Durante los últimos tiempos, distintos fragmentos —voces de ninguna parte bien cercana— me dieron plenamente en la cara; algunos son principios de historias, otros son finales, y los más: interrupciones a la mitad; historias todas ellas que nunca escribiré. Imágenes vagas, incompletas, bajas. Corazones de sangre apagada, detrás de unas risas, o de una burla. Para pasar y olvidar. Como los cardones de la ruta.
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No estoy lo que se dice de buen humor;
nunca estoy de buen humor (lo que se dice)... pero quien no me conociera, quien
no estuviera avisado de esta circunstancia pudiera creer que sí; por lo
tanto... esta sonrisa que casi se me escapa de a ratos y sin motivo fácilmente
discernible tendrá que tener piedad de sí; y contar su historia en cuanto
comience a llover.
(Cosas que ocurren cuando se camina sin
rumbo por Rivera Indarte.)
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La gran mayoría de la gente forma sus
opiniones a partir de información de segunda mano (por lo menos). Esto solo
debería bastar para pensarlo dos veces antes de imaginarse el futuro. O salir a
la calle sin sombrero.
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Ocurre, con el dolor, que pasada cierta
cantidad es imposible andar llevándolo de un lado al otro.
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Me pregunto si a otros en otras épocas
les habrá parecido la suya tan maravillosa muestra de mediocridad.
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Me daba cuenta hoy que, cuando tomo
notas, lo hago sin esperanza —con esta última palabra en el sentido más literal
que se le pudiera encontrar—; porque nadie entiende el significado de las notas
que tomo. Yo mismo, dentro de algún tiempo, cuando las vuelva a leer, porque
así me lo hubiera propuesto o porque me las habré de encontrar mientras buscaba
otra cosa, tampoco las voy a entender. Unos y otros hacemos el gesto de
entender, pero la cosa no va más allá; lo social pide ese gesto para evitar que
nos lancemos al cuello del vecino... o, bueno, puede que no del vecino,
precisamente, sino de quien esté delante de nosotros, hablando, hablándonos,
y fingiendo que el mundo está ordenado; esto
último vendría a querer implicar que el suelo está inclinado en la dirección
del entendimiento, que es la dirección que el señalado interlocutor ha decidido
para ese momento en particular. Sí. Así estamos. Y lo estamos porque lo hemos
venido estando desde antes de que nuestras memorias comenzaran a formarse.
Alguno podría esperar que agregue que así seguirán estando las cosas en el
futuro... pero no; no soy capaz de arriesgarme a tanto. Lo que es más: no me
sorprendería que un día de estos la farsa termine. Será por esto que, cuando
tomo notas, lo hago sin perder de vista la sonrisa que se me escapa; y que
podría querer decir unas cuantas cosas —que nadie entendería—; o ninguna.
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Hace una cierta cantidad de años, digamos
unos treinta o cuarenta, había menos policías que ahora; y había también menos
crímenes. No estoy muy seguro de qué conclusión sacar de ello, ni siquiera si
habría alguna conclusión que se pudiera sacar. Ahora bien, creo que sí podría
servir para explicarme por qué me corre un sudor frío por la espalda cada vez
que alguien habla de aumentar el número de policías.
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Estoy de acuerdo con que hay tantas
personas sin las cuales el mundo sería un mejor lugar que habría que salir a
buscarle otro nombre; tengo dudas no obstante de que éste sea el mejor lugar
para comenzar.
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Las personas sufren; sufren por esto y
por aquello; algunas sufren incluso a plena luz. No conozco a ninguna persona
que no sufra.
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Un aire a contradicción rodea al
ecologista que se toma una avión para trasladarse al otro lado del mundo.
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Cada vez que alguno le decía que su
escritura no tenía el más mínimo valor literario —eufemismo que desplazaba un
poco, no mucho, que le parecía una porquería—, este autor, quien se manifestaba
ferviente militante de la izquierda, acusaba a su lector de ser un derechista
recalcitrante. Viendo esto, Hueso lo llevó aparte y le dijo que pensara un poco
en ese asunto, que tenía en sus manos un arma de incalculable poder. “Para
terminar con la derecha de una vez y por todas”, le dijo, “nada más tiene que
dejar de escribir.”
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Últimamente se he vuelto más fuerte la
noción de que vivo en un mundo que nada tiene que ver conmigo. Lo que las
personas dicen, las que lo dicen más fuerte y las que lo dicen en voz más baja,
todas igual, lo que dicen... tan lejos de mí, tan falto de una buena reflexión,
tan desagradable. Lo que espero, una de las pocas cosas que espero, es que este
verano tengamos viento en la costa, mucho viento, como en febrero del ’70, como
en el ’71; las cosas se volaban; te inclinabas a 45 grados y el viento te
sostenía en esa posición. Nadie quería ir a la playa porque la arena te raspaba
como lija... eran aquéllos, claro, los mejores momentos para ir a la playa, y
correr, y revolcarnos abrazados, ir hasta donde estaba el muelle viejo, el que
usaban los pescadores y que si te descuidabas se caía a pedazos con cada paso
que dabas hasta llegar a la punta. Sí; no me gustaría tener que irme sin tener
un verano con buenos vientos que barran la playa de sur a norte; que hagan
volar los papeles que los escritores sin remordimientos llevan en mochilas
viejas, medio descosidas, con los cierres que cierran mal, y lo disfrutan.
Vientos que se coman el sol y lo escupan lavado, a medio digerir, para que los
supermodernos duden antes de gritar que no pueden salir antes de colocarse el
gel bloqueador. La cara aplastada contra el viento, los pelos como los
llevaría, orgullosamente, el Pájaro Loco en las tapas de aquellas revistas
mexicanas. Un buen verano ventoso que se pueda disfrutar porque lo que importa
está tan atrás que nos habla como desde un sueño. Una cuestión de presiones
diferentes entre sitios diferentes, igual que pasa entre el mundo y yo.
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Anduve pensando que lo próximo que
escriba será con una tiza en la vereda.
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Hace unas noches me crucé con esto que R
(su jefe) le dijo a Ashenden: “Hay una cosa que creo que usted debe saber antes
de asumir este trabajo. Y no lo olvide. Si lo hace bien nadie se lo agradecerá
y si se mete en problemas nadie lo ayudará. ¿Eso le parece bien?”[1]
Y pensé que ser espía era muy parecido a
ser escritor.
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La mayoría del tiempo, le dijo, me
gustaría estar en otra parte. Y fue ahí cuando descubrió el motivo de tanta
envidia.
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Ya le había mostrado casi la mitad de las
fotos de aquel encuentro cuando su amigo le preguntó: ¿Son siempre así, quiero
decir: los escritores cuando se encuentran? Bueno, le respondió, no todos son
escritores los que van a estos encuentros... y se arrepintió de lo dicho mucho
antes de que el eco le hiciera notar la inexactitud que cabalgaba en sus
palabras. Quiero decir, retomó, que puede ser que, unos más, otros menos, todos
tengan alguna página escrita, pero eso no los vuelve, necesariamente,
escritores, son aficionados a las letras y, cada tanto, algunos se ponen a
escribir... acá le volvió a pasar lo mismo que antes. Sí; ahora que lo pienso,
todos escriben; la mayoría muy mal, te voy a ser sincero, son bastante
mediocres... mucho. Muy mediocres... Pero ¿Te referías a las fotos?... Sí, regresó
su amigo de su rol de escucha; se los ve a todos muy serios... ¿cómo se hace
para saber si no están aburridos? Se acercó las fotos a la cara y pasó unas
cuantas. Era cierto que estaban todos muy serios; nunca se había detenido sobre
aquellas imágenes de ese modo. En realidad, daban la sensación de estar todos
abrumados; fastidiados casi. ¿Sería el efecto que producía lo social de aquel
espacio? Y la conversación se fue por otros caminos.
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Todos trabajan para convencerte que su
engrandecimiento será para beneficio del pueblo; y la única diferencia entre
ellos es el tiempo que van a tardar en matarte; algunos de hambre, otros como
carne de cañón. La cadena con la que te sujetan se llama odio, al alimento le
dicen esperanza. La democracia les sirve de excusa y les permite disimular que
la buena gente, la poca buena gente estaría mejor sin ellos. De poca monta o de
mayor, son todos criminales. El aplauso habla mal de ellos y de sí.
Lamentablemente, para hacer lo mínimo, hay que creer en la existencia de un
mérito. Por mi parte, el único dedo que me permito mover es el meñique, lo alzo
para dejarles mi maldición.
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Dicen por televisión que la barra-brava
de un club anduvo haciendo destrozos, y pasan las imágenes, y las repiten, y
les dan de comer sin fin... No importa si quienes le dan tiempo de aire a esas
imágenes son boludos o hijos-de-puta: el efecto es el mismo. La democracia les
garantiza sus derechos, dicen. Pero la democracia no es eso; lo que la
democracia es todavía está por verse.
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Cualquiera con el interés suficiente, no
mucho más, apenas el suficiente, podría trazar un retrato de mí con solamente
revisar las marcas que dejo en el margen de los libros. Un retrato cuya sonrisa
sería lo último en formarse.
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No existe un gracias que alcance para
Miles Davis.
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Unas cuantas escritoras, entre ellas
Alice Munro, Iris Murdoch, Ursula K Le Guin, Sylvia Plath, tienen una deuda
importante con Virginia Wolf.
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Y entonces, como si le hubieran dado una
trompada en el estómago, me dijo: A los esclavos, para que estén contentos, no
es la libertad lo que hay que darles... Oro... dijo, desde un resto de aire que
parecía venirle desde más allá del mar. Lo que hay que darles es oro.
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Estaba subido a una tarima y hablaba
desde un metro o más del piso donde el resto de los mortales nos íbamos
haciendo viejos. Estos samaritanos, decía; esto samaritanos que se la pasan
yendo de una cárcel a la otra... no sé qué valor le dan al tiempo, a su manera
de gastarlo. Se apoyó en el bastón, una madera negra que habría podido ser más
recta pero un guiño de humildad le aconsejaba no hacerlo; y siguió: O quienes
están encerrados en las celdas son criminales y está muy bien que se pudran
ahí. O es el sistema judicial el que está mal y es acá donde habría que hacer
cambios.
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Esas obras de teatro donde los actores se
vuelven locos, exaltados, ruidosos... lo mismo que esos autores, o lectores llanos,
que leen poemas a los gritos... Dio una pitada al charuto medio apagado y se
pasó la otra mano por detrás de la cabeza, como quien se está por rascar pero
cambia de idea porque descubre que nada le picaba; y siguió: Me quiero lejos,
muy lejos de ellos; ninguna distancia sería grande para semejante lejanía.
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La lucha se vuelve una parodia cuando las
denuncias se hacen por las dudas, o los huecos que da el oportunismo.
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También colaboran a la confusión, claro,
los sordos que se vuelven eco de cualquier cosa porque les suena bien.
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Los montoneros creían que luchaban por el
pueblo; algunos lo siguen creyendo... No hay peor pelotudo que el pelotudo que
asesina.
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Los comunistas también asesinan.
El ERP también estaba arriado por
pelotudos; los pelotudos siempre andan arriando pelotudos.
Y también creaban mártires.
De lo que nadie parece darse cuenta es de
que el comunismo es una criatura del capitalismo. Fidel castro ha sido una de
las mejores banderas del capitalismo.
Y, claro, los líderes nunca aceptan la
responsabilidad por los muertos en sus propias filas. Nunca aceptarán que
requieren carne de cañón.
Lo más gracioso es cuando los líderes de
la izquierda hablan con los tics de los ejecutivos de las más altas
multinacionales.
Y usan la Internet !!!
Y usan YouTube !!!
Y aparecen por TV !!!
Un día de éstos va a aparecer uno que va
a declarar que es la reencarnación de Troski
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Estaba sentado en el umbral de la puerta
de casa y vi que venía el colectivo.
El umbral de
la puerta de casa era un sueño.
Acorde a la
fecha, el que venía era el colectivo 56 o el 140.
Y, si todo era
más antiguo aún, ya no era el colectivo sino el trolebús 310.
Ya entonces
conocía cómo era la tristeza. Pero, con el Tata y la Mabuela, se notaba menos;
poco y nada.
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Cada quien tiene un plan. Y cada plan
está basado en la visión que cada quien tiene del mundo. La armonía es
perfecta. Por eso, cuando el mundo no responde de la manera como debería, lo
primero que cada quien piensa es que el mundo responde mal, imperfectamente.
Seguidamente, el martillo pasa de herramienta de construcción a una faceta nueva.
Lo mismo les ocurre a las ideas. Las de cada quien. Perfectamente.
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Esto me hace recordar, me dijo, una
ocasión cuando acompañé a un muchacho que había conocido en la cola de Los Dos
Chinos, la que estaba en Santa Fe y Bulnes, y que resultó ser que lo conocía a
Jorge, aquel filósofo de frente hasta la coronilla... bueno, ya me fui por las
ramas; te decía que lo acompañé a una reunión donde se iba a encontrar con
algunos de los que habían sido sus compañeros en la primaria; cuando llegamos
había como una docena ya en el lugar. Lo acompañé porque después, justamente,
teníamos que estar en una reunión del filósofo, Jorge, donde se iba a debatir a
cerca de Heidegger y sus sombras de Husserl. Y, mientras yo me quedé junto a
una mesa donde había vino blanco, jugo de naranja y otras bebidas que no acerté
a saber qué eran y no me animé a llevarme ninguna a la boca, este muchacho se
puso a hablar con sus viejos compañeros como si se hubieran visto ayer; y de
pronto noté que estaban hablando de sus perros... La escena me impactó, creo
que no se me va a borrar nunca de la memoria; y lo recordé porque es justo como
ahora, acá: una docena de personas hablando sobre perros muertos.
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Es inútil describirle a una persona
cualquiera un lugar donde no ha estado, le dijo, nunca lo va a poder captar
como es; siempre se le va a escapar un aspecto y éste resultará que era
fundamental. Claro que, por otra parte, no tendría ningún sentido contarle a
nadie acerca de ese lugar que sí conoce. Acá fue como si una ola me hubiera
pegado por sorpresa, como ésas que llegan cuando uno se entretiene en mirar un
pájaro que justo levantó vuelo desde la orilla o un perro que corre detrás de
un papel llevado por el viento; y una sonrisa me ganó la cara: Puede que ahí
esté la cuestión; y escribir sea, justamente, contarle a cualquiera acerca de
ese lugar donde ha vivido toda su vida.
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Y allá íbamos a ir; una fiesta; no
recordaba en casa de quién. Y salí de casa, el tercer departamento al fondo del
pasillo, de la mano de papá para ver si pasaba un taxi por la puerta o tendría
que ir hasta Congreso, la avenida que estaba a poco más de cuatro cuadras.
Vestía yo aquel trajecito de color verde oscuro, de pantalones cortos y corbata
con elástico. Cuando llegamos, el salón estaba repleto, había gente por todas
partes; había unos chicos y unas chicas, todos más grandes que yo; sí, la
situación estaba clara: era yo el más joven de todo aquel salón. El humo de un
cigarrillo me hizo parpadear. Y, cuando miré de nuevo, era yo, de todo aquel
salón el más viejo.
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¿Pero por qué decís que vas a vivir hasta los sesenta? ¿No te gustaría
vivir hasta los ochenta?, le exclamaba en le cara, entre un sorbo de whisky y
el siguiente. No digo que no voy a vivir más allá de los sesenta, le respondió
desde una posición que, se notaba, era incómoda, me preguntaste, y no ha sido
la primera vez, y te dije que pensaba que iba
a vivir hasta los sesenta... acá se detuvo como frenado por una mano interior,
una mano que le era propia pero no completamente. Pero pongamos que así fuera,
que me gustara eso de vivir hasta los sesenta y ya. El otro se dibujó a sí
mismo una sonrisa, no le salió muy bien, pero ahí estaba. Vivir hasta los
ochenta me suena mucho mejor. Sesenta... ochenta... ¿cuál sería la diferencia?
Veinte años, le replicó rápidamente, como para que la respuesta no se fuera a
caer de la boca hacia otra parte. ¿No son poca cosa, veinte años, no? Se
arrellanó en el sofá y entrecerró los ojos antes de que las palabras que
siguieron cobraran vida propia: Una vez que han pasado, sesenta suena mejor que
ochenta.
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Aquello que se viene diciendo acerca del
propio tambor está decididamente sobrestimado.
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Estaba pensado en los escritores que
nacieron diez, quince, veinte años antes que yo, y se murieron por allá atrás
en alguna parte, y ahora resulta que soy más viejo que ellos.
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Ayer soñé que me despertaba en un pueblo
a orillas del mar habitado por fantasmas que no hablaban; por un momento pensé
que era el paraíso del que tanto me habías hablado.
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Dice Molinari:
—(...) Mire, los faquires y los yoguis,
con sus ejercicios respiratorios y sus macanas, saben una porción de cosas
(...)
H Bustos Domecq; Seis problemas para don
Isidro Parodi; Sur, BA, 1964
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¿Viste cuando estás hablando con una
persona para tratar de resolver un entuerto que esa misma persona ocasionó y a
cada rato te dice que lo que menos quiere es complicarte y ahí mismo ya sabes
que estás frito?
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Me dicen que estaba por ahí, que estaba
por allá, hasta que un buen día dejé de estar...
¿Es eso
posible? Una persona debe estar por alguna
parte. No importa si en un lugar desconocido por todos.
Claro que,
según me dicen, conmigo no ocurre así; parece que
no.
Pero lo que
parece resulta, por literalidad, inestable. Desde un lugar se muestra de un
modo y desde otro de manera diferente. Hasta pudiera no mostrarse, pero igual
observar la escena desde la sombra.
Escribo desde
esa misma sombra que hoy me da tu atención. Y la misma sombra, también, cambia
de nombre.
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Adiós, dijo; volveré más viejo.
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¿Cómo vivir rodeado de gente que es feliz
cuando gobernada por criminales?
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Comencé esta mañana mi lectura de
“Chance”, de Joseph Conrad; lo que no sabía era que, al dejar atrás la página
15 y entrar en la 16, me iba a encontrar, felizmente, con mi viejo amigo Marlow
—veo que mi madrina aún vela por mí.
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Como dice Conrad —o le hace decir al
personaje de turno, para ser exacto—: el mejor día de tu vida es, al fin de
cuentas, eso: un día; y nada más.
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Mire, lo increpó; si usted quiere saber
qué es lo que pasará el día de mañana, lo único que tiene que hacer es revisar
lo acontecido ayer.
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Uno de los problemas que presenta la
democracia es que liquida lo extraordinario.
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Nunca llego a comprender del todo de
dónde sale este convencimiento, en las personas, de que el otro necesita su
ayuda, cómo le son poco menos que indispensables; sobre todo cuando no las
llama.
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Hace treinta años habría jurado que el
paso del tiempo provocaría mejores modos del pensar, algunas ideas, un buen
dormir. Pero, bien mirado, aquellas expectativas estaban mal fundadas, se
apoyaban en puras expresiones de deseo; en que la inteligencia sostenía la
especie humana.
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El deporte es la fantasía de los tiranos.
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No cabe sorprenderse de los actos de esta
muchedumbre, sumida en la superstición, que algunos, por conveniencia, todavía
llaman el pueblo.
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No sé cuánto hacía que estaba ahí,
tirado, con la cabeza apoyada en aquella piedra; había comenzado a llover hacía
unos minutos. El agua me chorreaba por la cara, hacia el costado derecho, dado
que la tenía un poco inclinada hacia ese lado para poder mirar hacia el mar;
hacia el otro estaba nada más que la subida hacia la ruta de tierra, era una
subida de piedras y arena y restos secos de plantas traídos por el viento y
amontonados en esos huecos donde se enganchaban para siempre... esta última
palabra me resonó y una sonrisa me ganó aquel pensamiento. Y fue entonces, lo
más seguro a causa de esa posición en la que me había dejado mi deambular, o
puede que mi restar importancia a las decisiones, como si cada una fuera nada
más que una anécdota puesta sobre mí como al descuido... fue ahí, te decía,
cuando me puse a pensar en aquella especie de testamento que había escrito
hacía ya tanto tiempo y que ni idea tenía en manos de quién habría quedado, una
hoja de mi cuaderno donde explicaba que quería un funeral en el mar, el cuerpo
envuelto en una lona cosida con hilo sisal y un peso atado a los pies, el
suficiente para ayudarme a llegar al fondo. Recuerdo que pensé que seguramente
el estado iba a presentar mil razones por las cuales aquello no sería posible;
cuándo no: metiéndose en las decisiones más íntimas de una persona como si
quienes lo administran lo supieran todo mejor; a la luz cegadora de su
sabiduría resulta mil veces más deseable el ser manoseado por ignorantes
anónimos en aquel galpón previo a los hornos de incineración. O aquella otra
vez cuando, mientras anochecía, miraba hasta lo invisible desde arriba del
acantilado que está al borde de la 11, en el camino entre el faro y la Barranca
de los Lobos, sopesando si era aquél, o no, el momento justo para pegar el
salto. Me acuerdo de que me distrajo un perro; e, inmediatamente, me acordé de Conrad
y de que me faltaban dos tres de sus libros por leer; y me senté sobre aquel
borde a fumar un lucky como si se tratara del primero.
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Ayer, mientras hacía tiempo mirando el
noticiero, me asaltó de improviso la sensación de estar extrañando la guerra
fría.
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Ciertamente, el mundo no es buena
compañía; en el final, y apretado contra las cuerdas, termina por revelarse una
multitud que molesta.
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Me dan mala espina quienes hablan de
política por la internet y creen que saben de lo que están hablando y son un
cliché en persecución del siguiente.
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Hace unos minutos terminé de leer
“Chance”, acompañado por unas risas que serán otra de mis deudas con Conrad
desde hoy y hasta siempre.
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Buck
Mulligan: the kind of guy I would gladly show the way out the window.
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No man’s
heart aches forever. (Homer Jackson; on Ripper Street)
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Cada vez que alguien se larga a hablar,
imagino que la palabra “entropía” cuelga sobre su cabeza —por acá comenzará el
fin de la política como actividad aristocrática.
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Abrí un kiosco para la venta de
combinaciones de palabras y resultó que los únicos cinco interesados en comprar
estas primeras horneadas viven al otro lado del mundo.
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He descubierto que en este afán de que en
el uso de los sustantivos en plural donde antes alcanzaba con utilizar el
masculino, dado que se entendía que abarcaba ambos sexos, ahora que hay un
empeño en que se diga el femenino junto al masculino, la discriminación se
vuelve, si no mayor, por lo menos patente.
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Cuando mi familia se mudó a Flores, a
mediados de 1973, la casa nueva estaba a una cuadra de la Avenida del Trabajo;
los años fueron pasando y resulta que ahora vivo en la Avenida del Trabajo
entre Hortiguera y Puan, frente al Parque Chacabuco. Me dicen cada tanto que
esta avenida ya no se llama así. Y me sonrío porque los cambios de nombres en
las calles siempre obedece a intereses que poco y nada tienen que ver con
quienes viven en ellas. Y esos nombres nuevos y de ocasión quedan para quienes nunca
conocieron su nombres viejos. Así pasa el tiempo. Cambian las generaciones y
cada persona cree que el mundo la esperaba con los brazos abiertos; y el nombre
de esa calle cuyo pasado ya no tiene valor también sonríe.
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Estaba mirando “Brideshead Revisited”,
que es una película inglesa de 1981 la cual está dividida en varios episodios,
lo que por entonces solía llamarse una miniserie, y comienza cuando dos de los
personajes principales, uno de ellos es el narrador, están estudiando en Oxford
y es el año 1923. Avanzado el relato, los personajes aparecen en otro escenario
y es 1925... y ahí, como traído por un espíritu que justo pasaba pensando en si
haría llover o no, pensé: Conrad murió el año pasado.
Supongo que de
estos instantes es de los que nos habla el “Ulysses” de Joyce.
- - -
No hay paraísos; queda ese borrón de la
mente cuando el sol, cansado de la insistencia de la olas, se va.
- - -
Conversando durante la cena, o escuchando
conversar —que es lo que más hago, dado que tengo las mandíbulas ocupadas en
masticar y no estoy ducho en la realización de tareas múltiples y simultáneas—,
me detuve como quien ve llegar el carro del lechero por Galván para detenerse
en la esquina con Shakespeare y abrir uno de los tachos y meter el jarrito
medidor para llenar la lechera que doña Juanita ya viene revoleando medio a los
chancletazos desde la casa de la torre donde, arriba y un poco antes del
pararrayos, puede leerse: “1916”. Alguien había dicho algo acerca de que si le
mandaba una carta al papa éste seguramente le respondería con unas líneas; para
agregar que la iglesia católica estaba pasando por una transformación... Fue
acá cuando cometí el error de suspender la masticación; y tragar. Y comenté que
la iglesia hacía rato ya que no dejaba de transformarse; todo fuera para no
perder su lugar entre las empresas capitalistas más pesadas de nuestro planeta.
Que la verdadera iglesia católica era la de la Edad Media, aquel tiempo cuando
su dios no andaba dando explicaciones... Por suerte, no estábamos en Nochebuena.
- - -
El otro día se me vino la vocecita y me
comentó sobre el purgatorio, pero enseguida me distraje y se me fue; cuando
vuelva lo dejaré por ahí como cuando caminaba y cambiaba de lugar piedras que
encontraba por el suelo.
- - -
No estoy al tanto de todos los desmanes
que andan por ahí. Algunos llegan hasta mi puerta y me sorprende que nadie diga
nada. Bueno... ya no me sorprende tanto: la vejez tiene estas cosas; pero igual
me gustaría que hubiera otras voces tomando distancia y negándose a ser
revolcadas en este barro tan poco ecológico. Porque la ecología tendría que
ocuparse de estas cosas también; basta con revisar la etimología de la palabra.
- - -
Estaba mirando el noticiero y escuchaba a
una persona que contaba que había, junto con otros vecinos de su barrio,
cortado las vías del ferrocarril para llamar la atención acerca de unas
discrepancias que tenían con las autoridades de su zona. No era difícil darse
cuenta de que estaba mintiendo. Si lo que buscaban era llamar la atención, habría
bastado con se desnudaran en el andén.
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Cuando el pastor del pasaje Craig predica
que la unión hace la fuerza, la asistencia perfecta de los muchachos de la
patota le hace un guiño a la bombita rota del farol.
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Esto de que haya que explicar cada paso
desemboca en la mala literatura; irremediablemente.
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La felicidad es un concepto abstracto
pergeñado por intereses creados.
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Días pasados, durante una conferencia de
prensa, Fito Páez se exacerbó tanto que se le cayó la dentadura postiza,
atravesó el piso y se fue derecho al infierno.
- - -
Los populistas están convencidos de que
incluso lo que roban es en bien de pueblo.
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En su camino al infierno, la dentadura de
Páez tropezó con los frascos de tintura vacíos de Víctor Heredia.
- - -
Más que un alivio resulta una alegría
saber que hice lo que me dio gusto hacer antes de que existiera el FaceBook.
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En la película “Shadowlands” hay un
personaje que se llama Peter Whistler y que está estudiando en Oxford y es
alumno de C S Lewis; en una escena, en el tren, Whistler le cuenta a Lewis que
su padre ha muerto hace algunos meses y que ahora, habiendo dejado Oxford, es
maestro; tras lo cual Lewis recuerda que el padre de este muchacho también era
maestro, cosa que su alumno le confirma; Lewis recuerda también una frase
Whistler le había referido y que había sido dicha por su padre; y es para darte
esas pocas palabras que escribí todo lo anterior: Leemos para saber que no
estamos solos.
- - -
Ayer me llegó una invitación para leer la
revista bautizada “Maten al mensajero”...
Mi respuesta
fue (y lo sigue siendo) decir que no; y dejar que pase de largo en su busca de
necesitados de aplauso.
PS: Me hizo recordar a cuando una persona
se llama a sí misma “poeta”.
- - -
No he encontrado todavía una sola persona
que diga de la muerte eso mismo que la muerte susurra parada sobre el hombro
izquierdo cuando se enamora.
- - -
Si al nacer le fuera otorgada a cada
persona una cierta cantidad de palabras para usar durante toda su vida, igual
habría mucho desperdicio.
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Viejo; te morís y ya cualquiera se siente
autorizado a decir cualquier cosa. A pesar de su juventud, Tutankamón fue un
genio. Seguiré sus pasos.
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Quien mi tumba profanare, sorpresa grande
se llevare.
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Y quien nombre tumba, tumba nombra.
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Hace unos días vendí un libro de Emeterio
Cerro; y con lo que junté me compré: Blandings Castle (de P G Wodehouse), The Weird Ones (de Poul
Anderson y otros; una antología), Penguin Science Fiction (una antología
recopilada por Brian Aldiss), 100 Years Of Science Fiction (una antología
recopilada por Damon Knight), Science Fiction: The Best Of The Best 2 (una
antología que no recuerdo con exactitud quien recopiló, creo que fue Judith
Merril), Surprises (de O Henry), The Penguin Poets (una selección hecha por
Cecil Day Lewis), Uncle Spencer And Other Stories (de Aldous Huxley), Portnoys
Complaint (de Philip Roth), She: A History Of Adventure (de Rider Haggard), y A
Double-barrelled Detective Store (de Mark Twain). Encima me sobró plata. El
fantasma de Emeterio me mira y sonríe.
- - -
(...) cualquier número, cuando dicho,
pierde su vértigo; se me ocurre que el vértigo depende, en buena medida, de un
bloqueo en el decir, de un vacío de palabras; no que las palabras no anden por
alguna parte, sino que se nos vuelvan inalcanzables, lo cual, se me ocurre
también, es peor que si no existieran.
(De una correspondencia interceptada de
abril del 2008)
- - -
Se puede vivir con dolor, ¿sabías?...
espero que no, que no lo supieras ni lo sepas nunca: se vuelve como el ruido
—el dolor— a tal punto que sobresale cuando disminuye, tanto que uno diría que
se burla de la palabra “novedad”... Pero no estoy diciendo mucho, ¿o sí? O tal
vez sí pero no de lo que yo creo sino de las sombras que me rondan, o del lugar
que yo, como sombra, rondo; una más entre otras; no sé si muchas...
probablemente no. Lo calmo, lo triste; o puede que otra cosa; lo tirante
entremedio, pero no un objeto, como podría ser una cuerda, no, sino la tensión
misma: un equilibrio en el pico de una fuerza; en crisis, inestable sin doble
intención, a su pesar; como el dibujo que hice ayer, de fragmento en fragmento,
y que dice: nada, nada, nada... la mente en blanco, salvo por el color que
mueve a nacer, a complicarse con las cosas del mundo —la tierra, el agua, el
aire— y esta lengua capaz de llegar a fuego —unos pasos de baile— para salir de
la escena luego de pasar toda la vida ensayando su reverencia; y la canción de
alma ronca que se irá apagando con la noche, las luces de la noche, aliento
perdido entre los médanos, garra vegetal, las plantitas del diablo.
(De una correspondencia interceptada de
septiembre del 2007)
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Estaba pensando que podía filmarme
leyendo un libro y subirlo a YouTube.
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Hoy en día se vuelve necesario un
esfuerzo para no ser boludo útil.
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Ya lo dije alguna otra vez, pero insisto:
quiero renunciar a la ciudadanía, ¿dónde firmo? Esta muchedumbre no merece
siquiera el nombre de pueblo; no quiero estar en la misma bolsa. No sé si es la
ignorancia la que neutraliza la vergüenza, o la falta de vergüenza la que
permite sentirse orgulloso de ser un burro. Basta de creer que el otro es bueno
por naturaleza; le dejás un hueco y te mata sin pensarlo de nuevo. Claro que el
año que viene hay mundial de fútbol y los cretinos estarán de fiesta...
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Entre el bien y el mal se desliza una
lombriz cuyo nombre pocos recuerdan y pronto nadie sabrá.
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No vale mucho un mundo donde la
inteligencia conspira contra la felicidad.
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No se puede esperar gran cosa de una
muchedumbre incapaz de separar, de sus desperdicios, papeles, vidrios,
plásticos y demás.
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El ojo solamente ve lo que la mente está
preparada para comprender. (Henri Bergson)
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Iba pasablemente bien hasta que perdí la
cuenta.
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En cada mezcla existe una contradicción,
un punto ciego que avisa que no es por ahí; no es de sabio abarcar mucho, se
decía cuando apenas tenía edad para comprenderlo; el peso de una voz no es
gratuito.
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Me molesta cuando un cuadro está fuera de
lugar, cuando una mancha aparece en una foto, cuando un objeto está tirado por
ahí y resulta invisible para el resto del mundo; me molesta cuando una persona
anda por la calle como si no hubiera nadie más en el planeta; la simetría me
molesta... así y todo, con los años, me he enseñado a mí mismo a disimularlo, a
imitar los gestos de los otros, a mezclarme; este mimetismo no ha sido a costa
de poca disciplina. Me sirve para evitar las invasiones a las que incitan las
diferencias; y no tiene vuelta atrás. Cada día me cuesta menos porque lo que me
importa va desapareciendo. Te lo cuento hoy porque mañana no sé si será
importante; para que sepas por qué ya no te escribo.
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La ignorancia de la que hablo no es la de
quien no sabe; la ignorancia de la que hablo es la de quien no tiene amor por
el estudio, el conocimiento, el saber.
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Estaba con la gente, el pueblo,
reclamando frente a la casa de gobierno para que ese hombre, el gobernador,
respondiera por sus tropiezos, sobre todo los llevados adelante a sabiendas,
sus pactos espurios, su pago de chantaje a los policías locales, y me decía que
era bueno pertenecer a ese fuego, esas llamaradas que ardían y que eran la voz
de los hermanos... y fue acá cuando uno que estaba unos metros hacia mi
izquierda, dirigiéndose al la figura de aquel hombre, el gobernador, quien no
era para nada respetable, ni a todas luces respetado a esas alturas, le gritó:
Puto...
Y fue así, de esa manera tan sencilla,
que me di cuenta de lo solo que estaba.
Esta mañana me la pasé bloqueando
usuarios de FB para que sus comentarios no me aparecieran más en las
publicaciones que quienes están en mi lista de amigos (que es como el mismo FB
los llama). Claro que en mi lista hay 36, ni uno más y ni uno menos, y muchos
están por una cortesía mutua dado que rara vez interactuamos. Y es acá cuando
me pregunto por lo que pasa en las cabezas de quienes tienen 1.000, 2.000,
incluso más; y cuántos de ésos, entre el delirio y los aplausos, gritarían
“puto” a ése que les molesta. Es justo que diga esto en voz alta; porque el día
de mañana, pudiera ocurrir que desapareciera yo de sus listas de amigos (que es
como el FB los llama), y no va a pasar que me demore a dar explicaciones.
Y eso me hace recordar a ese energúmeno,
el ministro de seguridad bonaerense, cuando le gritó “mogólico” a un opositor,
como si una persona digna pudiera tomar eso como un insulto. Y, claro, así es
la prepotencia... este señor, el ministro de seguridad, Granados; y usan la
prepotencia, el abuso del poder, la fuerza bruta, porque saben por instinto que
la razón no los asiste —y digo “por instinto” como se dice cuando se habla de
los animalitos.
Y, volviendo a quienes tienen esas listas
de amigos, laaargas listas de amigos (que es como los llama el FB), me he dado
cuenta también que no suelen responder a las intervenciones poco felices de los
populistas a quienes han dejado entrar (digo populistas porque ya todos sabemos
que ése es el nombre que reciben los fascistas en latinoamérica). Tienen que
tener cuidado con esto de no responder; porque, si bien por un lado pudiera ser
que sea porque están convencidos de la inutilidad de las peleas a través de la
internet; por el otro, y esto no es nuevo, es muy delgada la línea entre esa
forma de pararse frente a la necedad y la cobardía.
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Usted, cuando llama por teléfono, ¿se
traba, quiere decir una palabra y le sale otra, le cuesta explicar el motivo de
su llamado, confunde el nombre de la persona por la que pregunta, no recuerda
si habló antes o si ya se le explicó eso por lo que pregunta...?
Si la respuesta es afirmativa, entre la
vida y usted hay una catástrofe al acecho, esperando el momento oportuno para
presentarse.
Recuerde: el teléfono es una herramienta,
igual que un martillo, o una pistola; úselo con precaución. Y tenga mucho
cuidado cuando lo ponga debajo de la almohada.
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Pasan los días —los santos últimos días—
y me convenzo más y más de que no voy a poder pintar mi autorretrato porque me
saldría igual que aquel famoso cuadro de Munch.
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Si hubiera sabido hace cuarenta años lo
que hoy sé... pero, está bien, supongo que así es como deben ser las cosas,
como han sido siempre; no sé qué habría hecho en los siguientes cuarenta años,
de la misma forma que no sabría qué hacer en los próximos cuarenta.
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Muchas veces, más en los últimos tiempos,
me pregunto que pasa por la cabeza de esas personas que hacen lo que hacen como
un bien a la humanidad. ¿Cuál será esa humanidad a la que se dirigen? Una
fantasía creada para su propia satisfacción. En última instancia, la muerte
puesta a dirigir sus pasos; de la búsqueda de eso que podría llamar impunidad
biológica —originada en la creencia de que es mejor demorar la llegada de la
muerte, que es mejor morir después y no antes.
Detrás de lo dicho se delata un secreto a
voces: cada quien se adjudica un valor aun cuando nadie acierte a precisarlo,
aun cuando está claro que el planeta recuperaría su equilibrio si la humanidad
desapareciera, un equilibrio que la misma humanidad ha puesto ahí (o quitado,
al negar su opuesto) y que al planeta no le podría importar menos.
En suma, que la vida, salvo muy pocas
excepciones, resulta una película clase B, o más atrás —muy pocas excepciones.
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Todo el mundo miente, dice House, y
quienes lo escuchan sonríen como si compartieran un chiste que solamente ellos
pueden apreciar. Pero ninguno tiene la menor idea de la profundidad de eso que
House acaba de afirmar —y seguirá diciendo cada tanto. Porque cada uno de ellos
es la mentira de sí mismo; creen de sí lo que se dicen de sí: esa imagen que
ven en el espejo y es un dibujo de la idea que tienen de sí y de lo que hay
alrededor. Sentado en la mesa del rincón, a medias en la oscuridad, los
observo; y los desprecio.
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Ya lo había pensado antes, hace muchos
años, puede que treinta, o más, sí, puede que hasta cuarenta: que las notas que
dejan los suicidas son inútiles. ¿Qué le podría importar al suicida lo que
ocurriera después, lo que cualquiera pudiera pensar, el reparto del contenido
de sus bolsillos? Claro que, por otro lado, eso es precisamente lo que hacemos
los escritores: llenamos cuadernos, gastamos hojas y hojas de papel, imaginamos
una y mil notas de suicidio; todas verídicas, todas falsas, empujadas contra su
voluntad hacia la perfección.
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Basta de tanto “Felicidades” entre
personas que ni siquiera se han dado un beso (!!!) (22.12.13)
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Las personas que nunca volvieron de su
viaje de egresados se me tornan particularmente despreciables en estos días.
(23.12.13)
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Hoy comenzó la semana muerta . . .
(jueves 26.12.13)
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Como me cortaron la luz, te corto la
calle.
Y ya que estamos quemo unos neumáticos.
Y te rompo la vidriera —faltaba más.
(jueves 26.12.13)
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Esto de salvar el Ártico me suena a
excusa grandilocuente para no ayudar a esa familia que vende hielo en la
esquina.
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No hay justificación para quienes se
comportan salvajemente; es muy fácil pegarle a quien no se puede defender
sencillamente porque está más cerca.
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La culpa es de este (mal llamado) pueblo,
y su veneración por la ignorancia.
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Me surge la pregunta por los políticos y
sus ambiciones; y sus deseos de hacer el bien... ¿ a quién; a esta manga de
cerdos pagados de sí mismos?
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Se fomenta la lucha de clases para
alimentar la lucha por el poder; por humillar al “oponente”; por decirle
“¿viste que yo tenía razón?” Y, del dobladillo menos pensando, para
desacreditar a una mujer metida en política, alguien la manda a zurcir las
medias... en otra época, cuando se veía que una mujer manejaba un auto, los
machos le gritaban “andá a lavar los platos”... lo cual no dejaba de ser una
flor de mariconeada, vamos.
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Nací en esta ciudad llamada Buenos Aires,
la Capital Federal, en el número 3434 de la calle Galván, en el departamento C,
el que estaba (y creo que sigue estando) al fondo del pasillo... curiosamente,
unos cuantos de mis personajes nacieron ahí, claro que esto es pura casualidad;
entre Manuela Pedraza y Núñez, justo frente a donde desembocaba el pasaje
Shakespeare (para el cual, como ya dije otras veces, no había que buscar una
pronunciación británica porque nadie del barrio te iba a entender). Sentado en
el umbral de calle, podía ver la desembocadura del pasaje y su vereda de
enfrente hasta tres o cuatro casas; para verlo completo, había que sentarse en
el umbral de la casa de repuestos, desde ahí se podía ver todo su recorrido y
ambas veredas, hasta su inicio, allá en Valdenegro. Cualquiera que mire un mapa
puede ver que esa dirección, Galván 3434, queda mucho más cerca de la Avenida
General Paz que del río; a pesar de lo cual, por nacimiento, se me puede llamar
porteño. Tiene su atractivo esa palabra, porteño, pero más que nada cuando se
la mira etimológicamente; con el pasar de los años, desde aquel fortuito día de
enero de 1954, me fui dando cuenta de que podía ser usada también de manera
peyorativa. Aun cuando pareciera que para diferenciarse de quienes
verdaderamente nacieron cerca del puerto, apareció esa otra palabra, portuario,
la cual los porteños, unos cuantos de ellos, parecen colocar un poco por debajo
de la otra; un poco y también mucho según los anuncios del servicio
meteorológico. Si se mira en el mapa, se ve que tenía que andar media cuadra
hasta Núñez y una hasta la Avenida Republiquetas, hoy vuelta a bautizar
Crisólogo Larralde... costumbre, si no argentina, por lo menos de esta ciudad
eso de cambiar el nombre de las calles según la tendencia (o el capricho) de la
política en el poder; claro que las viejas costumbres tienen tendencia a
resistirse ante la muerte: hasta que me fui de aquel barrio, en 1973, muchos
seguían llamando Guayra a Tamborini; y, hoy en día, en mi barrio, muchos le
seguimos diciendo Avenida del Trabajo a la Av Eva Perón, y muchos vamos a
seguir en ese tono hasta que nos muramos; muchos incluso le seguimos diciendo
Monte a la que actualmente se llama Baldomero Fernández Moreno, aunque en este
caso debo confesar que me he descubierto muchas veces llamándola Baldomero, a
secas, pero se trata de un caso especial y cercano a mis afectos, no tiene
relación con un bautizo fundado en motivaciones de origen dudoso o en
intenciones todas de la boca para afuera. Pensemos que si no hubiera asesinado
tan abiertamente y, claro, perdido la guerra, muchas avenidas de Italia se
llamarían hoy Mussolini. Por lo dicho, quiero que tengas en cuenta que vivir en
una ciudad o, más aun, haber nacido en ella, no necesariamente implica que se
compartan los pecados de sus habitantes más mediocres, ignorantes y
prescindibles; aunque sí que somos parte de una minoría sometida. Decía que
tenía cuadra y media hasta Republiquetas y ahí, justo en la esquina, cruzando,
comenzaba el vivero (del que hoy queda poco y nada de lo que era por aquellos
días), y caminando por su vereda, que era de asfalto, se llegaba hasta la General
Paz sin tener que cruzar ninguna otra calle; por eso la usábamos para las
carreras de bicicletas, tanto en verano como en invierno; había que tener
cuidado, claro, porque no era muy ancha, unos tres metros, y si venía una
persona caminando hacia nosotros se volvía aconsejable saltar a la calzada de
Galván, la cual a pesar de haberse transformado en avenida ni bien cruzada
Republiquetas, no ofrecía los peligros que tiene hoy. En un periquete
llegábamos hasta la General Paz y seguíamos en carrera por un caminito de
tierra que había entre los límites del vivero y la avenida; en fin, que le
dábamos toda la vuelta al vivero con las bicicletas al rojo vivo hasta estar de
regreso en Galván y Republiquetas. Aquello parecía más un pueblo de la pampa
que la ciudad capital de un país que se creía siempre más grande de lo que sus
logros dejaban ver; cuna de grandes boludeces, como aquella de que dios era
argentino... si con ello se quería afirmar que estábamos en el purgatorio (ese
invento del medioevo), se podría pensar que estábamos en presencia de una
inteligencia lúcida y corrosiva, vecina del sarcasmo de la más pura cepa, y
ganar así mi simpatía, pero no creo que ésa haya sido la finalidad de quien la
pergeñara. No tenemos que sorprendernos, por lo tanto, de que las pantallas de
la tele muestren una distorsión ganada por la mayoría; porque la mayoría no es
garantía de educación donde el poder se sostiene en el premio al vacío.
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Hay una vereda y hay la de enfrente; y
están quienes conversan en mitad de la calle... en mi barrio, en los sesenta,
no había semáforos, como sí los hay ahora; me imagino que ya no se conversa
tanto como entonces, en mitad de la calle.
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En algún momento del día de hoy termina
la semana muerta; que cada quien sepa elegirlo bien... (31.12.13)
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