Fuimos juntos a almorzar, cerca de casa, y entre el flan y el café me volvió a decir que teníamos pendiente el que me hiciera una entrevista. No recordaba (ni recuerdo) cuántas veces me propuso aquella dichosa entrevista y siempre le busqué la vuelta para deslizarme afuera —creo que ésa es la palabra justa, deslizarme, ya que lo hice sin brusquedades, como si en un momento estuviera ahí y al siguiente nadie pudiera localizarme. Un aire distinto nos rodeó en esta ocasión; y me pareció que tenía que hacer un poco más que deslizarme afuera; fue como si, de pronto, a diferencia de las veces anteriores, viera con claridad que faltaba un dato, una información, y que era eso lo que hacía que me volviera a proponer una entrevista.
Así fue que le
dije que no había motivos para que me hiciera una entrevista, que no tenía nada
interesante que decirle.
Aquello era
suficiente; ¿quién podría querer más que aquella declaración de nulidad
personal?... Pero la forma como se me quedó mirando me dio la pauta de que no
me había escuchado bien, que lo que había escuchado había sido una presentación
de falsa modestia. No te voy a negar que un principio de irritación se me coló
por entre los dedos de la mano izquierda; pero justo llegó el café, y una taza
de café —el mío era doble, como siempre— no puede hacer otra cosa que ponerme
de buen humor. Dejé pasar el tiempo de lo que le llevó a mi café llegar a mitad
del recipiente; y, dado que no podía dejar las cosas ahí, ahora menos que
nunca; agregué:
—Prácticamente
nadie tiene alguna cosa interesante que decir; una sola nomás; no, ninguno
tiene. Nadie.
“Lo que pasa
es que no se dan cuenta; creen que sí, pero se equivocan; y nadie quiere
ponerse a pensar a cerca de eso, ninguno quiere descubrir que eso que dice no es
interesante. Tampoco hay nadie que se los diga; que les avise; yo menos que
nadie. Por supuesto que la mediocridad viste las cosas de otro color; pero ya
sabemos (o deberíamos) que siempre habrá aplauso incluso para lo más berreta;
éste es (precisamente) el canto de la mediocridad.”
No tuve que
mirarle la cara, el movimiento de los músculos, ni siquiera si parpadeaba o los
ojos se le habían paralizado, no; enseguida me di cuenta de que ahí no podía
dejar la cosa tampoco.
—Creo que acá
vendría bien —continué, ayudado por el envión que traía— aclarar qué es lo
interesante; ¿no? —esto último fue retórico, ya
nomás con la mirada le indiqué que no se le fuera a ocurrir interrumpirme; de
paso me fijé para ver dónde tenía las manos: una sostenía su platito y con la
otra había llevado la taza hasta los labios y la había dejado ahí desde hacía
por lo menos un minuto; de este modo estuve seguro de que no había encendido un
grabador, o cosa parecida (estos días nunca se sabe en qué paso del andamiaje
anda la tecnología)—. Lo interesante es eso que, cuando se te cruza en el
camino, ya no te deja volver.
Acá le pesqué
una sonrisa. Sí; se había sonreído. Las causas podían ser varias y esto me
desorientó. Pero no podía darme el lujo de perder el paso: venía bien, o así me
lo parecía, y no quería desviarme de ese punto que, al menos hasta ahí, podía
ver claramente a unos pasos de distancia. Así que le dejé pasar ese gesto medio
de costado, y seguí:
—Ya lo sé, no
es ninguna novedad, que nunca se puede volver, no en realidad; ese verbo viene
a llenar una ilusión. Nos vamos de un lugar y, cuando volvemos, no es el mismo.
Si pasa poco tiempo, unas horas, unos días, apenas se nota el cambio; pero si
regresamos a un lugar al cabo de varios años, digamos diez o más, nos damos cuenta
enseguida de lo que falta y de lo que sobra.
Todo lo
anterior lo dije con los ojos desenfocados, cosa de no ver si hacía algún gesto
que pudiera sacarme de la pista por la que me movía tan cómodamente.
—Claro que
—proseguí— todo esto es anecdótico y no hace ningún aporte nuevo. Lo que
importa es que nadie quiere que desaparezca la cama en la que durmieron la
noche anterior; o la casa. Lo interesante se ubica en la superficie del muro
que llamamos realidad y le dibuja primero unas grietas y después las va alargando
y ensanchando hasta que los ladrillos caen y se desparraman sin un plan previo.
Ni siquiera el pasado se salva; la memoria se tuerce pero no como la aguja de
un sacacorchos sino en desorden. El común de la gente no quiere saber nada de
lo interesante, prefiere los relatos de oficina, seguros de que llegará la
hora, sonará el timbre y se podrían ir de regreso a los lugares que tienen por
seguros.
Tomé un sorbo
del poquito de café que me quedaba en la taza, frío como estaba, y unos del
whisky que el mozo me terminaba de traer.
—No sólo no
hay nadie que tenga nada interesante que decir —agregué—; nadie quiere decir lo interesante. Incluso como acto reflejo, se huele el
peligro.
Bajó la mano
izquierda que todavía estaba agarrada el platito, también la derecha hasta
apoyar la tacita en el platito, ninguno dudaba de que su café estaba también
frío. Creo que hubiera querido tomarse un trago de mi whisky, pero lo tenía yo
a buen recaudo entre las manos. Con la cara seria me dijo:
—No te convoco
más para dar ninguna charla sobre nada.
Tomé otro
sorbo de whisky y dije como si tal cosa, medio como al aire:
—Vos te andás
mucho con delicadezas.
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