Sobre la calle Thompson, dos hombres se encuentran abocados al arreglo de un auto de ésos tipo rural desde cuya radio se escucha una cumbia; uno está con medio cuerpo debajo del auto y el otro, en la vereda, saca y pone herramientas de una caja de metal dando la impresión de estar buscando una que no es ninguna de ésas que saca y pone. Por la puerta entreabierta del garage sale la voz de una nena de tres años:
—Papá, vení.
—¿Qué decís,
hijita? —le responde el hombre que está con la caja de herramientas.
—Vení que te
quiero mostrar esto —le explica la nena.
Antes de que
el padre pueda responder, el otro hombre, el que está con medio cuerpo debajo
del auto, le dice:
—Esperá,
esperá, no vayas; acá hay algo que tenés que ver.
Entonces el
hombre de las herramientas dice hacia la puerta entreabierta del garage:
—Esperá un
poco hijita, que tengo mucho que hacer y no puedo ahora. —Y se agacha para
mirar lo que está pasando debajo del auto.
La escena no
es para nada misteriosa: el hombre que está con medio cuerpo debajo del auto ha
cedido al impulso de su parte femenina; a lo cual se plegó, afirmativamente, el
hombre de las herramientas, también sacudido por esa voz femenina que va y
viene por su cabeza.
En cuanto a la
chiquita de tres años el recuerdo de la frustración sufrida no llegará más allá
de la noche. Pero, noventa años después, ahí está la anciana que fuera esta
nenita, sentada en una silla de la cocina, con un mate en la mano, un mate que
está tibio, y escucha que un nene de tres años (su biznieto) llama al padre (su
nieto) desde el jardín que está al costado de la casa; y el padre, desde su
estudio del primer piso, le responde que tiene que esperar porque está ocupado.
Es ahí cuando
la nenita de noventa-y-tres años siente que despaciosa, precisa,
inexorablemente el mate se pone frío y el corazón le deja de latir.
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