miércoles, 26 de marzo de 2014

Las luces de la sala

   
Arranqué una hoja de la libreta y escribí ahí tu nombre. Me puse el papel en el bolsillo y, durante semanas, lo llevé de un lado para otro. Un día, la Mabuela decidió que era tiempo de darle una lavada a aquel pantalón y recién descubrió el papel cuando lo estaba planchando. Me dejó el pantalón sobre la cama y el papel, planchado también pero con los efectos del tiempo, el agua y los trajines grabados en la superficie y más adentro. Al día siguiente, por la tarde, me fui hasta la zanja que había al costado de las vías, ésa donde el agua no sabíamos de dónde venía pero sí que lo hacía a buena velocidad. Llevé un barquito de papel, el cual ya tenía armado desde la mañana, puse aquella hoja de la libreta con tu nombre en él, le prendí fuego a una punta; y los dejé ir en la velocidad de las aguas. Los vi por última vez antes de pegar la curva y entrar en el caño que pasaba por debajo de las vías; el fuego ya se había contagiado a la vela y al papel con tu nombre. Avancé unos pasos y pude ver el interior del caño iluminado por aquel fuego: imaginé que allá iba mi barquito hasta que, de pronto, la oscuridad se lo tragó. Igual que con los recuerdos cuando cierran la tapa de su caja y nos hacen creer que ya no están por ninguna parte; hasta que un soplo del cosmos nos arroja la llave que quita el cerrojo de la tapa. O no; puede que el recuerdo quede ahí para siempre; tanto que ni se entera cuando su portador muere. Como cuando la película termina y la sala enciende sus luces; lámparas que iluminan otro mundo; uno que no para de repetir: La memoria no me deja ir más allá.







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