I - David - Miércoles 31 de diciembre de 1980
Fue
un aletazo de aquéllos que aparecen, sin aviso, entre el filo de dos segundos
sin importancia y que, de no ser acusados, aceleran hacia la oscuridad como si
nunca hubieran existido.
Fue
una encrucijada exacta y, esta vez, la mariposa blanca no dudó en lanzarse al
fuego.
Para
David, tomó la forma de un resplandor inusual para comienzos de septiembre; lo
vio llegar por el rincón del ojo derecho y el impacto apenas le produjo dolor.
Quiso sacudírselo como quien espanta un insecto, pero desde un segundo antes de
iniciar el movimiento, supo que era tarde. El tiempo, la parte que lo sostenía
en el presente, se detuvo, y otro reloj echó a andar, aquél que llevaba
detenido veinte años, desde los últimos días de 1980.
Y
se encontró, tras un salto instantáneo, en su escritorio de la calle Maipú.
Desde el grabador, apoyado en la mesita baja a su derecha, Joni Mitchell
cantaba "River". El perfume de los pensamientos que lo cubrieron fue
lo único que se mantuvo igual.
It's coming on Christmas
They're cutting down trees
They're putting up reindeer
And singing songs of joy and peace
Oh I wish I had a river I could skate
away on
Sacudido
por lo que, creyó, imitaba un milagro, supo que Alex lo llamaría en cualquier
momento para avisarle que ya salía de la librería hacia Red, el bar donde solían
encontrarse cada tarde. Sólo que, como parte de la misma parodia, supo también
que ésa no sería una tarde como las otras: era el fin del año y ninguno de los
dos volvería al trabajo hasta febrero —beneficios que los años por venir
ampliarían y retacearían según los caprichosos vaivenes de quienes dominaran el
paisaje.
La
música era, sin duda, parte fundamental del resplandor que lo había regresado
allí; nunca logró conseguir el disco, y la cassette estaba tan vieja que hacía
años que no se atrevía a escucharla —como si aquella música pudiera conservarse
intacta, allí dentro, a pesar de que el refugio ya no cumpliese con su tarea—.
Pero ahora, rejuvenecida de un salto, le entregaba toda la fuerza original.
Empapado
en tal inercia, recordó que Lucho también estaría en Red, pensamiento éste que
fue interrumpido por el teléfono.
—¿Ya
salís? Bueno; yo también. Nada más estaba haciendo tiempo.
Al
colgar, aquellas palabras finales lo siguieron hasta el ascensor. Ese lugar, el
pasillo, había dejado de ser neutro aquel día cuando, en medio de los arreglos
de cada año, quitaron los barrotes de la ventanita de la puerta del ascensor
para, a la mañana siguiente, poner vidrios; el ascensor pasó justo después de
haber retirado la cabeza. Qué le había hecho, en primer lugar, asomarse, fue
una pregunta que lo perseguiría por siempre; si bien es cierto que la
intensidad iría disminuyendo, cada momento cuando el recuerdo le impactaba de
lleno lo paralizaba en medio de un escalofrío. Así, mientras la mirada se le
clavaba más y más en la ventanita, llegó el ascensor.
Desde
la puerta de Red, vio que Alex estaba en la mesa de siempre, terminaba de
encender un paroisienne —calculó que sería el segundo de la tarde: estaba
tratando de abandonar—. Un poco por contraste, David solamente fumaba cuando se
encontraban para esa suerte de merienda sui generis.
—¿Como
siempre?
—Sí.
El
dueño del bar se les acercó.
—¿Dos
cafés, uno con leche?
—Sí,
Benja; y también dos medialunas para mí, de las buenas.
—Ah...
Hoy parece que estamos de festejo.
—Y...
Sí. Como todos, ¿no?
—Es
curioso; cambia el año y es como si el mundo se detuviera.
Benjamín
lo miró con esa cara que ponía siempre que se paraba cerca de la mesa y los
escuchaba conversar; pero esta vez la cambió:
—Sí;
y está muy bien, hay que festejar, así que lo de hoy va por cuenta de la casa.
Ale
la vio venir; la sonrisa de David fue lo suficientemente delatora:
—Ah;
entonces que las medialunas sean tres, y calentitas.
Benjamín
se alejó hacia detrás del mostrador, acompañándose con una carcajada. Sin
perder la sonrisa, Alex y David se miraron y supieron que sus pensamientos
coincidían: si era tan fácil llevarse bien, ¿qué desmoronaba el mundo?
—¿Supiste
algo de Lucho?
—No.
A la librería nunca llama, siempre te llama a vos. Pero ya sabemos que no es
puntual.
David
sacó un cigarrillo, dejó el atado sobre la mesa, y jugó con él un rato antes de
tomar los fósforos que sin falta lo miraban desde el servilletero. La primera
pitada siempre parecía más larga, como si le costara interrumpirse.
—¿Qué
vas a hacer, Alex?
Pareció
que retomaba una conversación llevada durante años; así era todo el tiempo.
—A
la India; primero a Japón y después a la India. La vieja me dio parte de la
guita que mandaron de Alemania; cuando vuelva, ya veremos.
David
dio otra pitada y luego un toque con el cigarrillo contra el borde del cenicero
de vidrio rojo. La radio del bar estaba encendida; al comenzar la siguiente
canción, levantó la vista y la detuvo sobre el mostrador.
But
it don't snow here
It
stays pretty green
I'm
going to make a lot of money
Then
I'm going to quit this crazy scene
—Ya
sé, no me digás: antes de salir, estabas escuchando a la Joni.
David
le dirigió la mirada casi sin mover la cabeza.
—Bueno;
tampoco es cosa de asombrarse... ¿Pasa un día sin que la escuches?
David
dejó el cigarrillo en el cenicero:
—¿Cuántas
veces viste que la pasaran por la radio?
Alex
meneó la cabeza y, cuando estaba por hablar, llegó Benjamín, asomado sobre una
bandeja repleta y humeante.
—A
la flauta. ¿Es todo para acá?
—No
levanten la perdiz.
Benja
había ya apoyado la bandeja y tenía la cara suspendida sobre el centro de la
mesa, hablaba en voz baja pero sin mirar a ninguno de los dos:
—¿Acaso
creen que estoy invitando a todo el mundo?
—¿Y
qué tenemos nosotros de especial?
Un
aire de falsa ingenuidad flotó sobre la mesa, como una calesita cuyo eje era la
cara del Benja.
—No
creo que seamos los únicos en venir todos los días.
—Son
los únicos...
Benjamín
se detuvo y fue como si buscara una palabra fácil de pronunciar:
—Los
únicos que me hacen tener ganas de sentarme y acompañarlos...
Dudó:
—Hay
otros tres; vienen por la mañana; dos chicas y un muchacho... Medio
afeminado... Pero igual cuenta como muchacho, ¿no?... Bueno, no importa... Ésos
también, pero ellos y ustedes son los únicos; cinco en un total de no sé cuántos.
—Hombre...
—Nos
estás metiendo en problemas, Benja; mejor por qué no te sentás y te das el
gusto; después de todo, es Año Viejo y puede pasar cualquier cosa.
—No.
—Benja dio un paso atrás.— De ninguna manera. Las cosas están bien así como están.
Además, hay que atender el negocio.
En
la bandeja había cuatro medialunas calientes, rellenas de jamón y queso, y dos
tazas grandes de café-express más una jarra de leche. Como ninguno de los dos
estaba acostumbrado al azúcar, enseguida tomaron el primer sorbo no sin antes
alzar las tazas entre ellos y hacia Benja, quien ya estaba de regreso tras el
mostrador.
—¿Me
parece o afuera está más oscuro?
David
estaba de frente a la entrada; Alex tuvo que darse vuelta para mirar hacia la
calle.
—Sí;
es cierto.
—Parece
que nos vamos a pasar por agua.
—¿Tenés
apuro?
—¿Eh?
Aquella
pregunta había tomado a David por sorpresa, lo cual no era común:
—No;
la verdad es que no. No hay mucho que hacer hoy... Salvo esperar.
Alex
encendió otro paroisienne y se estiró hacia atrás en la silla.
—Éste
fue un año raro.
La
afirmación de David no tuvo énfasis alguno, pero hizo que las pocas horas que
restaban hasta la medianoche pesaran más, en ese preciso momento y sobre él.
Alex pensó en ponerlas en la balanza contra los días ya gastados de aquel año y
se encontró con que le resultaba penoso adivinar la decisión del fiel. Cuando
miró hacia la cara de su amigo, se dio cuenta de que no sabía cómo, o no quería,
continuar con esa cuña con la que había trabado lo que restaba del año.
—Nada
es igual, ¿eh? —dijo Alex.
—Siempre
tuve esta sensación de que horas como las que faltan hasta la medianoche, o
toda esta semana desde que terminó la Navidad, son tiempo muerto.
—Como
pasa con el día de mañana, que parece el más corto del año.
—Y
lo es. Tendrá veinticuatro horas, pero son las horas más cortas de todas.
—A
lo que voy es a que tengo la impresión de que esta vez no va a ser así, o que
vos estás como pendiente porque sabés que algo va a pasar...
Alex
se quedó esperando, pero sin mirarlo:
—Todavía
pensás en ella, ¿no?
—No
lo puedo evitar.
—¿Y
si la llamás?
—Susana
ya eligió; y me quedé afuera. Pero ni se te ocurra mencionarlo delante de
Lucho, ¿eh?
Alex
quedó preso de pensamientos encontrados y su cara fue reflejo de ello. David
alzó levemente el mentón en dirección a la calle:
—Está
ahí, en la vereda, mirando hacia todas partes menos para acá.
Alex
se dio vuelta, pero la sonrisa ya le había comenzado desde antes.
—Estará
esperando que alguna de sus hadas le indique si éste es el bar correcto.
Sin
darle más importancia, Alex volvió a sentarse dándole el frente a David:
—¿Le
dijiste que se llama Red?
—Más
de dos veces... Hasta se lo relacioné con Crimson.
—Mala
idea.
—Sí;
ya me estoy dando cuenta. Para colmo, el nombre del bar está en la marquesina y
se ve nada más que desde enfrente.
—Supongo
que, en vez de seguir hueveando como comadres, le podíamos pegar un chiflido...
David
se sonrió, pero nada más que con los ojos:
—¿Y
qué te detiene?
Alex
le devolvió aquella misma mirada:
—No
sé; quizás debamos pensarlo un poco más. Estas cosas son muy delicadas...
—No
creo que te dé el tiempo, ahí entró.
—Che;
qué difícil es llegar acá —dijo Lucho, parado junto a la mesa—. Entré para
preguntar y los vi. Para colmo no dice Islas por ninguna parte.
Alex
dirigió una mirada hacia David en señal de "te lo dije". Después miró
hacia Lucho:
—¿Vas
para Martínez, después?
Lucho
se detuvo por un instante, como suspendido en el aire, antes de responder.
—Sí.
—Yo
también; así que podemos ir juntos en el tren.
—¿Vas
a pasar Año Nuevo con tu vieja?
—Sí;
pero no en casa; reservó en el Claridge, pero tengo que pasarla a buscar y nos
venimos de nuevo en el auto.
—Un
viaje redondo —comentó David.
—¿Ustedes
dos solos? —continuó Lucho.
—Nos
vamos a encontrar con algunos conocidos ahí mismo, en la cena.
Se
hizo un silencio inesperado. David se quedó como ausente, con la vista fija en
la calle, aunque lo cierto era que no miraba nada salvo las imágenes de su
propia mente. Justo ahí, se largó a llover. Para todo el resto del bar, la
canción de Joni Mitchell había concluido hacía rato. También para Alex y Lucho;
así como el día siguiente tenía esa coraza de objeto fugaz, los días desde la
Navidad habían transcurrido rápidos e intrascendentes.
Lucho
pidió un té con tostadas.
Oh
I wish I had a river
I
could skate away on
No
era que David hubiese variado sus rutinas, pero la creciente intensidad atraída
por aquel año que marchaba hacia afuera de sí se había concentrado en esa última
semana: el motor de los días no parecía detenido sino atrancado mientras la cámara
de combustión seguía presionando por liberarlo.
—¿Y
vos, David? —le preguntó Lucho, justo cuando llegaba el té—. ¿Te vas mañana?
Tal
cual la bandeja con el té, David también se apoyó en la mesa.
—Sí;
salgo a las ocho para Punta Alta.
Y
estalló; era el mismo relámpago, el frío sobre la espalda. Y fue justo ahí
cuando veinte años se descargaron con toda la furia, aceleraron hacia el
futuro, pegaron la vuelta y regresaron a 1980. Y también ahí, como si una mano
con más poder aún quisiera contradecir lo imposible con un legado superior,
David se encontró sentado frente a su escritorio de la calle Maipú y con una
memoria que lo atropellaba. Alargó la mano hacia el grabador, dio vuelta la
cassette y lo encendió; Alex tenía razón: en menos de un año había logrado
conocerlo mejor que ningún otro de sus amigos, salvo quizás Bobby —pero de
aquello hacía ya trece años, la mitad de su vida, o casi.
I
would teach my feet to fly
Oh
I wish I had a river
I
could skate away on
I
made my baby cry.
Supo
que no podía ser, pero lo interrumpió el ruido del ascensor, no el usual sino
uno seco, abrupto, como si alguna pieza del mecanismo se hubiese quebrado. Sin
embargo, enseguida escuchó la puerta abrir y cerrarse, y pasos que se alejaban
hacia las oficinas del contrafrente, un ritmo fácil de imaginar, unos tacos de
mujer.
II
- Fernando - miércoles 31 de diciembre de 1980
Fue
un aletazo de aquéllos que aparecen, sin aviso, entre el filo de dos segundos
sin importancia y que, de no ser acusados, aceleran hacia la oscuridad como si
apenas hubieran existido.
Fue
una encrucijada exacta y, esta vez, la mariposa blanca dudó antes de lanzarse
al fuego.
Para
Fernando, tomó la forma de un resplandor inusual para comienzos de octubre; lo
vio llegar por el rincón del ojo derecho y el impacto casi no le produjo dolor.
Quiso sacudírselo como quien espanta un insecto, pero desde un segundo antes de
iniciar el movimiento, supo que era tarde. El tiempo, la parte que lo sostenía
en el presente, se detuvo, y otro reloj echó a andar, aquél que llevaba
detenido veinte años, desde los últimos días de 1980.
Y
se encontró, tras un cambio instantáneo, en su escritorio de la calle Maipú:
desde el grabador, apoyado en la mesita baja a su derecha, Joni Mitchell
cantaba "River". El perfume de los pensamientos que lo cubrieron fue
lo único que se mantuvo igual.
Entre
la estampida de recuerdos nuevos —por más viejos que simularan ser—, estaban
los de ese mismo día, interrumpido hacía minutos: la despedida de Alex y Lucho,
en plena calle, casi a oscuras a pesar de que apenas daban las siete y bajo una
lluvia que los llevaba por delante sin miramientos, igual que la prepotencia de
ese mismo recuerdo que insistía en adelantarse al futuro.
Quería
estar allí, frente a su escritorio, pero al mismo tiempo una parte de su cuerpo
rechazaba ese querer; su deseo, el verdadero, se mantenía más oscuro que nunca,
como si aquella tormenta que se fundiera con la despedida —o con las despedidas— lo estuviese
borroneando también pero desde adentro.
Sintió
frío; miró hacia la ventana, los vidrios vibraban oscuros y mojados... ¿Estaba
lloviendo? ¿De nuevo? Se acercó y alcanzó a ver, en la vidriera de la farmacia
de la esquina, la figura apenas iluminada de un arbolito de Navidad.
"Veinte años", se dijo, de la voz hacia adentro, "nada peor que
una pesadilla tanguera."
La
campanilla del teléfono lo apartó de aquellos pensamientos; el sonido lo
extrañó, le pareció antiguo, lejos del paisaje electrónico, pero no lo
sobresaltó como era habitual desde los días de la colimba. Contra toda
apariencia, aquellas sensaciones no duraron ni un segundo: atendió sin pensarlo
más:
—Hola.
—¿Fer?
La
voz de Cecilia se apoderó de sus ojos y no los dejó hasta que se clavaron en el
dibujo de la vaquita-de-san-antonio que yacía debajo del vidrio del escritorio,
casi inadvertida y alejándose de la esquina derecha de la reproducción de
Magritte.
He
tried hard to help me
He
put me at ease
Lord,
he loved me so naughty
Made
me weak in the knees
Ladybird...;
mezclada con la canción que nunca terminaba como si hubiese sido siempre parte
de ella.
—Fer;
te extraño.
Era
verdad, llovía, de nuevo; las gotas pegaban, ahora con más fuerza, contra la
ventana. El reloj estaba por dar las ocho, pero el segundero no se movía.
—Creí
que te habías ido.
Era
tarde para la oficina, ya tendría que estar en su departamento, alquilado hacía
apenas quince días.
—Sí;
me fui. Me fui para siempre.
Se
imaginó a sí mismo parado en aquella esquina, igual que tantas otras veces en
esquinas parecidas, mientras la miraba alejarse luego de que le dijera adiós,
entre dudas que no fue capaz de dispersar. El teléfono nunca había sonado salvo
en su deseo.
No
había dejado de mirar aquel dibujo, un cuadradito recortado en cartulina, rojo
con manchas negras, de espaldas a Magritte, sin cesar de alejarse al compás de
sus cuatro pequeñas esquinas.
Entonces
sí, dejó de adivinar acerca de los vidrios, el reloj y los fantasmas, desvió
los ojos del dibujo y comprobó su acierto en todo; el viento hacía que los
vidrios se curvaran hacia adentro, tendría que bajar las persianas.
Recordó
a Lucho y Alex, quienes estarían en camino hacia Retiro a tomar el tren, que
todos seguramente terminarían empapados para siempre en aquella última semana
del año 1980, al que cada quien a su manera, algunos con grandilocuencia, otros
en la intimidad de las afirmaciones secretas, le habían augurado un gran lugar,
uno que pronto acabaría... Dudó, de nuevo... ¿Estarían Lucho y Alex en camino
hacia Retiro? ¿Por qué dudaba ahora de haberse despedido de ellos?
Cerró
las persianas ante la queja vehemente de la lluvia; tal como era su costumbre,
dejó encendida la lámpara que estaba a la izquierda del escritorio... Siempre
dejaba una luz antes de salir, sin importar de dónde fuera, como en aquel
cuadro de la niñez con la vela en la ventana. Pero se acordó de que no volvería
hasta febrero y que iba a cortar la electricidad; así que ninguna luz lo
esperaría.
Oprimió
el botón del ascensor y lo golpeó aquel conocido escalofrío —estaba adosado a
él como una hoguera hacia el fondo de las entrañas—. Por un momento pensó en el
cansancio, pero no le importó, podría aguantar un poco más; la diferencia entre
una semana y veinte años fue tan abstracta como aquel poema de ecuaciones
diferenciales.
Salió
a la calle, se subió el cierre de la campera y comenzó a caminar hacia la
avenida Santa Fe; la lluvia fue una parte más del paisaje.
Y
estalló. Relámpago o derrame de hielo en su espalda, sintió que se desgarraba.
David... ¿Quién era David? Su nombre era Fernando y ya caminaba por la avenida
Santa Fe. David estaba en otro lado, en otro mundo, salido de su pluma; era un
guerrero aunque aún no lo supiera. Fernando no lo pensó mucho: David se ancló a
sí mismo en esa suerte de espera reflexiva que tan bien conocía, estaba a punto
de saber lo que era una guerra.
III
- Guillermo - Miércoles 31 de diciembre de 1980
Fue
un aletazo de aquéllos que aparecen, sin aviso, entre el filo de dos segundos
sin importancia y que, de no ser acusados, aceleran hacia la oscuridad como si
nunca hubieran existido.
Para
Guillermo, tomó la forma de un resplandor inusual para comienzos de noviembre;
lo vio llegar por el rincón del ojo derecho y el impacto le produjo un dolor
lejano, casi de otra vida. Quiso sacudírselo como quien espanta un insecto,
pero desde un segundo antes de iniciar el movimiento, supo que era tarde. El
tiempo, la parte que lo sostenía en el presente, se detuvo, y otro reloj echó a
andar, aquél que llevaba detenido diez años, hasta los últimos días de 1990.
Y
se encontró, tras un salto instantáneo, en su escritorio de la calle Maipú:
desde el grabador, apoyado sobre la mesita baja a su derecha, Joni Mitchell
cantaba "River". El perfume de los pensamientos que lo cubrieron fue
lo único que se mantuvo igual.
La
campanilla del teléfono lo apartó de aquella ensoñación; el sonido lo extrañó,
le pareció antiguo, ajeno al paisaje electrónico, pero no lo sobresaltó como
era habitual desde los días del servicio militar. Contra toda apariencia,
aquellas sensaciones no duraron ni un segundo y atendió sin pensarlo más:
—Hola.
—¿Guille?
La
voz de Silvia se apoderó de sus ojos y no los dejó hasta que se clavaron en el
dibujo de la vaquita-de-san-antonio que yacía debajo del vidrio del escritorio,
casi inadvertida sobre la esquina derecha de la reproducción de Magritte.
Ladybird...;
mezclada con la canción que nunca terminaba como si hubiese sido siempre parte
de ella.
—Guille;
te extraño.
Llovía;
las gotas golpeaban con fuerza contra la ventana. El reloj estaba por dar las
ocho, pero el segundero no se movía.
—Creí
que te habías ido.
Era
tarde para la oficina, ya tendría que estar en su departamento, alquilado hacía
apenas quince días.
—No;
estoy en Baires. Me equivoqué. Quiero verte.
Se
imaginó a sí mismo parado en aquella esquina, igual que tantas otras veces en
esquinas parecidas, mientras la miraba alejarse luego de que le dijera adiós,
entre dudas que no fue capaz de disipar.
—¿Desde
dónde hablas?
No
había dejado de mirar aquel dibujo, un cuadradito recortado en cartulina, rojo
con manchas negras, de espaldas a Magritte, como si nunca cesara de alejarse al
compás de sus cuatro pequeñas esquinas.
—Estoy
a dos cuadras, en Florida, tengo miedo de que se corte por culpa de la
tormenta.
Entonces
sí, dejó de adivinar acerca de los vidrios, el reloj y los fantasmas, desvió
los ojos del dibujo y comprobó su acierto en todo; el viento hacía que los
vidrios se curvaran hacia adentro, tendría que bajar las persianas.
—Hay
un bar, sobre Tucumán, llegando a Maipú, se llama Red; ya voy para ahí.
Dudó;
la sola mención del bar le recordó a Lucho y Alex, hacía diez años, en camino
hacia Retiro a tomar el tren, seguramente terminaron empapados para siempre en
aquella última semana de 1980, año al que cada quien a su manera, algunos con
grandilocuencia, otros en la intimidad de las afirmaciones secretas, le habían
augurado un gran lugar, uno que pronto acabaría... Dudó, por tercera vez...
¿Qué habrá sido de Lucho y de Alex?
—Te
espero —le respondió Silvia.
La
comunicación se cortó; pero la vaquita-de-san-antonio seguía allí, bajo el
vidrio, esperando a que el tiempo atado a esa línea se doblara.
Cerró
las persianas; tal como era su costumbre, dejó encendida la lámpara que estaba
a la izquierda del escritorio...
"Te
espero" volvió a resonar cuando oprimió el botón del ascensor y también el
conocido escalofrío: estaba adosado a él como una hoguera hacia el fondo de las
entrañas. Por un momento pensó en el cansancio, pero no le importó, podría
aguantar un poco más; la diferencia entre una semana y diez años fue tan
abstracta como aquel poema de ecuaciones diferenciales, tapado debajo de otros
papeles en el cajón de su escritorio. Cuando llegó, mojado a pesar de la
protección buscada debajo de toldos y balcones, ella estaba en la puerta.
—Te
extrañé.
No
hubo abrazo.
—Estás
igual.
¿Cuánto
hacía desde la última vez?
Una
ráfaga empujó el hilo de agua que chorreaba de la marquesina, y éste, como un
látigo, arrojó a Guillermo hacia Silvia. Fue un movimiento involuntario, o
casi; la memoria surgía incompleta... Alex y Lucho ya no estaban; habría jurado
que hasta hacía un rato, cuando la tormenta aún se mantenía en el umbral...
—¿Me
querés todavía?
Supo
de inmediato que una de esas tres palabras sobraba, fue tan rápido como el
latigazo de agua fría de hacía un instante, y tanto sobraba que la pregunta
tuvo que hacer un esfuerzo por no consumirse a sí misma.
—Estoy
igual.
Y
aquel beso, el primero, fue muchos, y fue una puerta que perdía el cerrojo,
derrotada por un singular hilo de agua, no por ello menos furioso, como otro
beso, el último, el adiós que se doblaba, igual que la línea que ponía candado
al tiempo.
—Disculpáme;
soy una estúpida.
Jamás
había aceptado ese llanto, ni aun descubriéndolo bajo las palabras, o a su
expensa.
—No
me fui; nunca me fui.
No
era sólo él, estaban también los recuerdos chatos, y el atardecer que aquel día
omitiera. Pero la verdad no era perfecta, lo usaba y ese gesto la manchaba. Por
primera vez en aquella tarde de diez años, sonrió; o mejor sería decir que una
carcajada abrupta le surgió del pecho, como un dolor bienvenido, un dolor que
sólo podía escapar de aquel modo, mediante un espasmo que lo arrancara sin
cuidado para que sus raíces salieran también limpiamente.
—¿Un
café?
—Sí...
Con algo fuerte.
—Sí;
algo que sacuda.
—Guille...
No te podés imaginar cuánto te extrañé.
—Yo
no tuve tiempo... No me lo hice... No quise ese tiempo.
Y
la verdad se hizo un poco más pura; el tiempo había doblado esa línea que le
hacía de celda hasta semejarlo a las vías de un tren alrededor de una
montaña... Y cuando aquella imagen se abrió en su mente, pensó en la montaña
rusa que estaba cerca del río, la misma que lo atraía y espantaba: una sola vez
había subido pero el recuerdo se mantenía detrás de un muro casi tan denso como
la cortina de lluvia que los sitiaba en el umbral de Red.
I
wish I had a river
I
could skate away on
Benjamín
llegó con las tazas de café y un par de vasitos rebosantes de ginebra; las
luces de la barra, en particular el neón azul, se concentraron en ese líquido
transparente hasta el escándalo y estallaron contra la cara de Silvia. Ambos
sabían del dolor, aunque nunca lo nombraran.
—Al
final no me fui.
Desde
la avenida que estaba a dos cuadras, llegó un bocinazo y luego un sonido grave
seguido de vidrios que se rompían. Pero la música no se detuvo, nada le
importaba salvo mantenerse al acecho rondando los oídos de Guillermo. Eran dos
personas y eran más. Y las palabras que no decían los esperaban afuera,
mojándose en las fauces de un secreto mal guardado.
—Estás
hecha sopa.
La
luz del neón le bajó por la mejilla hasta la comisura y allí, resignada,
desapareció.
—No
importa; ni siquiera me di cuenta... Tenía miedo de que no estuvieras.
Sintió
que debía explicarle, decirle que no la había llamado para despedirse porque
pensó que se molestaría, pero una vez más, ante el umbral de una verdad que
hablaba más que nada de carencia, la voz no pasó por encima del muro.
—Nos
vamos a tener que quedar. —La tormenta se estaba poniendo peor; muchas
tormentas.
El
teléfono, junto al espejo, al otro lado de la barra, sonó dos veces; Benjamín
lo atendió justo cuando sonaba por tercera.
—¿Te
das cuenta de cómo nos vamos a jugar si salimos juntos por esa puerta?
—Muchas
vidas... ¿No?
—Y
todas a nuestra merced.
—A
menos que finjamos.
Los
ojos se le achicaron, pero no fue por el aumento en la luz, tampoco por los
relámpagos que ahora eran los dueños de la calle; en realidad, ninguno de los
dos sabía a qué se enfrentaban, los rondaba una sospecha como permanece de
madrugada el resto de un perfume colocado la noche anterior.
—Quizás
no seamos los únicos; puede que haya otros, en otros bares, tratando de
enmendar sus errores... El mundo va a cambiar de todas formas.
—Silvia...
Y
cuando escuchó aquel nombre abrirse paso a través de la mesa, pero no sólo el
nombre sino la manera como su propia voz lo empujara, supo que la decisión ya
no era suya, que quizás nunca lo había sido. Pero junto con el alivio
esperable, se derramó sobre él un aceite tan denso como el espanto: cada
instante era recuerdo y, como tal, sólo suyo.
Ella
se estiró sobre la mesa y lo besó; la mezcla de café y ginebra fue lo más
parecido que sintiera en su vida al hogar. Pero era pronto aún para sonreír.
—¿Y
tus cosas?
—En
Miami.
—¿Tan
así fue?
—Tan
así somos.
—Y
puede que apenas se vea lo mínimo.
Había
más palabra que la empujada por la voz; la dicha, incluso, imitaba el ritual
que circulaba por la madera como cazador que, rondando su presa, posterga el
ataque indefinidamente. Era probable que ni ellos mismos supieran dónde
estaban, lo cual llegaba más allá de la certeza por una fecha.
—O
sea que tus viejos creen que estás en Miami.
Y
fue entonces cuando, por primera vez, apareció una sonrisa completa. Y el río
congelado sobre el cual patinar hasta más allá del fin, desplegándose, invirtió
el efecto que la canción producía sobre Guillermo. Imaginó que ella había
logrado entrar, por fin, en el santuario sellado desde sus doce años. Pero la
escena continuaba incompleta porque era así su naturaleza; de otro modo, se
esfumaría, y ninguno sabía si no lo harían ellos también.
—¿Sabés
de alguien que quiera compartir su techo por hoy?
—¿Por
esta noche?
—¿Tenemos
más?
Era
como si cada segundo costara una fortuna. Y, a través del ruido de la lluvia
sobre el techo de chapa de la estación, un ruido que sacudía su recuerdo,
alcanzó a ver cómo Alex y Lucho tomaban el tren cuyo destino había cambiado.
Fortunas arrancadas de cuajo, con la dureza y el valor de un diamante, hacían
de cada paso un desafío a la gravedad. Lo que tenían era, ya desde el
principio, un exceso por definición.
El
viento agitó los vidrios y abrió la puerta de par en par; Benjamín se apuró a
cerrarla y la trabó con una silla.
—Va
a ser difícil que tengamos más clientes hoy, ¿eh?
Ambos
se preguntaron por los alcances de ese "hoy", y fue como si aquella
palabra ajena hubiera sido dicha exclusivamente para ellos.
David
la miró y le dijo:
—¿Sabés
que hace poco soñé con vos?
IV
- David
Susana
recordó cuándo lo vio por primera vez: llegó temprano y, de quienes tenían su
propia oficina, era el único que no vestía traje: saco azul, pulóver celeste,
pantalones vaquero y botas de un azul casi negro; la saludó como seguramente lo
hacía a diario con quien estuviera en la recepción, o así lo pensó entonces, y
se perdió en su oficina hasta el mediodía. Era imposible, claro, que Susana
supiera que la oficina no era de él sino de su jefe inmediato quien estaba de
viaje por los Estados Unidos. También le llamó la atención que se quedara hasta
tarde, escribiendo en la IBM de la secretaria de esa sección. Hasta que un día,
durante su segunda semana de trabajo allí, comenzaron a charlar: ella tenía un
libro sobre la mesita que estaba a un costado del conmutador. David trabajaba
ahí desde hacía poco más de un año y se había cuidado muy bien de no establecer
vínculos personales que excedieran el espacio laboral, especialmente con sus
compañeras; el trabajo era terriblemente bueno, sobre todo a la hora de ir a
buscar su cheque, lo cual ocurría cada quincena con puntualidad pasmosa, y no
podía permitir que un paso en falso lo dejara afuera: ir más allá de aquella
línea imaginaria, que él mismo se trazara, era poner en riesgo su lugar en la
empresa. Pero en relación a Susana la línea se fue destiñendo hasta borrarse.
El libro estaba ahí y era todo el anzuelo que precisaba.
La
primera vez que David la vio, la primera cuando verdaderamente la vio, fue aquel día cuando
los ascensores no alcanzaban los pisos superiores debido a un desperfecto en el
sistema de control general; al llegar al último descanso de la escalera, con la
puerta que daba a la recepción abierta, sólo tuvo que alzar la vista y allí estaba,
de pie, hablando con alguien a quien no pudo ver pues, parado hacia la derecha,
quedaba detrás de la pared. Susana estaba en sandalias y con aquel vestido
corto que simulaba un marmolado rosa y celeste en tonos pastel muy claros. Sus
piernas eran perfectas, le pareció estar observando una de las viejas
esculturas griegas de sus libros de hacía diez años. David se quedó donde
estaba, mirándola; fue más fuerte, mucho más fuerte que el temor a ser
descubierto; siguió con los ojos la curva de los muslos, quería ver más, era
perfecta; irresistible. Al terminar la conversación, Susana giró sobre sí misma
hasta darle la espalda y se dirigió hacia la mesa del conmutador, fue un
movimiento tan súbito como breve, la falda del vestido la acompañó, demorada y
liviana. David tardó un minuto más en subir el tramo de escalera que le
faltaba; tuvo suerte: nadie pasó por ahí. Nunca habló de aquello, ni siquiera
con ella, aun cuando se moría por hacerlo.
Esa
misma tarde, David la invitó a salir. Esa misma noche, soñó con ella.
Interludio
- El sueño: él a ella
Llegué
al Puerta del Sol un rato ante de la hora que fijamos y me pedí una cerveza.
Algo me decía que ibas a querer un licuado, pero preferí no pedirlo hasta que
llegaras.
Al
rato te vi entrar, venías sonriendo.
Me
paré para saludarte pero no me diste tiempo, me abrazaste y me besaste; me
apretabas tan fuerte que los pensamientos se me escaparon en estampida.
Habías
vuelto de un viaje, de una ausencia; meses, tal vez años, habían pasado entre
los dos.
—¿Sos
de verdad? —me preguntaste, pero había un tono afirmativo en tu voz.
Al
segundo siguiente, estábamos en la cama, vos arriba mío. Una luz amarilla y
turbia venía de la puerta que daba a la sala. Estábamos en tu departamento de
Rivadavia.
Hablabas;
pero era un idioma que no pude entender. Como si la voz, en lugar de salir, se
metiera dentro tuyo. Estabas agitada.
Enseguida,
miraste hacia el techo y dejaste de respirar... Cómo podía saberlo, no lo sé
aun hoy, pero habías dejado de respirar, como si la garganta se te hubiera
cerrado.
Te
agitaste, dos, tres veces, me golpeaste el pecho, hacia mi izquierda, justo
debajo del corazón, apretaste las piernas, una vez, otra, y de nuevo más
fuerte.
Dejaste
de mirar hacia arriba, bajaste la cara hasta ponerla pegada a la mía... Y te
pusiste a llorar.
V
- Guillermo
—Es
extraño el ambiente cada vez que se pasa de un año al otro.
—Yo
solía pensar que era nada más que un cambio de número.
—¿Y
ya no?
—El
cambio de número es lo de menos, por un lado. Pero por el otro...
—Es
eso justamente.
—Algo
así. El modo como los números pesan sobre nosotros.
—Y
sí. Una cosa es tener veinte; y otra, cuarenta.
—¿Años?
Por
segunda vez, Silvia estiró el cuerpo por sobre la mesa hasta los labios de
Guillermo. Él no se movió; la manera como ella parecía nadar en el aire le
seguía produciendo el mismo efecto que aquella vez en el descanso de la
escalera. Más ahora, incluso, que sabía que era bailarina, o lo había sido, en
Queens, antes de volver junto con su familia a Baires. El baile lo derrotaba, era
uno de esos desprendimientos de la música que, llegado cierto punto, ya no la
necesitaba aunque la aceptara como excusa, o hasta como un adorno, detrás,
hasta opacarse.
—Si
hubieses visto la cara de mi tía cuando le dije que me volvía...
—¿Pero
ella se quedó?
—Sí;
me dijo que con una loca en la familia ya era bastante. Vine con lo justo;
espero que se ocupe bien de las valijas y el resto de mis cosas, dado el humor
que debe de tener.
—Seguro
que te las manda en cuanto se calme.
—No
creo; los vuelos deben de estar repletos; yo conseguí pasaje gracias a una
amiga que trabaja en la aerolínea. Supongo que mi tía va a esperar para
mandarme las cosas hasta después de Reyes; o más...
—Primero
habría que ver si llega el fin del año.
—Estaría
bárbaro, ¿no?
—¿Fin
de Año?
—Que
no llegue. Que tengamos siempre esta semana.
—¿Una
y otra vez?
—No;
no entendés. Esta semana.
—¿Veinte
años de la misma semana?
—Ya
te dije lo que opina mi tía de mí. ¿Querés que lo repita?
—¿Veinte
veces?
Silvia
bebió el tercio de ginebra que le quedaba en el vaso y llamó a Benja.
—¿Vamos?
Parece que llueve menos.
—¿Y
si desaparecemos al cruzar el umbral de esa puerta?
—¿No
es eso lo que pasa siempre?
It's
so hard to handle
I'm
selfish and I'm sad
Now
I've gone and lost the best baby
That
I ever had
Pero
no llovía menos, el ruido sobre las chapas de la calle crecía y la canción
apenas se escuchaba, pero ninguno de ambos había desaparecido del todo, nada
más que un poco de atención era capaz de mantenerlos en el mundo para lo
irremediable tanto como para lo perdido.
Benjamín
los observó alejarse desde detrás de la puerta; la lluvia seguía pero el viento
había cesado; se quedó ahí hasta verlos desaparecer en la oscuridad; murmuraba
en la penumbra solitaria de su bar. Guillermo y Silvia caminaban abrazados y
muy cerca de la pared. Las despedidas exigen un ritual exacto, pero cumplirlo a
rajatabla entraña un conocimiento, y acceder a él pone al filo de un riesgo:
acostumbrarse. Cada despedida contiene una dosis que el organismo asimila con
dolor; y la adicción a ese dolor es la llave hacia la puerta que separa tiempos
diferentes, rodeos y atajos.
Silvia
también escuchaba aquella canción, pero al principio creyó que salía de la
radio del bar. Ahora, bajo la lluvia, abrazada a Guillermo, la escuchaba como
si fluyera desde las gotas mismas. Pero ya sabía ella que lo extraño rondaba
los pasos de Guillermo y eso precisamente la había alejado de él hasta ese día;
se había dicho a sí misma que estar de novia con otro era la razón, que no
podía jugarle sucio a Diego, y necesitó de aquel año largo para darse cuenta de
que no era así, de que lo que siempre había sentido a su lado: ser una
compañera ocasional, era tal cual como ella lo veía a él. Antes de conocer a
Guillermo, no había sido capaz de darse cuenta, pero las cosas cambiaron; el
correr de los días se había topado con un final, el mundo entero, y no sólo el
suyo, había mutado. Este cambio era más notorio cuando estaba con él, una
liviandad en el aire se lo decía a cada minuto; los gestos de las personas ya
no le eran indiferentes, aun cuando se tratara de perfectos desconocidos; la
manera como un perro o un gato hurgaban entre los desperdicios, buscando
comida, la llamaba como si alguien le hubiese dejado ahí un mensaje a descifrar;
una música que nunca escuchara antes y, si se repetía dos o más veces en un
lapso breve, la dejaba en un estado de inquietud que le duraba varios días.
Para colmo, ocurría cada vez que una palabra dicha por él, como al pasar, ataba
aquellas escenas como si hubiesen sido creadas no sólo con un vínculo entre sí,
sino para que ella, ajena hasta ese instante, les diera un destino. Así, con un
día tras otro sobre su espalda, con cada paso compartido en las cortas charlas
con Guillermo, el miedo se le apareció sin más disfraces; y aun cuando lo
natural hubiese sido tratar de evitarlo, había en él una atracción que la
intoxicaba; esto la espantó y entonces sí decidió aceptar la invitación de la
tía Beatriz para regresar a los Estados Unidos; no a Nueva York, donde pasara
la adolescencia, sino a Miami, ciudad donde disfrutara un par de veranos.
¿Qué
la había hecho cambiar? Aquella pregunta se le imponía como un misterio salvo
por las imágenes borrosas que la rodeaban. No había sido por temor, como
supusiera la tía; o sí pero de otra clase. Al tiempo... Temor al tiempo...
Aquella frase le resonaba, pero sólo cuando en inglés: time fear; y lo hacía de la misma manera
que la canción, desde la cortina de lluvia, desde una grieta en el mismo tiempo
del que emanara ese temor. Lo curioso era que no había cesado con el cambio en
su decisión, aunque, aun así, la compañía de Guillermo, abrazado como nunca
antes, le decía que había hecho bien. Casi sin proponérselo, comenzó a
canturrear en un murmullo.
I
wish I had a river
I
could skate away on
Oh
I wish I had a river so long
I
would teach my feet to fly
VI
- Fernando
Durante
aquel año que terminaba, Fernando había reflexionado sobre muchos puntos
oscuros, propios y ajenos, aun cuando estos últimos no eran tan de muy allá
como su denominación parecía indicar. Y con cada reflexión fue capaz de
tironear de la hebra de un aprendizaje en particular; veinte años de
reflexiones y aprendizajes para que aquellas hebras fueran tejiendo una manta
incompleta. Y así, allí estaba, abrazado al recuerdo de Cecilia, caminando bajo
la lluvia, una lluvia que no terminaba de mostrarse como inofensiva, preso de
la incómoda pesadez de no acertar con un número que no fuera el veinte, uno que
lo ubicara de nuevo, pero en un lugar geográfico, a menos, claro, que pasar de
un año a otro implicara aceptar una mudanza similar a un cambio de domicilio. Y
fue entonces cuando, como impactado por una voz superior a su voluntad, supo
que amaba el terreno brumoso adonde lo conducían sus pensamientos, porque aun
por contradictorio que pudiera parecer, conocía los recodos de aquella niebla
mejor que los de cualquier casa donde hubiera vivido. Y así era su amor por
Cecilia, un abrazo de bruma. Se detuvo; la canción ya no nacía de la lluvia,
las luces de Córdoba y Callao no brillaban como de costumbre, no podía estar
seguro pero era como si el voltaje hubiera descendido a la mitad; la intensidad
subió bruscamente para desembocar por fin en apagón.
Oh
I wish I had a river
I
made my baby say goodbye
VII
- Guillermo
Silvia
interrumpió el canturreo pero inmediatamente lo continuó, la luz era lo de
menos.
—No
estamos lejos de casa —le dijo Guillermo
A
lo que Silvia respondió:
—Estamos
en casa.
IX
- Fernando
La
lluvia sobre las chapas de la estación Retiro se fue haciendo más leve hasta
desaparecer por completo. El tren con sus amigos se había perdido de vista;
pensó en caminar hasta el departamento, nada lo apuraba, podía subir por la
barranca de la plaza hasta la avenida Santa Fe y recorrer aquellas veredas tan
conocidas, acoplar un ritual al otro. Si la lluvia decidiera regresar, nada más
tendría que aprovechar los balcones y demás salientes para mojarse un poco
menos. Pero antes de que pudiera echarse atrás, se vio a sí mismo caminar por
Maipú en dirección a la oficina; el pecho se le hundía y apenas alcanzó a
preguntarse qué lo arrastraba.
X
- David
Se
había levantado temprano esa mañana; se había duchado, preparado un café con
leche y unas galletas con dulce, y cuando quiso acordarse estaba detenido
frente al espejo de la puerta, con los ojos fijos en la imagen que, a su vez,
lo escrutaba desde el otro lado. Era la semana muerta, los días que separaban
la Navidad del cambio de año; del 26 al 31 de diciembre todo era memoria, pero
no como en el resto de los días, sino bajo presión, como le ocurriría a un pez
obligado durante seis días a vivir al doble o más de la profundidad habitual.
Bajo esta presión, las imágenes de la semana muerta de 1980 lo invadían
despiadadamente, todos los años igual; y a tal punto se cumplía el ciclo que,
ni bien amanecía el 26, ya no era capaz de precisar en qué año se encontraba.
Remordimiento;
ésa era su palabra preferida de esos días. Por no haber tenido el valor, por
haber preferido esperar, pero fundamentalmente porque la sombra de lo que
podría haber sido su vida, de haber seguido el otro camino, lo rondaba como un
hechizo, una obsesión, como lo haría una pandilla de fantasmas con una casa
vieja; la palabra en inglés le vino a la cabeza: haunted, y no encontró una que fuera
equivalente en castellano.
Una
vez pasada la medianoche del 25, el número correspondiente al año se evaporaba;
pero no sólo de su cabeza, sino de todo lugar donde se lo pudiera buscar:
almanaques, agendas, calendarios... Miraba y nada más veía un hueco; profundo, borroso,
los signos de una ausencia.
Pronto
haría veinte años de lo ocurrido en Miramar; pero aquello seguía pareciéndole
un sueño... La verdad era que no estaba seguro y, desde 1986, nunca más le
había contado nada a nadie.
Ahora,
estaba de vuelta; o, al menos todo, parecía darle esa indicación. Y Susana
había vuelto.
It's
coming on Christmas
They're
cutting down trees
They're
putting up reindeer
And
singing songs of joy and peace
Las
luces volvieron a brillar por la mitad; cruzaron Callao y siguieron hacia Santa
Fe. Susana se puso a pensar en su vida y con qué exactitud el camino la había
llevado a reencontrarse con David hacía once días exactos, una exactitud, por
supuesto, que donde menos valía era en el tiempo o, para expresarlo mejor, para
con su transcurrir, la idea de línea con que lo vemos pasar. Ya tenía todo
listo para el viaje y sólo le cabía esperar el día de la partida cuando lo vio:
sentado junto a la ventana, con una cerveza a medio tomar, fumando y, como habría
sido lo esperable, escribiendo en un cuaderno de pocas páginas. Lo vio y
trastabilló; todo ocurrió en un segundo, la idea de retroceder sobre sus pasos
fue fugaz pero apareció, no podía negarlo; sin embargo, mientras las ideas la
asaltaban, entró al bar. David no demostró sorpresa; por el contrario, alzar la
vista y sonreír fueron poco menos que una misma cosa.
—Se
te ve bien.
—Vos
estás igual.
—¿Te
parece?
—Veo
lo que quiero ver; ¿no fue así como me dijiste, aquella vez?
—Nunca
dije que fuera un defecto.
—Para
algunas cosas, lo es.
—No
conmigo.
—¿Y
será bueno seguir iguales?
Estuvieron
en el café hasta la hora de cerrar; ninguno quería irse. Susana le contó sobre
la operación, también que ya estaba mejor; David, sobre sus planes como
escritor y cómo hacer aquella música ya no era tan importante, que hoy su
música era otra. Hasta que, de improviso, se miraron: un sonido más que
familiar había irrumpido, los ojos fijos en los del otro. David quiso seguir el
recorrido de aquella lágrima, pero no pudo: estaba detenida justo antes de
tocar la mejilla, como si un hilo apenas visible la sujetara del rincón del
ojo. Susana quiso apartarle con una caricia el mechón de pelo que siempre se le
venía sobre la frente, pero al tocarlo apartó la mano de inmediato: estaba rígido,
como si acabara de transformarse en piedra. Las semanas dejaron de serlo para
expandirse hasta la dureza de los meses, y éstos hasta la superficie irregular
de un mármol tallado con memorias desordenadas, y luego, en movimiento al
principio de apariencia invertido, aquel segmento de historia se desdobló una y
otra vez. En un arrebato sordo, David se dio cuenta de que aquella caminata
desde Retiro hacia la oficina de Maipú había demorado veinte años, desde una
semana muerta a otra; pero no sólo eso, los años se habían comprimido desde
1980 como atraídos por un agujero negro ávido de emociones.
XI
- Guillermo
Cuando
llegaron a Santa Fe y doblaron hacia la izquierda, Silvia y Guillermo supieron
que eran dueños de un don poco usual, podrían construir una nueva memoria al
costado de la que ya poseían, revisar cada error antes de cometerlo.
Llegando
a la disquería de Uriburu, reconocieron la voz y se detuvieron; siguiendo los
pasos de un plan trazado por las artes de aquella semana, Guillermo entró
mientras Silvia lo esperaba a un costado de la puerta. Tardó apenas unos
minutos; al salir, llevaba un estuche que dejaba pasar aquella foto en los
conocidos tonos de azul.
—Por
fin lo encontraste.
—Como
una pieza faltante, sí.
Ella
lo guardó en el bolso de cuero rojo y, por un momento, acusó recibo del
contraste de colores, bajo la oscuridad levemente burlada por la luz de la
vidriera.
—¿Escuchás?
—¿No
te da miedo?
—El
miedo se ha vuelto una costumbre.
—¿Y
eso es bueno?
—Estar
está; sobre lo otro, empezaremos a saberlo pronto.
XII
- David
Delante
de David, Susana revisó los días de su enfermedad, el sanatorio, los ruidos
nocturnos que todavía regresaban llamados por otros parecidos o por el olor de
una toalla limpia, y se preguntó qué pasaría ahora que el futuro estaba en su
memoria igual que en los labios de un oráculo. David presenció sin asombro cada
una de las transformaciones de su nombre; lo mismo le pasó a Susana. Ahora,
ambos conocían no sólo la letra de un mañana posible, sino la de varios más
igualmente valiosos. Cuando cada uno pronunció el nuevo nombre del otro,
sonaron viejos, como no habría podido ser de otra manera. Ahora, cada uno era
dos personas; una, perdida por esos corredores que el dolor visita con
frecuencia, corredores a veces construidos por el dolor mismo; la otra, ligada
a la anterior como lo estuvo aquella lágrima en el rincón del ojo, dispuesta a
vagar al aire libre ya no sola. La primera se alejaba con nombre ajeno; habían
logrado que la segunda se quedara.
XIII
- Guillermo
Veinte
años después, casi en la esquina con Pueyrredón, hacia un costado de la boca
del subte, alguien había pintado sobre la pared: "Tanto esperar y el 2000
fue un suspiro de alacranes".
Guillermo
miró hacia la vereda de enfrente y le pareció ver a Fernando, en aquel mediodía
de lluvia, cuando decidió perderse en el pasado de la esquina de la vieja casa
de Austria, casi llegando al hospital, con su mundo a punto de fundirse con la
niebla de todas las tristezas. Pero tenía que perderlo o jamás podría
reecontrarse con David. Fernando era su entrada al infierno; David, al abrazo
solidario.
—Poca
justicia para con esos bichos, ¿no? —Silvia le apretó el brazo—; los
alacranes...
—Sí;
poca.
—Mejor
vayamos para casa.
—Sí;
vamos —Guillermo dejó escapar una sonrisa—. Aprovechemos que los chicos están
en lo de tus viejos.
XIV
- Fernando
En
su escritorio del séptimo piso de la calle Austria, Fernando encendió un
cigarrillo y vio la imagen de Cecilia en el vidrio de la ventana, por un
momento creyó que se trataba de un reflejo y se dio vuelta; el sonido de la
lluvia le mojó la mirada.
I
wish I had a river
I
could skate away on.
Eligió
uno de los lápices, le sacó punta, abrió un cuaderno nuevo y anotó:
«Susana
y David, Silvia y Guillermo... Notas para una historia... O dos historias, pero
relacionadas por un origen común... David escribe la historia de Guillermo y
Guillermo la de David; personajes y autores cruzados... Ellos, los cuatro,
hablan lo que yo no... Yo que, tan acostumbrado estoy a no tener con quién
hablar, hablo conmigo mientras espero el día de mi amor, detrás de la última
barrera.»
Y
de nuevo le cayó el escalofrío, el ascensor, aquel maldito ascensor a tres
centímetros de la cabeza.
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