dado el humor que debe de tener.
—Seguro que te las manda en cuanto se calme.
—No creo; los vuelos deben de estar repletos; yo conseguí pasaje gracias a una amiga que trabaja en la aerolínea. Supongo que mi tía va a esperar para mandarme las cosas hasta después de Reyes; o más...
—Primero habría que ver si llega el fin del año.
—Estaría bárbaro, ¿no?
—¿Fin de Año?
—Que no llegue. Que tengamos siempre esta semana.
—¿Una y otra vez?
—No; no entendés. Esta semana.
—¿Veinte años de la misma semana?
—Ya te dije lo que opina mi tía de mí. ¿Querés que lo repita?
—¿Veinte veces?
Silvia bebió el tercio de ginebra que le quedaba en el vaso y llamó a Benja.
—¿Vamos? Parece que llueve menos.
—¿Y si desaparecemos al cruzar el umbral de esa puerta?
—¿No es eso lo que pasa siempre?

It's so hard to handle
I'm selfish and I'm sad
Now I've gone and lost the best baby
That I ever had

Pero no llovía menos, el ruido sobre las chapas de la calle crecía y la canción apenas se escuchaba, pero ninguno de ambos había desaparecido del todo, nada más que un poco de atención era capaz de mantenerlos en el mundo para lo irremediable tanto como para lo perdido.
Benjamín los observó alejarse desde detrás de la puerta; la lluvia seguía pero el viento había cesado; se quedó ahí hasta verlos desaparecer en la oscuridad; murmuraba en la penumbra solitaria de su bar. Guillermo y Silvia caminaban abrazados y muy cerca de la pared. Las despedidas exigen un ritual exacto, pero cumplirlo a rajatabla entraña un conocimiento, y acceder a él pone al filo de un riesgo: acostumbrarse. Cada despedida contiene una dosis que el organismo asimila con dolor; y la adicción a ese dolor es la llave hacia la puerta que separa tiempos diferentes, rodeos y atajos.
Silvia también escuchaba aquella canción, pero al principio creyó que salía de la radio del bar. Ahora, bajo la lluvia, abrazada a Guillermo, la escuchaba como si fluyera desde las gotas mismas. Pero ya sabía ella que lo extraño rondaba los pasos de Guillermo y eso precisamente la había alejado de él hasta ese día; se había dicho a sí misma que estar de novia con otro era la razón, que no podía jugarle sucio a Diego, y necesitó de aquel año largo para darse cuenta de que no era así, de que lo que siempre había sentido a su lado: ser una compañera ocasional, era tal cual como ella lo veía a él. Antes de conocer a Guillermo, no había sido capaz de darse cuenta, pero las cosas cambiaron; el correr de los días se había topado con un final, el mundo entero, y no sólo el suyo, había mutado. Este cambio era más notorio cuando estaba con él, una liviandad en el aire se lo decía a cada minuto; los gestos de las personas ya no le eran indiferentes, aun cuando se tratara de perfectos desconocidos; la manera como un perro o un gato hurgaban entre los desperdicios, buscando comida, la llamaba como si alguien le hubiese dejado ahí un mensaje a descifrar; una música que nunca escuchara antes y, si se repetía dos o más veces en un lapso breve, la dejaba en un estado de inquietud que le duraba varios días. Para colmo, ocurría cada vez que una palabra dicha por él, como al pasar, ataba aquellas escenas como si hubiesen sido creadas no sólo con un vínculo entre sí, sino para que ella, ajena hasta ese instante, les diera un destino. Así, con un día tras otro sobre su espalda, con cada paso compartido en las cortas charlas con Guillermo, el miedo se le apareció sin más disfraces; y aun cuando lo natural hubiese sido tratar de evitarlo, había en él una atracción que la intoxicaba; esto la espantó y entonces sí decidió aceptar la invitación de la tía Beatriz para regresar a los Estados Unidos; no a Nueva York, donde pasara la adolescencia, sino a Miami, ciudad donde disfrutara un par de veranos.
¿Qué la había hecho cambiar? Aquella pregunta se le imponía como un misterio salvo por las imágenes borrosas que la rodeaban. No había sido por temor, como supusiera la tía; o sí pero de otra clase. Al tiempo... Temor al tiempo... Aquella frase le resonaba, pero sólo cuando en inglés: time fear; y lo hacía de la misma manera que la canción, desde la cortina de lluvia, desde una grieta en el mismo tiempo del que emanara ese temor. Lo curioso era que no había cesado con el cambio en su decisión, aunque, aun así, la compañía de Guillermo, abrazado como nunca antes, le decía que había hecho bien. Casi sin proponérselo, comenzó a canturrear en un murmullo.

I wish I had a river
I could skate away on
Oh I wish I had a river so long
I would teach my feet to fly

VI - Fernando

Durante aquel año que terminaba, Fernando había reflexionado sobre muchos puntos oscuros, propios y ajenos, aun cuando estos últimos no eran tan de muy allá como su denominación parecía indicar. Y con cada reflexión fue capaz de tironear de la hebra de un aprendizaje en particular; veinte años de reflexiones y aprendizajes para que aquellas hebras fueran tejiendo una manta incompleta. Y así, allí estaba, abrazado al recuerdo de Cecilia, caminando bajo la lluvia, una lluvia que no terminaba de mostrarse como inofensiva, preso de la incómoda pesadez de no acertar con un número que no fuera el veinte, uno que lo ubicara de nuevo, pero en un lugar geográfico, a menos, claro, que pasar de un año a otro implicara aceptar una mudanza similar a un cambio de domicilio. Y fue entonces cuando, como impactado por una voz superior a su voluntad, supo que amaba el terreno brumoso adonde lo conducían sus pensamientos, porque aun por contradictorio que pudiera parecer, conocía los recodos de aquella niebla mejor que los de cualquier casa donde hubiera vivido. Y así era su amor por Cecilia, un abrazo de bruma. Se detuvo; la canción ya no nacía de la lluvia, las luces de Córdoba y Callao no brillaban como de costumbre, no podía estar seguro pero era como si el voltaje hubiera descendido a la mitad; la intensidad subió bruscamente para desembocar por fin en apagón.

Oh I wish I had a river
I made my baby say goodbye

VII - Guillermo

Silvia interrumpió el canturreo pero inmediatamente lo continuó, la luz era lo de menos.
—No estamos lejos de casa —le dijo Guillermo
A lo que Silvia respondió:
—Estamos en casa.

IX - Fernando

La lluvia sobre las chapas de la estación Retiro se fue haciendo más leve hasta desaparecer por completo. El tren con sus amigos se había perdido de vista; pensó en caminar hasta el departamento, nada lo apuraba, podía subir por la barranca de la plaza hasta la avenida Santa Fe y recorrer aquellas veredas tan conocidas, acoplar un ritual al otro. Si la lluvia decidiera regresar, nada más tendría que aprovechar los balcones y demás salientes para mojarse un poco menos. Pero antes de que pudiera echarse atrás, se vio a sí mismo caminar por Maipú en dirección a la oficina; el pecho se le hundía y apenas alcanzó a preguntarse qué lo arrastraba.

X - David

Se había levantado temprano esa mañana; se había duchado, preparado un café con leche y unas galletas con dulce, y cuando quiso acordarse estaba detenido frente al espejo de la puerta, con los ojos fijos en la imagen que, a su vez, lo escrutaba desde el otro lado. Era la semana muerta, los días que separaban la Navidad del cambio de año; del 26 al 31 de diciembre todo era memoria, pero no como en el resto de los días, sino bajo presión, como le ocurriría a un pez obligado durante seis días a vivir al doble o más de la profundidad habitual. Bajo esta presión, las imágenes de la semana muerta de 1980 lo invadían despiadadamente, todos los años igual; y a tal punto se cumplía el ciclo que, ni bien amanecía el 26, ya no era capaz de precisar en qué año se encontraba.
Remordimiento; ésa era su palabra preferida de esos días. Por no haber tenido el valor, por haber preferido esperar, pero fundamentalmente porque la sombra de lo que podría haber sido su vida, de haber seguido el otro camino, lo rondaba como un hechizo, una obsesión, como lo haría una pandilla de fantasmas con una casa vieja; la palabra en inglés le vino a la cabeza: haunted, y no encontró una que fuera equivalente en castellano.
Una vez pasada la medianoche del 25, el número correspondiente al año se evaporaba; pero no sólo de su cabeza, sino de todo lugar donde se lo pudiera buscar: almanaques, agendas, calendarios... Miraba y nada más veía un hueco; profundo, borroso, los signos de una ausencia.
Pronto haría veinte años de lo ocurrido en Miramar; pero aquello seguía pareciéndole un sueño... La verdad era que no estaba seguro y, desde 1986, nunca más le había contado nada a nadie.
Ahora, estaba de vuelta; o, al menos todo, parecía darle esa indicación. Y Susana había vuelto.

It's coming on Christmas
They're cutting down trees
They're putting up reindeer
And singing songs of joy and peace

Las luces volvieron a brillar por la mitad; cruzaron Callao y siguieron hacia Santa Fe. Susana se puso a pensar en su vida y con qué exactitud el camino la había llevado a reencontrarse con David hacía once días exactos, una exactitud, por supuesto, que donde menos valía era en el tiempo o, para expresarlo mejor, para con su transcurrir, la idea de línea con que lo vemos pasar. Ya tenía todo listo para el viaje y sólo le cabía esperar el día de la partida cuando lo vio: sentado junto a la ventana, con una cerveza a medio tomar, fumando y, como habría sido lo esperable, escribiendo en un cuaderno de pocas páginas. Lo vio y trastabilló; todo ocurrió en un segundo, la idea de retroceder sobre sus pasos fue fugaz pero apareció, no podía negarlo; sin embargo, mientras las ideas la asaltaban, entró al bar. David no demostró sorpresa; por el contrario, alzar la vista y sonreír fueron poco menos que una misma cosa.
—Se te ve bien.
—Vos estás igual.
—¿Te parece?
—Veo lo que quiero ver; ¿no fue así como me dijiste, aquella vez?
—Nunca dije que fuera un defecto.
—Para algunas cosas, lo es.
—No conmigo.
—¿Y será bueno seguir iguales?
Estuvieron en el café hasta la hora de cerrar; ninguno quería irse. Susana le contó sobre la operación, también que ya estaba mejor; David, sobre sus planes como escritor y cómo hacer aquella música ya no era tan importante, que hoy su música era otra. Hasta que, de improviso, se miraron: un sonido más que familiar había irrumpido, los ojos fijos en los del otro. David quiso seguir el recorrido de aquella lágrima, pero no pudo: estaba detenida justo antes de tocar la mejilla, como si un hilo apenas visible la sujetara del rincón del ojo. Susana quiso apartarle con una caricia el mechón de pelo que siempre se le venía sobre la frente, pero al tocarlo apartó la mano de inmediato: estaba rígido, como si acabara de transformarse en piedra. Las semanas dejaron de serlo para expandirse hasta la dureza de los meses, y éstos hasta la superficie irregular de un mármol tallado con memorias desordenadas, y luego, en movimiento al principio de apariencia invertido, aquel segmento de historia se desdobló una y otra vez. En un arrebato sordo, David se dio cuenta de que aquella caminata desde Retiro hacia la oficina de Maipú había demorado veinte años, desde una semana muerta a otra; pero no sólo eso, los años se habían comprimido desde 1980 como atraídos por un agujero negro ávido de emociones.

XI - Guillermo

Cuando llegaron a Santa Fe y doblaron hacia la izquierda, Silvia y Guillermo supieron que eran dueños de un don poco usual, podrían construir una nueva memoria al costado de la que ya poseían, revisar cada error antes de cometerlo.
Llegando a la disquería de Uriburu, reconocieron la voz y se detuvieron; siguiendo los pasos de un plan trazado por las artes de aquella semana, Guillermo entró mientras Silvia lo esperaba a un costado de la puerta. Tardó apenas unos minutos; al salir, llevaba un estuche que dejaba pasar aquella foto en los conocidos tonos de azul.
—Por fin lo encontraste.
—Como una pieza faltante, sí.
Ella lo guardó en el bolso de cuero rojo y, por un momento, acusó recibo del contraste de colores, bajo la oscuridad levemente burlada por la luz de la vidriera.
—¿Escuchás?
—¿No te da miedo?
—El miedo se ha vuelto una costumbre.
—¿Y eso es bueno?
—Estar está; sobre lo otro, empezaremos a saberlo pronto.

XII - David

Delante de David, Susana revisó los días de su enfermedad, el sanatorio, los ruidos nocturnos que todavía regresaban llamados por otros parecidos o por el olor de una toalla limpia, y se preguntó qué pasaría ahora que el futuro estaba en su memoria igual que en los labios de un oráculo. David presenció sin asombro cada una de las transformaciones de su nombre; lo mismo le pasó a Susana. Ahora, ambos conocían no sólo la letra de un mañana posible, sino la de varios más igualmente valiosos. Cuando cada uno pronunció el nuevo nombre del otro, sonaron viejos, como no habría podido ser de otra manera. Ahora, cada uno era dos personas; una, perdida por esos corredores que el dolor visita con frecuencia, corredores a veces construidos por el dolor mismo; la otra, ligada a la anterior como lo estuvo aquella lágrima en el rincón del ojo, dispuesta a vagar al aire libre ya no sola. La primera se alejaba con nombre ajeno; habían logrado que la segunda se quedara.

XIII - Guillermo

Veinte años después, casi en la esquina con Pueyrredón, hacia un costado de la boca del subte, alguien había pintado sobre la pared: "Tanto esperar y el 2000 fue un suspiro de alacranes".
Guillermo miró hacia la vereda de enfrente y le pareció ver a Fernando, en aquel mediodía de lluvia, cuando decidió perderse en el pasado de la esquina de la vieja casa de Austria, casi llegando al hospital, con su mundo a punto de fundirse con la niebla de todas las tristezas. Pero tenía que perderlo o jamás podría reecontrarse con David. Fernando era su entrada al infierno; David, al abrazo solidario.
—Poca justicia para con esos bichos, ¿no? —Silvia le apretó el brazo—; los alacranes...
—Sí; poca.
—Mejor vayamos para casa.
—Sí; vamos —Guillermo dejó escapar una sonrisa—. Aprovechemos que los chicos están en lo de tus viejos.

XIV - Fernando

En su escritorio del séptimo piso de la calle Austria, Fernando encendió un cigarrillo y vio la imagen de Cecilia en el vidrio de la ventana, por un momento creyó que se trataba de un reflejo y se dio vuelta; el sonido de la lluvia le mojó la mirada.

I wish I had a river
I could skate away on.

Eligió uno de los lápices, le sacó punta, abrió un cuaderno nuevo y anotó:
«Susana y David, Silvia y Guillermo... Notas para una historia... O dos historias, pero relacionadas por un origen común... David escribe la historia de Guillermo y Guillermo la de David; personajes y autores cruzados... Ellos, los cuatro, hablan lo que yo no... Yo que, tan acostumbrado estoy a no tener con quién hablar, hablo conmigo mientras espero el día de mi amor, detrás de la última barrera.»
Y de nuevo le cayó el escalofrío, el ascensor, aquel maldito ascensor a tres centímetros de la cabeza.






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