miércoles, 1 de enero de 2014

Fragmentos sin futuro 08

   
Durante los últimos tiempos, distintos fragmentos —voces de ninguna parte bien cercana— me dieron plenamente en la cara; algunos son principios de historias, otros son finales, y los más: interrupciones a la mitad; historias todas ellas que nunca escribiré. Imágenes vagas, incompletas, bajas. Corazones de sangre apagada, detrás de unas risas, o de una burla. Para pasar y olvidar. Como los cardones de la ruta.

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No estoy lo que se dice de buen humor; nunca estoy de buen humor (lo que se dice)... pero quien no me conociera, quien no estuviera avisado de esta circunstancia pudiera creer que sí; por lo tanto... esta sonrisa que casi se me escapa de a ratos y sin motivo fácilmente discernible tendrá que tener piedad de sí; y contar su historia en cuanto comience a llover.

(Cosas que ocurren cuando se camina sin rumbo por Rivera Indarte.)

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La gran mayoría de la gente forma sus opiniones a partir de información de segunda mano (por lo menos). Esto solo debería bastar para pensarlo dos veces antes de imaginarse el futuro. O salir a la calle sin sombrero.

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Ocurre, con el dolor, que pasada cierta cantidad es imposible andar llevándolo de un lado al otro.

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Me pregunto si a otros en otras épocas les habrá parecido la suya tan maravillosa muestra de mediocridad.

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Me daba cuenta hoy que, cuando tomo notas, lo hago sin esperanza —con esta última palabra en el sentido más literal que se le pudiera encontrar—; porque nadie entiende el significado de las notas que tomo. Yo mismo, dentro de algún tiempo, cuando las vuelva a leer, porque así me lo hubiera propuesto o porque me las habré de encontrar mientras buscaba otra cosa, tampoco las voy a entender. Unos y otros hacemos el gesto de entender, pero la cosa no va más allá; lo social pide ese gesto para evitar que nos lancemos al cuello del vecino... o, bueno, puede que no del vecino, precisamente, sino de quien esté delante de nosotros, hablando, hablándonos, y fingiendo que el mundo está ordenado; esto último vendría a querer implicar que el suelo está inclinado en la dirección del entendimiento, que es la dirección que el señalado interlocutor ha decidido para ese momento en particular. Sí. Así estamos. Y lo estamos porque lo hemos venido estando desde antes de que nuestras memorias comenzaran a formarse. Alguno podría esperar que agregue que así seguirán estando las cosas en el futuro... pero no; no soy capaz de arriesgarme a tanto. Lo que es más: no me sorprendería que un día de estos la farsa termine. Será por esto que, cuando tomo notas, lo hago sin perder de vista la sonrisa que se me escapa; y que podría querer decir unas cuantas cosas —que nadie entendería—; o ninguna.

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Hace una cierta cantidad de años, digamos unos treinta o cuarenta, había menos policías que ahora; y había también menos crímenes. No estoy muy seguro de qué conclusión sacar de ello, ni siquiera si habría alguna conclusión que se pudiera sacar. Ahora bien, creo que sí podría servir para explicarme por qué me corre un sudor frío por la espalda cada vez que alguien habla de aumentar el número de policías.

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Estoy de acuerdo con que hay tantas personas sin las cuales el mundo sería un mejor lugar que habría que salir a buscarle otro nombre; tengo dudas no obstante de que éste sea el mejor lugar para comenzar.

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Las personas sufren; sufren por esto y por aquello; algunas sufren incluso a plena luz. No conozco a ninguna persona que no sufra.

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Un aire a contradicción rodea al ecologista que se toma una avión para trasladarse al otro lado del mundo.

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Cada vez que alguno le decía que su escritura no tenía el más mínimo valor literario —eufemismo que desplazaba un poco, no mucho, que le parecía una porquería—, este autor, quien se manifestaba ferviente militante de la izquierda, acusaba a su lector de ser un derechista recalcitrante. Viendo esto, Hueso lo llevó aparte y le dijo que pensara un poco en ese asunto, que tenía en sus manos un arma de incalculable poder. “Para terminar con la derecha de una vez y por todas”, le dijo, “nada más tiene que dejar de escribir.”

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Últimamente se he vuelto más fuerte la noción de que vivo en un mundo que nada tiene que ver conmigo. Lo que las personas dicen, las que lo dicen más fuerte y las que lo dicen en voz más baja, todas igual, lo que dicen... tan lejos de mí, tan falto de una buena reflexión, tan desagradable. Lo que espero, una de las pocas cosas que espero, es que este verano tengamos viento en la costa, mucho viento, como en febrero del ’70, como en el ’71; las cosas se volaban; te inclinabas a 45 grados y el viento te sostenía en esa posición. Nadie quería ir a la playa porque la arena te raspaba como lija... eran aquéllos, claro, los mejores momentos para ir a la playa, y correr, y revolcarnos abrazados, ir hasta donde estaba el muelle viejo, el que usaban los pescadores y que si te descuidabas se caía a pedazos con cada paso que dabas hasta llegar a la punta. Sí; no me gustaría tener que irme sin tener un verano con buenos vientos que barran la playa de sur a norte; que hagan volar los papeles que los escritores sin remordimientos llevan en mochilas viejas, medio descosidas, con los cierres que cierran mal, y lo disfrutan. Vientos que se coman el sol y lo escupan lavado, a medio digerir, para que los supermodernos duden antes de gritar que no pueden salir antes de colocarse el gel bloqueador. La cara aplastada contra el viento, los pelos como los llevaría, orgullosamente, el Pájaro Loco en las tapas de aquellas revistas mexicanas. Un buen verano ventoso que se pueda disfrutar porque lo que importa está tan atrás que nos habla como desde un sueño. Una cuestión de presiones diferentes entre sitios diferentes, igual que pasa entre el mundo y yo.

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Anduve pensando que lo próximo que escriba será con una tiza en la vereda.

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Hace unas noches me crucé con esto que R (su jefe) le dijo a Ashenden: “Hay una cosa que creo que usted debe saber antes de asumir este trabajo. Y no lo olvide. Si lo hace bien nadie se lo agradecerá y si se mete en problemas nadie lo ayudará. ¿Eso le parece bien?”[1]

Y pensé que ser espía era muy parecido a ser escritor.

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La mayoría del tiempo, le dijo, me gustaría estar en otra parte. Y fue ahí cuando descubrió el motivo de tanta envidia.

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Ya le había mostrado casi la mitad de las fotos de aquel encuentro cuando su amigo le preguntó: ¿Son siempre así, quiero decir: los escritores cuando se encuentran? Bueno, le respondió, no todos son escritores los que van a estos encuentros... y se arrepintió de lo dicho mucho antes de que el eco le hiciera notar la inexactitud que cabalgaba en sus palabras. Quiero decir, retomó, que puede ser que, unos más, otros menos, todos tengan alguna página escrita, pero eso no los vuelve, necesariamente, escritores, son aficionados a las letras y, cada tanto, algunos se ponen a escribir... acá le volvió a pasar lo mismo que antes. Sí; ahora que lo pienso, todos escriben; la mayoría muy mal, te voy a ser sincero, son bastante mediocres... mucho. Muy mediocres... Pero ¿Te referías a las fotos?... Sí, regresó su amigo de su rol de escucha; se los ve a todos muy serios... ¿cómo se hace para saber si no están aburridos? Se acercó las fotos a la cara y pasó unas cuantas. Era cierto que estaban todos muy serios; nunca se había detenido sobre aquellas imágenes de ese modo. En realidad, daban la sensación de estar todos abrumados; fastidiados casi. ¿Sería el efecto que producía lo social de aquel espacio? Y la conversación se fue por otros caminos.

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Todos trabajan para convencerte que su engrandecimiento será para beneficio del pueblo; y la única diferencia entre ellos es el tiempo que van a tardar en matarte; algunos de hambre, otros como carne de cañón. La cadena con la que te sujetan se llama odio, al alimento le dicen esperanza. La democracia les sirve de excusa y les permite disimular que la buena gente, la poca buena gente estaría mejor sin ellos. De poca monta o de mayor, son todos criminales. El aplauso habla mal de ellos y de sí. Lamentablemente, para hacer lo mínimo, hay que creer en la existencia de un mérito. Por mi parte, el único dedo que me permito mover es el meñique, lo alzo para dejarles mi maldición.

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Dicen por televisión que la barra-brava de un club anduvo haciendo destrozos, y pasan las imágenes, y las repiten, y les dan de comer sin fin... No importa si quienes le dan tiempo de aire a esas imágenes son boludos o hijos-de-puta: el efecto es el mismo. La democracia les garantiza sus derechos, dicen. Pero la democracia no es eso; lo que la democracia es todavía está por verse.

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Cualquiera con el interés suficiente, no mucho más, apenas el suficiente, podría trazar un retrato de mí con solamente revisar las marcas que dejo en el margen de los libros. Un retrato cuya sonrisa sería lo último en formarse.

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No existe un gracias que alcance para Miles Davis.

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Unas cuantas escritoras, entre ellas Alice Munro, Iris Murdoch, Ursula K Le Guin, Sylvia Plath, tienen una deuda importante con Virginia Wolf.

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Y entonces, como si le hubieran dado una trompada en el estómago, me dijo: A los esclavos, para que estén contentos, no es la libertad lo que hay que darles... Oro... dijo, desde un resto de aire que parecía venirle desde más allá del mar. Lo que hay que darles es oro.

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Estaba subido a una tarima y hablaba desde un metro o más del piso donde el resto de los mortales nos íbamos haciendo viejos. Estos samaritanos, decía; esto samaritanos que se la pasan yendo de una cárcel a la otra... no sé qué valor le dan al tiempo, a su manera de gastarlo. Se apoyó en el bastón, una madera negra que habría podido ser más recta pero un guiño de humildad le aconsejaba no hacerlo; y siguió: O quienes están encerrados en las celdas son criminales y está muy bien que se pudran ahí. O es el sistema judicial el que está mal y es acá donde habría que hacer cambios.

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Esas obras de teatro donde los actores se vuelven locos, exaltados, ruidosos... lo mismo que esos autores, o lectores llanos, que leen poemas a los gritos... Dio una pitada al charuto medio apagado y se pasó la otra mano por detrás de la cabeza, como quien se está por rascar pero cambia de idea porque descubre que nada le picaba; y siguió: Me quiero lejos, muy lejos de ellos; ninguna distancia sería grande para semejante lejanía.

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La lucha se vuelve una parodia cuando las denuncias se hacen por las dudas, o los huecos que da el oportunismo.

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También colaboran a la confusión, claro, los sordos que se vuelven eco de cualquier cosa porque les suena bien.

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Los montoneros creían que luchaban por el pueblo; algunos lo siguen creyendo... No hay peor pelotudo que el pelotudo que asesina.

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Los comunistas también asesinan.

El ERP también estaba arriado por pelotudos; los pelotudos siempre andan arriando pelotudos.

Y también creaban mártires.

De lo que nadie parece darse cuenta es de que el comunismo es una criatura del capitalismo. Fidel castro ha sido una de las mejores banderas del capitalismo.

Y, claro, los líderes nunca aceptan la responsabilidad por los muertos en sus propias filas. Nunca aceptarán que requieren carne de cañón.

Lo más gracioso es cuando los líderes de la izquierda hablan con los tics de los ejecutivos de las más altas multinacionales.

Y usan la Internet !!!
Y usan YouTube !!!
Y aparecen por TV !!!

Un día de éstos va a aparecer uno que va a declarar que es la reencarnación de Troski

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Estaba sentado en el umbral de la puerta de casa y vi que venía el colectivo.
El umbral de la puerta de casa era un sueño.
Acorde a la fecha, el que venía era el colectivo 56 o el 140.
Y, si todo era más antiguo aún, ya no era el colectivo sino el trolebús 310.
Ya entonces conocía cómo era la tristeza. Pero, con el Tata y la Mabuela, se notaba menos; poco y nada.

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Cada quien tiene un plan. Y cada plan está basado en la visión que cada quien tiene del mundo. La armonía es perfecta. Por eso, cuando el mundo no responde de la manera como debería, lo primero que cada quien piensa es que el mundo responde mal, imperfectamente. Seguidamente, el martillo pasa de herramienta de construcción a una faceta nueva. Lo mismo les ocurre a las ideas. Las de cada quien. Perfectamente.

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Esto me hace recordar, me dijo, una ocasión cuando acompañé a un muchacho que había conocido en la cola de Los Dos Chinos, la que estaba en Santa Fe y Bulnes, y que resultó ser que lo conocía a Jorge, aquel filósofo de frente hasta la coronilla... bueno, ya me fui por las ramas; te decía que lo acompañé a una reunión donde se iba a encontrar con algunos de los que habían sido sus compañeros en la primaria; cuando llegamos había como una docena ya en el lugar. Lo acompañé porque después, justamente, teníamos que estar en una reunión del filósofo, Jorge, donde se iba a debatir a cerca de Heidegger y sus sombras de Husserl. Y, mientras yo me quedé junto a una mesa donde había vino blanco, jugo de naranja y otras bebidas que no acerté a saber qué eran y no me animé a llevarme ninguna a la boca, este muchacho se puso a hablar con sus viejos compañeros como si se hubieran visto ayer; y de pronto noté que estaban hablando de sus perros... La escena me impactó, creo que no se me va a borrar nunca de la memoria; y lo recordé porque es justo como ahora, acá: una docena de personas hablando sobre perros muertos.

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Es inútil describirle a una persona cualquiera un lugar donde no ha estado, le dijo, nunca lo va a poder captar como es; siempre se le va a escapar un aspecto y éste resultará que era fundamental. Claro que, por otra parte, no tendría ningún sentido contarle a nadie acerca de ese lugar que sí conoce. Acá fue como si una ola me hubiera pegado por sorpresa, como ésas que llegan cuando uno se entretiene en mirar un pájaro que justo levantó vuelo desde la orilla o un perro que corre detrás de un papel llevado por el viento; y una sonrisa me ganó la cara: Puede que ahí esté la cuestión; y escribir sea, justamente, contarle a cualquiera acerca de ese lugar donde ha vivido toda su vida.

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Y allá íbamos a ir; una fiesta; no recordaba en casa de quién. Y salí de casa, el tercer departamento al fondo del pasillo, de la mano de papá para ver si pasaba un taxi por la puerta o tendría que ir hasta Congreso, la avenida que estaba a poco más de cuatro cuadras. Vestía yo aquel trajecito de color verde oscuro, de pantalones cortos y corbata con elástico. Cuando llegamos, el salón estaba repleto, había gente por todas partes; había unos chicos y unas chicas, todos más grandes que yo; sí, la situación estaba clara: era yo el más joven de todo aquel salón. El humo de un cigarrillo me hizo parpadear. Y, cuando miré de nuevo, era yo, de todo aquel salón el más viejo.

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¿Pero por qué  decís que vas a vivir hasta los sesenta? ¿No te gustaría vivir hasta los ochenta?, le exclamaba en le cara, entre un sorbo de whisky y el siguiente. No digo que no voy a vivir más allá de los sesenta, le respondió desde una posición que, se notaba, era incómoda, me preguntaste, y no ha sido la primera vez, y te dije que pensaba que iba a vivir hasta los sesenta... acá se detuvo como frenado por una mano interior, una mano que le era propia pero no completamente. Pero pongamos que así fuera, que me gustara eso de vivir hasta los sesenta y ya. El otro se dibujó a sí mismo una sonrisa, no le salió muy bien, pero ahí estaba. Vivir hasta los ochenta me suena mucho mejor. Sesenta... ochenta... ¿cuál sería la diferencia? Veinte años, le replicó rápidamente, como para que la respuesta no se fuera a caer de la boca hacia otra parte. ¿No son poca cosa, veinte años, no? Se arrellanó en el sofá y entrecerró los ojos antes de que las palabras que siguieron cobraran vida propia: Una vez que han pasado, sesenta suena mejor que ochenta.

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Aquello que se viene diciendo acerca del propio tambor está decididamente sobrestimado.

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Estaba pensado en los escritores que nacieron diez, quince, veinte años antes que yo, y se murieron por allá atrás en alguna parte, y ahora resulta que soy más viejo que ellos.

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Ayer soñé que me despertaba en un pueblo a orillas del mar habitado por fantasmas que no hablaban; por un momento pensé que era el paraíso del que tanto me habías hablado.

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Dice Molinari:
—(...) Mire, los faquires y los yoguis, con sus ejercicios respiratorios y sus macanas, saben una porción de cosas (...)

H Bustos Domecq; Seis problemas para don Isidro Parodi; Sur, BA, 1964

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¿Viste cuando estás hablando con una persona para tratar de resolver un entuerto que esa misma persona ocasionó y a cada rato te dice que lo que menos quiere es complicarte y ahí mismo ya sabes que estás frito?

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Me dicen que estaba por ahí, que estaba por allá, hasta que un buen día dejé de estar...
¿Es eso posible? Una persona debe estar por alguna parte. No importa si en un lugar desconocido por todos.
Claro que, según me dicen, conmigo no ocurre así; parece que no.
Pero lo que parece resulta, por literalidad, inestable. Desde un lugar se muestra de un modo y desde otro de manera diferente. Hasta pudiera no mostrarse, pero igual observar la escena desde la sombra.
Escribo desde esa misma sombra que hoy me da tu atención. Y la misma sombra, también, cambia de nombre.

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Adiós, dijo; volveré más viejo.

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¿Cómo vivir rodeado de gente que es feliz cuando gobernada por criminales?

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Comencé esta mañana mi lectura de “Chance”, de Joseph Conrad; lo que no sabía era que, al dejar atrás la página 15 y entrar en la 16, me iba a encontrar, felizmente, con mi viejo amigo Marlow —veo que mi madrina aún vela por mí.

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Como dice Conrad —o le hace decir al personaje de turno, para ser exacto—: el mejor día de tu vida es, al fin de cuentas, eso: un día; y nada más.

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Mire, lo increpó; si usted quiere saber qué es lo que pasará el día de mañana, lo único que tiene que hacer es revisar lo acontecido ayer.

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Uno de los problemas que presenta la democracia es que liquida lo extraordinario.

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Nunca llego a comprender del todo de dónde sale este convencimiento, en las personas, de que el otro necesita su ayuda, cómo le son poco menos que indispensables; sobre todo cuando no las llama.

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Hace treinta años habría jurado que el paso del tiempo provocaría mejores modos del pensar, algunas ideas, un buen dormir. Pero, bien mirado, aquellas expectativas estaban mal fundadas, se apoyaban en puras expresiones de deseo; en que la inteligencia sostenía la especie humana.

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El deporte es la fantasía de los tiranos.

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No cabe sorprenderse de los actos de esta muchedumbre, sumida en la superstición, que algunos, por conveniencia, todavía llaman el pueblo.

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No sé cuánto hacía que estaba ahí, tirado, con la cabeza apoyada en aquella piedra; había comenzado a llover hacía unos minutos. El agua me chorreaba por la cara, hacia el costado derecho, dado que la tenía un poco inclinada hacia ese lado para poder mirar hacia el mar; hacia el otro estaba nada más que la subida hacia la ruta de tierra, era una subida de piedras y arena y restos secos de plantas traídos por el viento y amontonados en esos huecos donde se enganchaban para siempre... esta última palabra me resonó y una sonrisa me ganó aquel pensamiento. Y fue entonces, lo más seguro a causa de esa posición en la que me había dejado mi deambular, o puede que mi restar importancia a las decisiones, como si cada una fuera nada más que una anécdota puesta sobre mí como al descuido... fue ahí, te decía, cuando me puse a pensar en aquella especie de testamento que había escrito hacía ya tanto tiempo y que ni idea tenía en manos de quién habría quedado, una hoja de mi cuaderno donde explicaba que quería un funeral en el mar, el cuerpo envuelto en una lona cosida con hilo sisal y un peso atado a los pies, el suficiente para ayudarme a llegar al fondo. Recuerdo que pensé que seguramente el estado iba a presentar mil razones por las cuales aquello no sería posible; cuándo no: metiéndose en las decisiones más íntimas de una persona como si quienes lo administran lo supieran todo mejor; a la luz cegadora de su sabiduría resulta mil veces más deseable el ser manoseado por ignorantes anónimos en aquel galpón previo a los hornos de incineración. O aquella otra vez cuando, mientras anochecía, miraba hasta lo invisible desde arriba del acantilado que está al borde de la 11, en el camino entre el faro y la Barranca de los Lobos, sopesando si era aquél, o no, el momento justo para pegar el salto. Me acuerdo de que me distrajo un perro; e, inmediatamente, me acordé de Conrad y de que me faltaban dos tres de sus libros por leer; y me senté sobre aquel borde a fumar un lucky como si se tratara del primero.

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Ayer, mientras hacía tiempo mirando el noticiero, me asaltó de improviso la sensación de estar extrañando la guerra fría.

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Ciertamente, el mundo no es buena compañía; en el final, y apretado contra las cuerdas, termina por revelarse una multitud que molesta.

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Me dan mala espina quienes hablan de política por la internet y creen que saben de lo que están hablando y son un cliché en persecución del siguiente.

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Hace unos minutos terminé de leer “Chance”, acompañado por unas risas que serán otra de mis deudas con Conrad desde hoy y hasta siempre.

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Buck Mulligan: the kind of guy I would gladly show the way out the window.

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No man’s heart aches forever. (Homer Jackson; on Ripper Street)

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Cada vez que alguien se larga a hablar, imagino que la palabra “entropía” cuelga sobre su cabeza —por acá comenzará el fin de la política como actividad aristocrática.

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Abrí un kiosco para la venta de combinaciones de palabras y resultó que los únicos cinco interesados en comprar estas primeras horneadas viven al otro lado del mundo.

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He descubierto que en este afán de que en el uso de los sustantivos en plural donde antes alcanzaba con utilizar el masculino, dado que se entendía que abarcaba ambos sexos, ahora que hay un empeño en que se diga el femenino junto al masculino, la discriminación se vuelve, si no mayor, por lo menos patente.

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Cuando mi familia se mudó a Flores, a mediados de 1973, la casa nueva estaba a una cuadra de la Avenida del Trabajo; los años fueron pasando y resulta que ahora vivo en la Avenida del Trabajo entre Hortiguera y Puan, frente al Parque Chacabuco. Me dicen cada tanto que esta avenida ya no se llama así. Y me sonrío porque los cambios de nombres en las calles siempre obedece a intereses que poco y nada tienen que ver con quienes viven en ellas. Y esos nombres nuevos y de ocasión quedan para quienes nunca conocieron su nombres viejos. Así pasa el tiempo. Cambian las generaciones y cada persona cree que el mundo la esperaba con los brazos abiertos; y el nombre de esa calle cuyo pasado ya no tiene valor también sonríe.

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Estaba mirando “Brideshead Revisited”, que es una película inglesa de 1981 la cual está dividida en varios episodios, lo que por entonces solía llamarse una miniserie, y comienza cuando dos de los personajes principales, uno de ellos es el narrador, están estudiando en Oxford y es el año 1923. Avanzado el relato, los personajes aparecen en otro escenario y es 1925... y ahí, como traído por un espíritu que justo pasaba pensando en si haría llover o no, pensé: Conrad murió el año pasado.
Supongo que de estos instantes es de los que nos habla el “Ulysses” de Joyce.

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No hay paraísos; queda ese borrón de la mente cuando el sol, cansado de la insistencia de la olas, se va.

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Conversando durante la cena, o escuchando conversar —que es lo que más hago, dado que tengo las mandíbulas ocupadas en masticar y no estoy ducho en la realización de tareas múltiples y simultáneas—, me detuve como quien ve llegar el carro del lechero por Galván para detenerse en la esquina con Shakespeare y abrir uno de los tachos y meter el jarrito medidor para llenar la lechera que doña Juanita ya viene revoleando medio a los chancletazos desde la casa de la torre donde, arriba y un poco antes del pararrayos, puede leerse: “1916”. Alguien había dicho algo acerca de que si le mandaba una carta al papa éste seguramente le respondería con unas líneas; para agregar que la iglesia católica estaba pasando por una transformación... Fue acá cuando cometí el error de suspender la masticación; y tragar. Y comenté que la iglesia hacía rato ya que no dejaba de transformarse; todo fuera para no perder su lugar entre las empresas capitalistas más pesadas de nuestro planeta. Que la verdadera iglesia católica era la de la Edad Media, aquel tiempo cuando su dios no andaba dando explicaciones... Por suerte, no estábamos en Nochebuena.

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El otro día se me vino la vocecita y me comentó sobre el purgatorio, pero enseguida me distraje y se me fue; cuando vuelva lo dejaré por ahí como cuando caminaba y cambiaba de lugar piedras que encontraba por el suelo.

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No estoy al tanto de todos los desmanes que andan por ahí. Algunos llegan hasta mi puerta y me sorprende que nadie diga nada. Bueno... ya no me sorprende tanto: la vejez tiene estas cosas; pero igual me gustaría que hubiera otras voces tomando distancia y negándose a ser revolcadas en este barro tan poco ecológico. Porque la ecología tendría que ocuparse de estas cosas también; basta con revisar la etimología de la palabra.

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Estaba mirando el noticiero y escuchaba a una persona que contaba que había, junto con otros vecinos de su barrio, cortado las vías del ferrocarril para llamar la atención acerca de unas discrepancias que tenían con las autoridades de su zona. No era difícil darse cuenta de que estaba mintiendo. Si lo que buscaban era llamar la atención, habría bastado con se desnudaran en el andén.

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Cuando el pastor del pasaje Craig predica que la unión hace la fuerza, la asistencia perfecta de los muchachos de la patota le hace un guiño a la bombita rota del farol.

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Esto de que haya que explicar cada paso desemboca en la mala literatura; irremediablemente.

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La felicidad es un concepto abstracto pergeñado por intereses creados.

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Días pasados, durante una conferencia de prensa, Fito Páez se exacerbó tanto que se le cayó la dentadura postiza, atravesó el piso y se fue derecho al infierno.

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Los populistas están convencidos de que incluso lo que roban es en bien de pueblo.

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En su camino al infierno, la dentadura de Páez tropezó con los frascos de tintura vacíos de Víctor Heredia.

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Más que un alivio resulta una alegría saber que hice lo que me dio gusto hacer antes de que existiera el FaceBook.

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En la película “Shadowlands” hay un personaje que se llama Peter Whistler y que está estudiando en Oxford y es alumno de C S Lewis; en una escena, en el tren, Whistler le cuenta a Lewis que su padre ha muerto hace algunos meses y que ahora, habiendo dejado Oxford, es maestro; tras lo cual Lewis recuerda que el padre de este muchacho también era maestro, cosa que su alumno le confirma; Lewis recuerda también una frase Whistler le había referido y que había sido dicha por su padre; y es para darte esas pocas palabras que escribí todo lo anterior: Leemos para saber que no estamos solos.

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Ayer me llegó una invitación para leer la revista bautizada “Maten al mensajero”...
Mi respuesta fue (y lo sigue siendo) decir que no; y dejar que pase de largo en su busca de necesitados de aplauso.

PS: Me hizo recordar a cuando una persona se llama a sí misma “poeta”.

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No he encontrado todavía una sola persona que diga de la muerte eso mismo que la muerte susurra parada sobre el hombro izquierdo cuando se enamora.

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Si al nacer le fuera otorgada a cada persona una cierta cantidad de palabras para usar durante toda su vida, igual habría mucho desperdicio.

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Viejo; te morís y ya cualquiera se siente autorizado a decir cualquier cosa. A pesar de su juventud, Tutankamón fue un genio. Seguiré sus pasos.

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Quien mi tumba profanare, sorpresa grande se llevare.

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Y quien nombre tumba, tumba nombra.

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Hace unos días vendí un libro de Emeterio Cerro; y con lo que junté me compré: Blandings Castle (de P G  Wodehouse), The Weird Ones (de Poul Anderson y otros; una antología), Penguin Science Fiction (una antología recopilada por Brian Aldiss), 100 Years Of Science Fiction (una antología recopilada por Damon Knight), Science Fiction: The Best Of The Best 2 (una antología que no recuerdo con exactitud quien recopiló, creo que fue Judith Merril), Surprises (de O Henry), The Penguin Poets (una selección hecha por Cecil Day Lewis), Uncle Spencer And Other Stories (de Aldous Huxley), Portnoys Complaint (de Philip Roth), She: A History Of Adventure (de Rider Haggard), y A Double-barrelled Detective Store (de Mark Twain). Encima me sobró plata. El fantasma de Emeterio me mira y sonríe.

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(...) cualquier número, cuando dicho, pierde su vértigo; se me ocurre que el vértigo depende, en buena medida, de un bloqueo en el decir, de un vacío de palabras; no que las palabras no anden por alguna parte, sino que se nos vuelvan inalcanzables, lo cual, se me ocurre también, es peor que si no existieran.

(De una correspondencia interceptada de abril del 2008)

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Se puede vivir con dolor, ¿sabías?... espero que no, que no lo supieras ni lo sepas nunca: se vuelve como el ruido —el dolor— a tal punto que sobresale cuando disminuye, tanto que uno diría que se burla de la palabra “novedad”... Pero no estoy diciendo mucho, ¿o sí? O tal vez sí pero no de lo que yo creo sino de las sombras que me rondan, o del lugar que yo, como sombra, rondo; una más entre otras; no sé si muchas... probablemente no. Lo calmo, lo triste; o puede que otra cosa; lo tirante entremedio, pero no un objeto, como podría ser una cuerda, no, sino la tensión misma: un equilibrio en el pico de una fuerza; en crisis, inestable sin doble intención, a su pesar; como el dibujo que hice ayer, de fragmento en fragmento, y que dice: nada, nada, nada... la mente en blanco, salvo por el color que mueve a nacer, a complicarse con las cosas del mundo —la tierra, el agua, el aire— y esta lengua capaz de llegar a fuego —unos pasos de baile— para salir de la escena luego de pasar toda la vida ensayando su reverencia; y la canción de alma ronca que se irá apagando con la noche, las luces de la noche, aliento perdido entre los médanos, garra vegetal, las plantitas del diablo.

(De una correspondencia interceptada de septiembre del 2007)

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Estaba pensando que podía filmarme leyendo un libro y subirlo a YouTube.

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Hoy en día se vuelve necesario un esfuerzo para no ser boludo útil.

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Ya lo dije alguna otra vez, pero insisto: quiero renunciar a la ciudadanía, ¿dónde firmo? Esta muchedumbre no merece siquiera el nombre de pueblo; no quiero estar en la misma bolsa. No sé si es la ignorancia la que neutraliza la vergüenza, o la falta de vergüenza la que permite sentirse orgulloso de ser un burro. Basta de creer que el otro es bueno por naturaleza; le dejás un hueco y te mata sin pensarlo de nuevo. Claro que el año que viene hay mundial de fútbol y los cretinos estarán de fiesta...

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Entre el bien y el mal se desliza una lombriz cuyo nombre pocos recuerdan y pronto nadie sabrá.

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No vale mucho un mundo donde la inteligencia conspira contra la felicidad.

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No se puede esperar gran cosa de una muchedumbre incapaz de separar, de sus desperdicios, papeles, vidrios, plásticos y demás.

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El ojo solamente ve lo que la mente está preparada para comprender. (Henri Bergson)

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Iba pasablemente bien hasta que perdí la cuenta.

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En cada mezcla existe una contradicción, un punto ciego que avisa que no es por ahí; no es de sabio abarcar mucho, se decía cuando apenas tenía edad para comprenderlo; el peso de una voz no es gratuito.

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Me molesta cuando un cuadro está fuera de lugar, cuando una mancha aparece en una foto, cuando un objeto está tirado por ahí y resulta invisible para el resto del mundo; me molesta cuando una persona anda por la calle como si no hubiera nadie más en el planeta; la simetría me molesta... así y todo, con los años, me he enseñado a mí mismo a disimularlo, a imitar los gestos de los otros, a mezclarme; este mimetismo no ha sido a costa de poca disciplina. Me sirve para evitar las invasiones a las que incitan las diferencias; y no tiene vuelta atrás. Cada día me cuesta menos porque lo que me importa va desapareciendo. Te lo cuento hoy porque mañana no sé si será importante; para que sepas por qué ya no te escribo.

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La ignorancia de la que hablo no es la de quien no sabe; la ignorancia de la que hablo es la de quien no tiene amor por el estudio, el conocimiento, el saber.

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Estaba con la gente, el pueblo, reclamando frente a la casa de gobierno para que ese hombre, el gobernador, respondiera por sus tropiezos, sobre todo los llevados adelante a sabiendas, sus pactos espurios, su pago de chantaje a los policías locales, y me decía que era bueno pertenecer a ese fuego, esas llamaradas que ardían y que eran la voz de los hermanos... y fue acá cuando uno que estaba unos metros hacia mi izquierda, dirigiéndose al la figura de aquel hombre, el gobernador, quien no era para nada respetable, ni a todas luces respetado a esas alturas, le gritó: Puto...

Y fue así, de esa manera tan sencilla, que me di cuenta de lo solo que estaba.



Esta mañana me la pasé bloqueando usuarios de FB para que sus comentarios no me aparecieran más en las publicaciones que quienes están en mi lista de amigos (que es como el mismo FB los llama). Claro que en mi lista hay 36, ni uno más y ni uno menos, y muchos están por una cortesía mutua dado que rara vez interactuamos. Y es acá cuando me pregunto por lo que pasa en las cabezas de quienes tienen 1.000, 2.000, incluso más; y cuántos de ésos, entre el delirio y los aplausos, gritarían “puto” a ése que les molesta. Es justo que diga esto en voz alta; porque el día de mañana, pudiera ocurrir que desapareciera yo de sus listas de amigos (que es como el FB los llama), y no va a pasar que me demore a dar explicaciones.

Y eso me hace recordar a ese energúmeno, el ministro de seguridad bonaerense, cuando le gritó “mogólico” a un opositor, como si una persona digna pudiera tomar eso como un insulto. Y, claro, así es la prepotencia... este señor, el ministro de seguridad, Granados; y usan la prepotencia, el abuso del poder, la fuerza bruta, porque saben por instinto que la razón no los asiste —y digo “por instinto” como se dice cuando se habla de los animalitos.



Y, volviendo a quienes tienen esas listas de amigos, laaargas listas de amigos (que es como los llama el FB), me he dado cuenta también que no suelen responder a las intervenciones poco felices de los populistas a quienes han dejado entrar (digo populistas porque ya todos sabemos que ése es el nombre que reciben los fascistas en latinoamérica). Tienen que tener cuidado con esto de no responder; porque, si bien por un lado pudiera ser que sea porque están convencidos de la inutilidad de las peleas a través de la internet; por el otro, y esto no es nuevo, es muy delgada la línea entre esa forma de pararse frente a la necedad y la cobardía.

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Usted, cuando llama por teléfono, ¿se traba, quiere decir una palabra y le sale otra, le cuesta explicar el motivo de su llamado, confunde el nombre de la persona por la que pregunta, no recuerda si habló antes o si ya se le explicó eso por lo que pregunta...?

Si la respuesta es afirmativa, entre la vida y usted hay una catástrofe al acecho, esperando el momento oportuno para presentarse.

Recuerde: el teléfono es una herramienta, igual que un martillo, o una pistola; úselo con precaución. Y tenga mucho cuidado cuando lo ponga debajo de la almohada.

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Pasan los días —los santos últimos días— y me convenzo más y más de que no voy a poder pintar mi autorretrato porque me saldría igual que aquel famoso cuadro de Munch.

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Si hubiera sabido hace cuarenta años lo que hoy sé... pero, está bien, supongo que así es como deben ser las cosas, como han sido siempre; no sé qué habría hecho en los siguientes cuarenta años, de la misma forma que no sabría qué hacer en los próximos cuarenta.

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Muchas veces, más en los últimos tiempos, me pregunto que pasa por la cabeza de esas personas que hacen lo que hacen como un bien a la humanidad. ¿Cuál será esa humanidad a la que se dirigen? Una fantasía creada para su propia satisfacción. En última instancia, la muerte puesta a dirigir sus pasos; de la búsqueda de eso que podría llamar impunidad biológica —originada en la creencia de que es mejor demorar la llegada de la muerte, que es mejor morir después y no antes.

Detrás de lo dicho se delata un secreto a voces: cada quien se adjudica un valor aun cuando nadie acierte a precisarlo, aun cuando está claro que el planeta recuperaría su equilibrio si la humanidad desapareciera, un equilibrio que la misma humanidad ha puesto ahí (o quitado, al negar su opuesto) y que al planeta no le podría importar menos.

En suma, que la vida, salvo muy pocas excepciones, resulta una película clase B, o más atrás —muy pocas excepciones.

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Todo el mundo miente, dice House, y quienes lo escuchan sonríen como si compartieran un chiste que solamente ellos pueden apreciar. Pero ninguno tiene la menor idea de la profundidad de eso que House acaba de afirmar —y seguirá diciendo cada tanto. Porque cada uno de ellos es la mentira de sí mismo; creen de sí lo que se dicen de sí: esa imagen que ven en el espejo y es un dibujo de la idea que tienen de sí y de lo que hay alrededor. Sentado en la mesa del rincón, a medias en la oscuridad, los observo; y los desprecio.

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Ya lo había pensado antes, hace muchos años, puede que treinta, o más, sí, puede que hasta cuarenta: que las notas que dejan los suicidas son inútiles. ¿Qué le podría importar al suicida lo que ocurriera después, lo que cualquiera pudiera pensar, el reparto del contenido de sus bolsillos? Claro que, por otro lado, eso es precisamente lo que hacemos los escritores: llenamos cuadernos, gastamos hojas y hojas de papel, imaginamos una y mil notas de suicidio; todas verídicas, todas falsas, empujadas contra su voluntad hacia la perfección.

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Basta de tanto “Felicidades” entre personas que ni siquiera se han dado un beso (!!!) (22.12.13)

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Las personas que nunca volvieron de su viaje de egresados se me tornan particularmente despreciables en estos días. (23.12.13)

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Hoy comenzó la semana muerta . . . (jueves 26.12.13)

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Como me cortaron la luz, te corto la calle.

Y ya que estamos quemo unos neumáticos.

Y te rompo la vidriera —faltaba más.

(jueves 26.12.13)

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Esto de salvar el Ártico me suena a excusa grandilocuente para no ayudar a esa familia que vende hielo en la esquina.

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No hay justificación para quienes se comportan salvajemente; es muy fácil pegarle a quien no se puede defender sencillamente porque está más cerca.

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La culpa es de este (mal llamado) pueblo, y su veneración por la ignorancia.

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Me surge la pregunta por los políticos y sus ambiciones; y sus deseos de hacer el bien... ¿ a quién; a esta manga de cerdos pagados de sí mismos?

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Se fomenta la lucha de clases para alimentar la lucha por el poder; por humillar al “oponente”; por decirle “¿viste que yo tenía razón?” Y, del dobladillo menos pensando, para desacreditar a una mujer metida en política, alguien la manda a zurcir las medias... en otra época, cuando se veía que una mujer manejaba un auto, los machos le gritaban “andá a lavar los platos”... lo cual no dejaba de ser una flor de mariconeada, vamos.

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Nací en esta ciudad llamada Buenos Aires, la Capital Federal, en el número 3434 de la calle Galván, en el departamento C, el que estaba (y creo que sigue estando) al fondo del pasillo... curiosamente, unos cuantos de mis personajes nacieron ahí, claro que esto es pura casualidad; entre Manuela Pedraza y Núñez, justo frente a donde desembocaba el pasaje Shakespeare (para el cual, como ya dije otras veces, no había que buscar una pronunciación británica porque nadie del barrio te iba a entender). Sentado en el umbral de calle, podía ver la desembocadura del pasaje y su vereda de enfrente hasta tres o cuatro casas; para verlo completo, había que sentarse en el umbral de la casa de repuestos, desde ahí se podía ver todo su recorrido y ambas veredas, hasta su inicio, allá en Valdenegro. Cualquiera que mire un mapa puede ver que esa dirección, Galván 3434, queda mucho más cerca de la Avenida General Paz que del río; a pesar de lo cual, por nacimiento, se me puede llamar porteño. Tiene su atractivo esa palabra, porteño, pero más que nada cuando se la mira etimológicamente; con el pasar de los años, desde aquel fortuito día de enero de 1954, me fui dando cuenta de que podía ser usada también de manera peyorativa. Aun cuando pareciera que para diferenciarse de quienes verdaderamente nacieron cerca del puerto, apareció esa otra palabra, portuario, la cual los porteños, unos cuantos de ellos, parecen colocar un poco por debajo de la otra; un poco y también mucho según los anuncios del servicio meteorológico. Si se mira en el mapa, se ve que tenía que andar media cuadra hasta Núñez y una hasta la Avenida Republiquetas, hoy vuelta a bautizar Crisólogo Larralde... costumbre, si no argentina, por lo menos de esta ciudad eso de cambiar el nombre de las calles según la tendencia (o el capricho) de la política en el poder; claro que las viejas costumbres tienen tendencia a resistirse ante la muerte: hasta que me fui de aquel barrio, en 1973, muchos seguían llamando Guayra a Tamborini; y, hoy en día, en mi barrio, muchos le seguimos diciendo Avenida del Trabajo a la Av Eva Perón, y muchos vamos a seguir en ese tono hasta que nos muramos; muchos incluso le seguimos diciendo Monte a la que actualmente se llama Baldomero Fernández Moreno, aunque en este caso debo confesar que me he descubierto muchas veces llamándola Baldomero, a secas, pero se trata de un caso especial y cercano a mis afectos, no tiene relación con un bautizo fundado en motivaciones de origen dudoso o en intenciones todas de la boca para afuera. Pensemos que si no hubiera asesinado tan abiertamente y, claro, perdido la guerra, muchas avenidas de Italia se llamarían hoy Mussolini. Por lo dicho, quiero que tengas en cuenta que vivir en una ciudad o, más aun, haber nacido en ella, no necesariamente implica que se compartan los pecados de sus habitantes más mediocres, ignorantes y prescindibles; aunque sí que somos parte de una minoría sometida. Decía que tenía cuadra y media hasta Republiquetas y ahí, justo en la esquina, cruzando, comenzaba el vivero (del que hoy queda poco y nada de lo que era por aquellos días), y caminando por su vereda, que era de asfalto, se llegaba hasta la General Paz sin tener que cruzar ninguna otra calle; por eso la usábamos para las carreras de bicicletas, tanto en verano como en invierno; había que tener cuidado, claro, porque no era muy ancha, unos tres metros, y si venía una persona caminando hacia nosotros se volvía aconsejable saltar a la calzada de Galván, la cual a pesar de haberse transformado en avenida ni bien cruzada Republiquetas, no ofrecía los peligros que tiene hoy. En un periquete llegábamos hasta la General Paz y seguíamos en carrera por un caminito de tierra que había entre los límites del vivero y la avenida; en fin, que le dábamos toda la vuelta al vivero con las bicicletas al rojo vivo hasta estar de regreso en Galván y Republiquetas. Aquello parecía más un pueblo de la pampa que la ciudad capital de un país que se creía siempre más grande de lo que sus logros dejaban ver; cuna de grandes boludeces, como aquella de que dios era argentino... si con ello se quería afirmar que estábamos en el purgatorio (ese invento del medioevo), se podría pensar que estábamos en presencia de una inteligencia lúcida y corrosiva, vecina del sarcasmo de la más pura cepa, y ganar así mi simpatía, pero no creo que ésa haya sido la finalidad de quien la pergeñara. No tenemos que sorprendernos, por lo tanto, de que las pantallas de la tele muestren una distorsión ganada por la mayoría; porque la mayoría no es garantía de educación donde el poder se sostiene en el premio al vacío.

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Hay una vereda y hay la de enfrente; y están quienes conversan en mitad de la calle... en mi barrio, en los sesenta, no había semáforos, como sí los hay ahora; me imagino que ya no se conversa tanto como entonces, en mitad de la calle.

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En algún momento del día de hoy termina la semana muerta; que cada quien sepa elegirlo bien... (31.12.13)

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[1] “There’s one thing I think you ought to know before you take on this job. And don’t forget it. If you do well you’ll get no thanks and if you get into trouble you’ll get no help. Does that suit you?” (W Somerset Maugham; The World Over, The Collected Stories Volume One; London, 1954)






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