viernes, 1 de enero de 2016

Fragmentos sin futuro 16

Durante los últimos tiempos, distintos fragmentos —voces de ninguna parte bien cercana— me dieron plenamente en la cara; algunos son principios de historias, otros son finales, y los más: interrupciones a la mitad; historias todas ellas que nunca escribiré. Imágenes vagas, incompletas, bajas. Corazones de sangre apagada, detrás de unas risas, o de una burla. Para pasar y olvidar. Como los cardones de la ruta.

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Me parece muy bien que la gente silbe por la calle.
Es una lástima en lo que toca a la elección musical.
Comprendo que Bach pudiera resultar un tanto complicado.
Pero Beethoven bien podría estar más al alcance de la mano... o, dado el caso, de los labios.

(Hasta me conformaría con Strauss.)

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Tuve que ir hasta la sección de libros más viejos de la biblioteca, la mayoría de ellos ya leídos, para una consulta de poca consecuencia y me encontré con Sartre... claro está que no con el Sartre de carne y hueso, calculo que me entendiste bien, sino con sus libros; y justo ahí, sobresalientes, los tres volúmenes de “Los caminos de la libertad”, editados por la inestimable Losada. Y, tal como es costumbre, aquella visión llegó acompañada de otras pertenecientes a la misma época de su adquisición. Los tres habían sido comprados, en agosto de 1978, en La Casona de Iván Grondona, en la calle Montevideo, a pasos de Corrientes; en cuyo sótano Ecos del Viento dio dos recitales poco después, en octubre y en diciembre; mismo lugar donde, años más tarde, estaría la librería Gandhi. Aquel año leí el primero, “La edad de la razón”; recuerdo claramente haberme bajado del 92 con el libro en la mano e ir  caminando por Santa Fe hacia Billinghurst. Lo terminé en septiembre y no recuerdo por qué fue que dejé los otros dos sin leer; estaba claro que tenía la intención de hacerlo, por eso había comprado los tres juntos... pero no fue así. Lo cierto es que ya llevo leída más de la mitad del primer volumen; algunas hojas a media mañana y otro tanto luego del almuerzo. Y cada vez que veo, en aquella letra conocida, que en la primera hoja dice “septiembre 1978”, me detengo con un pie sobre el cordón y miro con mucho cuidado antes de cruzar Billinghurst. (03.10.15)

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Me molesta, y no poco, que los noticieros se hayan transformado en programas de espectáculos; o sea: de diversión.

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Cuando estudiaba inglés, allá por los sesenta, leíamos Stevenson, Dickens, Maugham, Wells... A juzgar por los libros que se utilizan ahora, para estudiar inglés hoy, se comienza por ser un tilingo insuperable.

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Todas las mañanas acompaño a Tatu hasta la escuela; salimos a las ocho y por el camino nos cruzamos con un montón de pibes que también van a clases; algunos van solos, otros van con sus padres o abuelos, algunos de a dos, otros de a tres... Estas salidas diarias me han enseñado que, para saber cómo anda el sistema educativo, basta con observar la cara que estos chicos llevan a la escuela.

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Los personajes de Sartre tienen esta cosa atractivamente siniestra (también podría llamarla siniestramente atractiva —como para no privilegiar un aspecto sobre el otro); por ejemplo uno dice: “Este champán es una porquería”, y enseguida: “Sírveme otra copa.”

(Como ves, utilicé el tuteo en lugar del voseo para no alejarme del tono de los traductores de los cuarenta.)

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Me estaba acordando ayer de la vez cuando me dijiste que el orden, cualquier orden, nunca era inocente.

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Palabras con las que hay que tener cuidado (mucho):

acre – ocre – ogro

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Toda vez que escucho una guitarra, esa manera tan particular que tienen sus cuerdas de empujar el aire, ese modo con el que alguna vez dejé que me hablara, simplemente porque estaba en mí y era parte de mi capacidad, un cosquilleo me nace debajo de la mandíbula y se me irradia hacia la cara y el cuello. En alguna ocasión me dijiste que eso era la nostalgia. Pero sabía yo que era más que eso; tanto más que casi se convertía en otra cosa; se trataba de una invasión excesivamente biológica.
Lo cierto es que, cuando una guitarra suena cerca, sobre todo cuando su arribo es inesperado, el cosquilleo me lleva de regreso a los setenta, a la segunda mitad de aquella década (si es que tuviera que dar mejor exactitud); y una tarde cubre el mundo, y lo va llevando, como se acompaña a un niño, hacia la noche.
Es curioso (lo pienso ahora) que mi guitarra no esté conmigo en este momento, sino a unas cuantas cuadras de distancia y herméticamente cerrada en su estuche; y el recuerdo de la última vez que la tuve en los brazos fuera la prueba irrefutable de cómo la artrosis hace estragos en la nostalgia.

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Todas esas gentes que creen en semejante dios... si de verdad creyeran en la existencia de ese ser omnipotente, enmudecerían de terror.

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Lo extraordinario pasa.

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Cuando llegué a tu casa oí, desde la puerta, que tu hijo lloraba mezclado entre las sombras de la sala; sin decir adiós, me fui; empujado por una compasión que no habrías comprendido.

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No me tengo que olvidar de que los pelotudos también se preguntan cosas.

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Otra palabra cuyo peso literario conviene devaluar: algo.

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Para separar la paja del trigo:
Un escritor, especialmente si se llama a sí mismo poeta, salvo casos muy especiales (muy) y que podrían explicarse fácilmente, no debe usar la palabra “algo”: tiene que decir qué; y, si no puede, será señal de que está en problemas, porque recibirá el aplauso de los mediocres y de nadie más.

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Finalmente, el fascismo resulta destruido por el mismo miedo que provoca.

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Los circos de fama se están perdiendo una gran atracción al ignorar a esas gentes que llevan sus mascotas a defecar en la ciclovía: cerdos que pasean perros.

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“He aprendido a vivir con mis recuerdos.”
Eran los pensamientos de quien estaba frente a él. Tenían que serlo puesto que no movía la boca.
“Si me dedico al presente, encuentro frustraciones y nada más.”
Aquello le interrumpió el sueño y se despertó.
Lo hizo tranquilamente; no tenía buenas relaciones con lo abrupto.
Eran pasadas las cinco de la mañana.
Tenía planeado levantarse a las siete para irse a caminar por la playa temprano.
Igual se levantó.
Tomó un vaso de leche fría; y salió.
Estaba nublado... hacía mucho que no se nublaba de ese modo.
Todo el cielo pintado de gris; oscuro.
Pensó que no podía ser mejor para una caminata por la playa.
Él también se conformaba con poco.
A lo mejor había soñado consigo mismo.
Cosas más raras le habían pasado.
Sí.
Sin duda: más raras.

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Como alguno habrá adivinado (uno; o puede que dos; me inclino por uno y medio), ando escribiendo y publico acá alguna línea suelta de la gran polvareda donde me pierdo. Puesto que, como resulta habitual sobre esta mesa, escribo sobre mí, lo que me pasa (por encima y por debajo), la parte que dejo en casa cuando salgo a dar una vuelta; la que, cuando se incendia, uso para prender un cigarro.

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God does not play dice with the universe[1]. Albert Einstein

Not only does God play dice (with the universe), he sometimes throws them where they cannot be seen[2]. Stephen Hawking

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Hay un cuento de H.G.Wells titulado “The Magic Shop” (La tienda de magia[3]) con el que no pocos autores tienen una deuda; desde Bradbury (especialmente) hasta J.K.Rowling, pasando por Le Guin, Carter y, probablemente, C.S.Lewis (y lo digo así porque de Lewis he leído apenas dos libros). Recomiendo su lectura (quiero suponer que hay traducciones, lo cual nunca es lo mejor, pero así andamos); con un brebaje caliente a un costado y un paquete de churros rellenos... (no hay de qué).

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Sanderson drew deeply at his pipe, with one reddish eye on Clayton, and then emitted a thin jet of smoke more eloquent than many words.[4]

Ahí lo tenés: ése es un párrafo que quienes miran mal a los fumadores jamás podrán disfrutar.

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Recién terminé de mirar “The Martian”, de Ridley Scott; hacía rato que no la pasaba tan bien mirando una peli. Habrá que tener en cuenta que me gustan las historias de aventuras; en esto sigo siendo un reptil prehistórico. Lo mejor han sido las escenas de Matt Damon, solo, en Marte. Puede que porque me hizo acordar de mí mismo cuando me embarco a esos viajes a ninguna parte. Y no dejemos de lado que fue en uno de esos viajes, precisamente, cuando me encontré con vos.

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El atardecer trae más de lo que se lleva.

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Comenzaba a caer el sol y, atraídos por aquel imán, nos tirábamos al mar a darnos un chapuzón como si fuera la última vez. Regresábamos, más cansados aun, a tirarnos en la arena, cerca de la estatua de Neptuno, en aquella dispersión que, bien mirada, revelaba las parejas que se habían formado en el verano. Y, de ese modo, mientras la sombra de la estatua se alargaba hacia las capotas, esperábamos a que los grupos familiares se fueran yendo y así tener los vestuarios para nosotros solos. Allá íbamos, finalmente, a ducharnos y ver si nuestras ropas seguían ahí o habían sido presas de alguna broma urdida más temprano, todos mezclados, puesto que ya nos habíamos visto desnudos miles de veces a causa de olas que nos pegaban a traición o manos que tiraban de los shorts cuando la atención estaba en otra parte. Y nos mirábamos en los espejos, satisfechos de los bronceados, sin detenernos a pensar que ya comenzadas las clases,  a fines de marzo, habrían desaparecido; lo mismo que las parejas. Cuando el cielo por detrás del Neptuno estaba bien rojo y la sombra de la tierra cubría el suelo hasta donde alcanzábamos a ver, caminábamos de regreso por la Avenida 2 y pensábamos en los planes para la noche. La mayoría apuntaba hacia el baile; había quienes no habían faltado una sola noche. Mi costumbre era la de ir dos veces en todo el verano, ambas en febrero. El resto de las noches estaban para caminar, sentarse a escuchar el mar, comer un sándwich de los más sencillos o una hamburguesa en el puesto de Catalina, o unos panqueques y un helado en la barra del Bullybock; los primeros días, solo; ya pasada la primera quincena de enero, acompañado.
Por eso, al menos, los atardeceres y la sal me siguen, de la mano, y sin condiciones.

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A ver si lo entiendo bien…

Un ballotage (o ballottage) es una elección entre dos; es decir que no hay un tercero.

El voto en blanco en un ballotage vendría a estar forzando un tercero.

Pero como, por definición, el balotaje es entre dos y no hay un tercero, ese voto en blanco vendría a estar en el lugar de una ausencia.

Y lo que se cuenta como ausencia no se cuenta de ninguna otra forma. Salvo, claro, en lo abstracto.

Esto me recuerda aquello de los ganadores morales… Hace mucho que no se los menciona, pero hubo un tiempo cuando aparecían con frecuencia. Y, si no recuerdo mal, era el modo como la ideología fascista pegaba el manotazo que le servía para mantenerse en pie.

De ahí que, para que alguno de los dos entre quienes se elige consiga más de las mitad de los votos, no se puede contar las terceras opciones.

Es una cuestión de fuerza; donde la definición da fuerza.

La alternativa aparecería si se cambiara la definición (lo cual ya se ha hecho con resultados varios).

Y esto último me recuerda a Orwell y su 1984.

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Título que podría ser robado, salvo por las represalias: Per Zona.

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Para quien todavía no crea que la humanidad está compuesta por seres salvajes sedientos de sangre, el kiosco está abierto de 10:00 a 12:00 y de 16:00 a 20:00.

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Toda vez que alguien me llama hermano, me tanteo el bolsillo.

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Hay personas (muchas) que, cuando hablan de la patria, enseguida te das cuenta de que es 9 de julio y siguen formadas en el patio de la escuela, y de que en cualquier momento se van a poner a cantar la Marcha de San Lorenzo...

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Cuando los poderes mundiales anunciaron que se iban a derrumbar todos los muros, las hiedras se alzaron en armas.

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El desarreglo de las mentes humanas es fuente de constante azoramiento; y lo que nunca pasa de moda es el ingenio puesto a que el mundo se revele según lo que a cada quien mejor (o más cómodamente) le cae.

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Me gusta escribir ahí donde la oscuridad teje sus propias cortinas.

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Pronóstico: En dos años, sobre todo quienes tenemos más de cincuenta, sentiremos que hemos regresado a mediados de los ochenta.
Sin revueltas militares; eso no.
Pero lo demás... muy parecido.
Ya veremos si esta vez nos las arreglamos mejor.

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Estos periodistas con tan burros… siguen hablando de kamikazes…

Lo extraño es que desde la embajada del Japón nadie alce la voz.

Evidentemente, para estos ignorantes todo es lo mismo; se les pega una palabra porque les suena a que es un acierto y la gastan hasta volarla de la existencia… casi parecen poetas.

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Estoy tan acostumbrado a fingir que no tengo miedo, he perfeccionado esa máscara a tal punto, que ya no recuerdo cómo era antes: el sudor frío, los sobresaltos en la noche, los ruidos en la ventana del fondo... Tan acostumbrado estoy que poner la navaja en el bolso antes de salir a la calle se compara con revisar si la hebilla del cinturón está derecha. Sé que no hace tanto las cosas eran de oro modo; y las recuerdo igual que aquel auto rojo que, después de la mudanza, nadie supo decirme dónde estaba.

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En los años que hace que vendo libros usados he ido haciendo amistad con unas cuantas personas que hacen lo mismo; entre ellos, hay quienes andan de un lado al otro buscando bibliotecas que nadie quiere y se las traen para la Capital. Uno de ellos me llamó el otro día para avisarme que tenía una pila de libros en inglés, francés y otros idiomas, y me invitó para que fuera a verlos; así, de encontrar ejemplares que quisiera para mí, me daba la prioridad para comprarlos. Allá fui, con algo de dinero en el bolsillo, a ver qué me esperaba. La sorpresa fue grande: la mitad de aquellos libros me interesó; pero no sólo eso, sino que resultó que eran títulos de mucha calidad y estaban en excelente estado, situación ésta que no es la más frecuente; libros que, de haber podido, bien me guardaría para mí.
Así fue que me encontré con que las monedas que tenía en el bolsillo no me iban a alcanzar. Y me fui hasta el cajero automático que estaba más cerca a buscar más.
Acá tendría que hacer un alto, breve, para contarte que mi tarjeta de débito es nueva; tuve que dar de baja la anterior porque la pobre ya no se podía sostener en pie.
Cuando llegué al cajero, me encontré con que mi contraseña de seguridad estaba vencida y que la tarjeta necesitaba una nueva. Un sudor frío se me despertó a la altura de los omóplatos. Fui siguiendo las instrucciones que aparecían en la pantalla; y fui alternando contraseñas viejas y contraseñas nuevas con fragmentos de mi número de documento, hasta que la máquina decidió que ya la cosa no daba para más y me devolvió la tarjeta con un cartel que decía que la operación se había completado con éxito. Como el motivo por el cual había ingresado la tarjeta en el cajero en primer lugar era que necesitaba efectivo y de eso la pantalla no decía ni medio, me encontré con que lo que me quedaba por hacer era comenzar de nuevo y a ver qué pasaba. Para mi sorpresa, me fui de la sala del cajero con el dinero para concretar la compra.
Mientras volvía para casa, con el auto repleto de libros por todos lados, no pude librarme de la sospecha de que había ocurrido un milagro.

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Entre los libros que compré hace unos días apareció uno de H.G.Wells... en realidad, había tres, pero en este momento quería hablarte de uno, el que se titula “Anticipations”.
La primera traducción que surge es “Anticipaciones”; pero, en cuanto esa palabra se formó en mi cabeza, se me apareció la cara de Mrs Wynne en gesto reprobatorio, y nunca estuvo en mí llevarle la contra, mucho menos ahora que (sospecho con buena base) soy más viejo que ella. Sí; esa palabra bien podría caber en la boca de alguno de estos periodistas de la tele que, cuando interpretan en directo, avivan las llamas del infierno y, claro, se quedan a medio camino como le ocurrió al Titanic.
El libro habla de las cosas que nos deparará en futuro, los avances en las ciencias, la aparición de nuevos mecanismos para hacer la vida más fácil y, sobre todo, digna; las nuevas formas de organización social, y sus modos de gobierno; los medios de transporte al alcance de cualquiera; las estrategias modernas de hacer la guerra o terminarla; y, sobre todo, el significado de la moral.
Por eso, el título no puede traducirse así como así; ya circula por toda traducción esa falla que surge cuando se cree que la diferencia entre un idioma y otro está nada más en las palabras, y eso nomás ya es bastante. Hay en “Anticipations” un sesgo positivo, un deseo de llegar que la palabra “anticipaciones” no necesariamente contiene; y esto suponiendo que la dicha palabra de verdad exista en el español.
Pensé en “Anticipos”, pero ésta tiene una carga monetaria que desvía más de la cuenta. Por el momento, me conformé con “Expectativas”. No sé si es la mejor, pero hay veces cuando lo mejor no se me acomoda en la mano.
Así que uno de estos días me voy a poner a leer qué me depara el futuro; sobre todo porque el libro tiene fecha de publicación en 1902.

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Hace tiempo ya que las palabras no valen gran cosa; fuera porque van para un lado mientras que la voz para el otro, o desaparece; fuera porque saltan desde una inteligencia mal alimentada, o apenas crecida.

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Un problema que enfrenta la izquierda (puede que el más grande) es que, frente al fascismo, padece de envidia fálica.

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No puedo hacer de ello una regla puesto que no conozco a todo el mundo (más me vale), pero tengo la sensación de que si quienes se quejan del modo como tienen que vivir se hubieran ocupado, durante la secundaria, de estudiar más y de joder menos, su vida sería bastante mejor.
Por eso, para salir de dudas (al menos un poco), cada vez que alguno de estos seres se aparece, sería una buena medida precautoria, antes de que nuestra cabeza enarbole su irrefrenable juicio, preguntarle con qué promedio terminó el colegio secundario.

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No podría estar más claro que cuando alguien dice “nuestro país” se refiere a una zona oscura de la que el otro no tiene la menor idea.

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Me pregunto cuántas bocas se abrirían (o seguirían abiertas) si se dieran cuenta de que en cada pronóstico hay un deseo encubierto.

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Alguna vez, hace tiempo, yo también pensaba que la gente era buena... eso supongo, al menos, porque la verdad es que no me acuerdo. La gente es una generalidad, una estructura del habla, y se usa, la mayoría la usa, porque es cómoda; las estructuras que permanecen lo hacen justamente por eso: porque son cómodas. Lo que irrita se abandona; casi siempre a la corta; puede que haya quien, poniendo un poco de reflexión sobre alguna cosa y su conveniencia a largo plazo o su buena posición dentro de la escala moral, haga el esfuerzo y tolere la irritación durante un tiempo, pero a la larga eso también se pierde. La gente no es buena; prefiere creer que es buena y hurga hasta donde no hay nada para justificar los desvíos. Lo cierto es que cada uno va por el camino que le conviene y, cuando pisa lo que no debiera, lo olvida al siguiente paso. La soledad es buena cura para eso, para el mal que eso ocasiona al prójimo; pero casi nadie la tolera; poco importa el mal si ayuda a no estar solo.

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Prefiero una derecha sin tapujos a una izquierda con dobles intenciones.

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Hace una semana que volví a mis mañanas en la pista de atletismo del parque; no lo hice antes porque el clima no ayudó: días de lluvia y de cielos oscuros, sin sol; y sin sol no me daban ganas de ir a caminar y, por supuesto, a leer. Me gusta caminar bajo el sol mientras leo. Pero no leo todo el tiempo; lo hago cuando el sol me pega en la espalda. Cuando llego a la curva que da sobre Curapaligüe, bajo el libro y dejo que el sol me dé en la cara; muchas veces también cierro los ojos. Sí; camino con los ojos cerrados. Es que me conozco la pista de memoria. Cada tanto piso alguna piedra; de eso no me salvo. La pista está llena de piedras; no es lo deseable en un lugar donde se juegan carreras de corta y media distancia; no soy un experto, pero supongo que en las pistas profesionales eso no pasa. Camino descalzo; me da placer el contacto con suelo. Cuando piso alguna piedra, duele; pero no es nada del otro mundo: en seguida pasa y puedo seguir como si nada. Pero esto no me ocurre porque esté con los ojos cerrados o mientras leo, que es cuando no miro el suelo. Hay ocasiones cuando me entretengo entre mis pensamientos, me distraigo, y justo hay una piedra que me anda esperando. En eso, la pista se parece a los caminos de todos los días: hay piedras al acecho. Y algunas tienen nombre.

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Me doy cuenta ahora de que tendría que haberte dicho que, además de caminar y leer, cuando voy a la pista del parque, también escribo. Esas líneas que di ayer por la tarde eran una copia de lo que, mientras caminaba, escribí en la mañana; en el aire de la mañana.

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Estoy mirando una serie que se llama “Mind Games”; es excelente... o puede que deba decir que lo era: no pasó de la primera temporada, apenas se hicieron unos pocos capítulos y la cancelaron. Lo cual vuelve a confirmar mis convicciones sobre los valores, lo esencial, lo superfluo, & cetera.

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Esta mañana, mientras desayunaba, terminé de leer el libro de Up de Graff (“Head-Hunters of the Amazon”). Cómo fue que lo comencé a leer no sabría explicarlo a ciencia cierta; lo tenía en las manos, me había llegado junto con casi doscientos de una compra reciente, y fue como si me llamara. No me era desconocida su existencia; para quienes no lean en inglés, aprovecho y les cuento que hay edición en español publicada por Espasa-Calpe, en la querida colección Austral. Pero a lo que voy con estas líneas es a que se trata de un libro inolvidable. El autor no pensaba en escribirlo pero su familia lo empujó a hacerlo. Son las experiencias personales de su viaje al Amazonas cuando tenía apenas 20 años; llegó en 1894 y estuvo allí hasta 1901; y, aun cuando no fue ésa su meta, logró un libro de aventuras que muchos escritores seguramente envidiaron a boca cerrada. Lo escribió en 1921 y fue publicado ese mismo año; y fue el único libro que escribió. Su nombre fue Fritz W. Up de Graff, había nacido en 1873 y, después de tantas y tan peligrosas peripecias en el Amazonas, murió en 1927, en un accidente de auto.

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Decididamente cuesta arriba el acostumbrarme a saber que los buenos momentos no se repetirán.

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Hacía ya unos cuantos días que mis ojos no eran míos, se habían rebelado y decidido volvérseme ajenos; así, todo lo veía detrás de una cortina líquida, transparente pero líquida, diseñadora de brillos exagerados donde pegaba la luz, como si halagar esos puntos hubiera sido la única razón de su existencia. Sí; estos ojos dejaban salir lágrimas cuyo control estaba en otro suelo, y no parecían tener intenciones de cambiar el paso. Estaba seguro de que de un ojo salían más que del otro; no mucho más, pero más. Y lo estaba porque, cuando acostado antes de dormirme, mientras miraba el cielorraso a través de la oscuridad, sentía cómo una lágrima se me resbalaba desde la comisura del ojo izquierdo hacia la patilla, mientras que, la del derecho, se agarraba a las pestañas como si de pronto le hubieran nacido garras; y, mientras la del ojo derecho resistía, una nueva me resbalaban por la cara del lado izquierdo. Aquel desequilibrio, el cual se delataba en las noches, se disimulaba durante el día; pero ello no significaba que no continuara por ahí. Era por momentos nada más que los ojos se desaforaban bajo la plena luz del día, pero esos lapsos alcanzaban para inundarlo todo. Había veces cuando me ayudaba con el pañuelo y, durante un rato, las cosas regresaban a su lugar. Pero aquello no duraba; las lágrimas apretaban desde su deseo de libertad y los ojos cedían a ese reclamo fundamental. De tal manera anduve sin cambiar las rutinas de todos los días mientras hacía el intento de mejorar la situación como si apenas se tratara de una cuestión de voluntad. Y caminaba por los lugares habituales con los ojos húmedos y los pómulos mojados. Hasta que, como llegada de ningún lado me vino aquella idea. “Y si fuera que estoy llorando”, pensé; y ahí mismo dejé de caminar para observar el pañuelo que justo tenía en la mano; parecía que estaba tratando de leer la respuesta escrita en esa tela húmeda. “Pero para llorar tendría que tener un motivo...” Y dejé aquellas palabras ahí, para poder mirarlas a través de mi cortina de agua y brillos. El motivo no andaba lejos; sabía que andaba cerca aun cuando quería torcer las señales que me lo decían. No conocer la causa no significaba, necesariamente, que no la hubiera. Ni siquiera tenía que abrir un libro para saberlo; bastaba con mirar su boca cerrada. Y fue ahí que pensé en las personas que me habrían visto caminar por mis calles de todos los días y pensado que estaba llorando; Martínez, en su sillón del taller mecánico, mientras esperaba que llegara el próximo cliente y charlaba con Quique, el ferretero; Carmen, cuando me saludaba a través del vidrio de la panadería mientras ubicaba una de las bandejas de factura; Isabel, que sonreía en la puerta del café y deseaba que nadie llegara temprano así podía disfrutar un poco más de la tranquilidad de la mañana; Claudio, quien justo llegaba para abrir la cerrajería y estaba apoyando las rejas contra el poste de la empresa de cable; Tito, ocupado con las boletas de los sorteos y quien casi nunca me veía pasar pero pudiera ser que justo en esos momentos sí, porque los secretos siempre encuentran la manera de hacerse notar; y todos se habrán preguntado qué me estaría pasando, qué dolor, qué animal salvaje me estaba mordiendo las entrañas. Y, de haberme preguntado, me habrían provocado una risa hamacada entre la burla y el filo de una muralla. Porque lo del llanto ni siquiera se me había acercado hasta ese momento; me tocó el hombro bastante después para hacerme reparar en la voz de mi pañuelo mojado. Puede que fueran los ojos el principio y el fin de todo aquello; que, sabiendo lo que nadie más, dejaban escapar las lágrimas como quien disimula. Por eso, cuando guardé el pañuelo, no fue una sola sino una docena el número de causas por las que, pensé, podía estar llorando; justo yo, que hacía años que no derramaba una lágrima por nada. Si hasta pensé que podía ser por eso mismo. Por nostalgia. Por culpa del recuerdo de quien había sido en los días cuando todavía pensaba en las cosas buenas del mundo; una imagen de la que casi ni siquiera quedaba eso que se podía llamar recuerdo. El vapor de una lágrima vieja.

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Lo más peligroso de quienes pasamos mucho tiempo solos es que, al primer accidente, estamos fritos.

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Si el piquete es el respeto que tienen por el pueblo, ponéle la firma que, llegado el caso, no van a sentir respeto por vos; o por mí.

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Me encuentro, a pesar de mí, con personas, que tan desesperadas están por tener razón, que no miden los efectos de su obsesión; y, de pronto, ése a quien han elegido para que se pare en la tarima del enemigo, se pasa la mano por el ojo para sacar una basura, y tal gesto se vuelve prueba irrefutable de que es un crápula. Ahora bien, como para tener razón ese “enemigo” debe fracasar, en lo que fuere, no importa qué, el deseo de tener razón se transforma en un telón que tapa que se trata en realidad de un expresión de deseo, y el querido fracaso se transforma en su victoria; no importa ya el daño que ello pueda causar a otras personas. Siempre será una suerte que estos iluminados acaben lejos de los centros de poder; y también de los kioscos de militancia política. Porque el fanatismo es eso; permitir que la ambición pase por encima del sentido común. Creer que la equivocación no le pertenece. Y que el otro, ese “enemigo”, obedece los designios del demonio, incluso cuando se declaran ateos. El adversario no debería ser el enemigo; sobre todo cuando de su éxito depende el éxito de todo un pueblo. Pero el fanático nace del mediocre, y el mediocre del ignorante; y el mediocre, por definición, es imbatible.

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No existe nadie que pueda medir (ni siquiera imaginar) cuánto detesto a los comentaristas deportivos.

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En la fiesta de lo burros, todo burro es bienvenido.

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El otro día, iba llegando a casa, de noche, y se me acercaron unos tipos; pensé que me iban a afanar. Pero no; resultó que eran jugadores de fútbol, y había sido gol.

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Si algo hay ajeno a lo que considero una persona, eso bien podría ser el escándalo. Hay un aire de basural en el revuelo de pañoletas. De sustancia orgánica sin oxígeno. En las tardes del verano, el escándalo hierve y te envuelve en su vapor fétido. Y jamás un remordimiento.

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Pareciera que hay una carrera por ser el primero en profetizar el fracaso del próximo gobierno.

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Pocas cosas quedan que no sean una vergüenza.

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Se llaman a sí mismos “poetas” a pesar de la poca pasión que, frente al poema, despliegan por el detalle.

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Cuando me vaya, una de las cosas que más voy a extrañar va a ser el viento en la cara.

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Sobre los talleres literarios:
Calculo que no hay espacio acá para abundar sobre el tema porque se lo puede abordar desde distintos ángulos; pero quisiera decir que hasta hace algunos años creía aún que tenía un modo de salvarse. Hoy creo que no; buena culpa la tienen quienes los proponen desde la necesidad de completar un bolsillo; pero, si nos ponemos a mirar desde el lado de quienes acuden al llamado, bueno, allí la necesidad de llenar el espacio social lo devora todo, y provoca la clase de catástrofe que no sólo no sale en las noticias sino que los mismos talleristas ignoran por principio.

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Me estaba acordando el otro día de que, en los tiempos de la primaria, todo el mundo decía bañadera en tanto que yo decía bañera... Me doy cuenta ahora de que ya entonces la distancia había comenzado.

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Estaba leyendo un cuento de Cortázar y, dado el gusto que él parece tener por el boxeo, me puse a pensar en Muhammed Ali; y, enseguida, en la pelea con Bonavena. Recordé que estaba en Necochea; y a mi viejo y al tío Roberto agarrados a una pantomima de gritos frente a la televisión de la casa que habían alquilado a medias. Ni idea de la fecha; pero los veo nítidamente, igual que en una película muda. A mí, la cosa no me interesaba mucho que digamos; eso de mirar a dos personas dándose de golpes y disfrutarlo no era lo mío; definitivamente. No veía la hora de que la cena estuviera lista y terminada y salir a caminar en el fresco de la noche; por aquellos días, la noche enfriaba la costa al punto de siempre llevar un pulóver; al principio sobre los hombros pero, pasada la medianoche, puesto como el mejor. Bonavena perdió aquella pelea, mi recuerdo no tiene la menor duda de ello; alguno había dicho que estaba cantado. Por mi parte, esa noche caminé las calles que me anunciaban la cercanía de Martina, el verano que vendría, las oraciones de palabras incompletas. Desde la rambla, la oscuridad de la playa resaltaba el canto de la rompiente; y me decía que cada victoria dependía de una derrota, y que el camino estaría sobrepoblado de ellas. Ni mi viejo ni el tío ni nadie más de nuestras familias se dio cuenta, pero me quedé en la rambla más de la cuenta; tanto que todavía sigo ahí.[5]

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A la altura de donde estamos, que es la calle Viamonte, otras dos bordean la costa, la que está contra las rocas, que es donde se encuentran los puestos de los artesanos y los de las chucherías varias, va por abajo; la otra, más alta, la Peralta Ramos, que es en realidad una avenida, tiene una vista que podríamos llamar panorámica. En la alta, si camino unos metros hacia la derecha, hay una terraza abalconada sobre la calle de abajo donde hay unos bancos; cuando llego temprano en la mañana, están vacíos; no así ayer, cuando fui a eso de las cuatro de la tarde, por lo que decidí caminar un poco más y sentarme en la pared que separa la vereda del jardín que cae hacia la de piedras contra la que se ubican los puestos de ventas allá abajo. Así estaba, leyendo mi libro con los cuentos de Cortázar (nunca está de más volver a visitarlos), con el peso de las nubes sobre la cabeza y todas las señas que parecían advertir que se venía la lluvia, cuando me doy cuenta de que un hombre se acercaba desde la izquierda; y, cuando digo que me doy cuenta, es porque la vocecita me había señalado claramente que no iba a pasarme de largo por detrás, sino que venía hacia mí. Me pasó la mano por el costado y, por un momento, tuve la sensación de que tendría que tomarla y, aprovechando aquel envión, ayudarlo a seguir hacia el jardín. Pero, por esa gracia que me ha sido dada y que es la de pausar el tiempo, esperé medio segundo y vi que me apoyaba un papel sobre la página que estaba leyendo. “Jesús te ama”, me dijo y se quedó como esperando un respuesta pautada desde hacía siglos. “No; no”, atiné a responderle, “no leo estas cosas.” La cual no distaba de ser una reacción absurda; y le devolví el papel a riesgo de que el libro se me fuera abajo. “Jesús te ama”, me repitió mientras continuaba su camino. Justo estaba leyendo “Historias que me cuento”, los párrafos previos al final (este Cortázar tan amigo de la tragedia); y lo miré mientras se alejaba, ancho de felicidad y seguro del amor de Jesús, para darle la buena nueva a algún otro que, preferiblemente no tuviera un libro en la mano (mucho menos de don Julio) sino un mate; y unas facturas al costado.

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No escarmiento con eso que hace la gente y que es arruinarme las palabras; en insisto con ellas como si las hubiera encontrado ayer. Pero lo cierto es que no fue así, que no me las encontré ayer; y en consecuencia me va. Ahí nomás tenés la palabra “amor”... me pregunto si habrá alguna que haya sido más manoseada. Algunos creen que en ocasiones fue para bien... y me inclino sobre las manchas de la inteligencia mal alimentada (tal vez debería dirigirme decidida y definitivamente al mal, pero eso daría para largo y no me parece que éste sea el momento). Y tan es así que no me atrevo a usarla, ni a las pertenecientes a su familia (especialmente el verbo), para anunciar el sentimiento que más cerca se le pararía en la cola del almacén. Me pregunto si ello me estará indicando (también) que no puedo con esa acción; pero la verdad es que no me lo parece. Tiendo a pensar, en cambio, que la gran mediocridad que hace girar el mundo se ha confabulado para que me sienta enfermo. Pero, bueno, para rematar los papeles, te digo que todo esto te lo cuento un poco para justificar el tiempo de mi ausencia; y un poco también (el más chico; el que resta) para que no se te vayan a poner los pelos de punta cuando me plante y les haga frente; y termine con la foto en unos de esos papeles que decoran las comisarías.

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Está muy bien que algunas personas (muchas, en realidad) elijan  ser poetas en lugar de banqueros; lo que es imperdonable es que, una vez en la silla del poeta, se sigan comportando como banqueros.

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El otro día, Alice me señaló que un problema con lo simbólico en el arte reside en que muchos (en el público) no tienen la menor idea sobre qué es eso que se simboliza... y me sentí (secretamente) identificado. (Todo lo que pensé después me resultó memorable; pero eso está en la novela.)

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Si tanto satisface eso de andar compitiendo por cualquier cosa, bueno sería que los adeptos a tales competencias aprendieran a aceptar la derrota (o al menos lo simularan).

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Está eso que llaman “la izquierda” (puede que algunos lo hagan con mayúscula) y que es una nebulosa idealizada de contradicciones expuestas con la pulcritud de un visionario; y están esos que se llaman “partidarios de la izquierda” y que son (mayormente) menores de 30 años que llegaron tarde al rock’n’roll (o no son capaces de afinar en “Light My Fire”). Contrariamente a lo que se cree, Marx no fundó la izquierda: la izquierda fundó a Marx. Y, en Latinoamérica, la izquierda es producto del saqueo de los conquistadores; y del fútbol (a veces reemplazado por algún otro deporte de competición que se pone de moda). Cuando los partidarios de la izquierda salen a la calle en patota no son muy diferentes de los nazis que se reunían para vitorear a Hitler. La democracia se respeta o no se respeta; no hay término medio. Quien acepta los beneficios de la democracia y saca provecho de ellos, no debería después pasarles por encima como hacen los que están seguros de sí mismos y de que sus ideas son las mejores. Quienes saben que el resto del mundo está equivocado no son buena compañía. Están quienes dialogan; y están quienes creen que dialogan mientras dan clase desde la tarima. Están quienes reclaman desde el espacio democrático; y están quienes le pegan al vecino porque ése a quien le quieren pegar está lejos y les resulta incómodo acercársele. Están los criminales; y están quienes no necesitan las leyes para obrar bien. Pero las leyes son una voz, y vale la pena escucharla atentamente y, después, sacar conclusiones; cuando la ley sirve de excusa para el daño, hay que cuestionar la ley; salir a dar de palos a lo que se encuentre en el camino solamente es buen negocio para los tiranos de mañana (y siempre están a la espera de su oportunidad para proclamarse salvadores). Si la religión es el opio de los pueblos, no es de la inteligencia convertir una creencia política en religión. No vaya a ser cosa que alguno termine aplaudiendo bajo la axila del recién bañado.

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Los fascistas que llegan a viejos (y no son pocos) tienen el aspecto de abuelos bonachones; y no es extraño, ya que esa placidez es el producto de haber saciado su sed de sangre.

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Muchas personas están convencidísimas de que la libertad de expresión dota su palabra de sabiduría.

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Un excedente de héroes estaría indicando que los villanos se ríen a nuestras espaldas.

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Trato de no olvidar que las agujas de un reloj que no funciona dan la hora exacta al menos dos veces al día.

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Andan haciendo falta menos inspectores y más laburantes.

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Con la tristeza es una cuestión de acostumbramiento (lo mismo que con el dolor).

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Estoy escribiendo una historia cuyo tema es la muerte. El otro día, mientras tomaba un mate-cocido, me puse a pensar en las personas que, como yo, han alcanzado esa edad cuando tienen los instrumentos para pesar, con un poco más de precisión, el valor de la muerte; no obstante lo cual, han decidido comportarse como si tuvieran veinte años... ¿Será verdad que son inmortales?, me pregunté. Pero no dejé se me enfriara la taza.

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Qué cansado estoy de estos adalides contra la dictadura que aparecen hoy desde una modestia mal trazada.

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Por la consulta que me acercara (no sin una cierta dosis de impertinencia) un estudiante uruguayo:

Conocí a Tarik Carson hacia fines de 1983. Publiqué varias historias suyas en las revistas Parsec y Clepsidra, y en una colección de libros editada bajo el título de “Cuentos” (Cuentos 2, compartido con Daniel Barbieri). Lo publiqué no solamente porque me gustó lo que escribía sino porque lo consideré singular y muy bien escrito. Me encontré con él varias veces, y lo hice porque siempre me pareció una buena persona (cualidad poco frecuente entre los escritores); algunas veces compartimos una mesa en un bar donde se reunían aficionados a la ciencia-ficción (nombre, como bien lo sabrá, derivado del término inglés science-fiction, más por afinidad cacofónica que por la reflexión a conciencia de un traductor), y también fui varias veces a su casa (por lo menos, dos que recuerdo bien). Intercambiamos libros, y me aseguré de que tuviera los ejemplares de fueron saliendo de Parsec, Clepsidra, y de la colección de libros mencionada. Al principio pensé que el suyo era un seudónimo literario; pero más tarde, cuando me contó que era uruguayo, lo pensé de nuevo. Era fácil percibir su ascendencia árabe; pero nunca hablamos de ello, nunca surgió la oportunidad. Por esas cosas de la vida, nuestros caminos fueron tomando rumbos distintos; creo que la última vez que lo vi fue hacia finales de 1986. No he vuelto a leer sus páginas, pero estoy seguro de no haberme encontrado con nadie que escribiera como él.

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Escribo con la pasión del cautivo en la pared de su celda.

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Justo estaba pasando hacia la cocina cuando escucho (desde la tele) que Nelson Castro inventa el término “perturbante”… el cual supongo que vendría a ser un turbante más grande de lo usual. Lo que no sé es dónde se lo usa.

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No conviene tener a un militante por amigo, sin que importe su tendencia; en la ideología se esconden muy bien las veinte monedas.

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Cuando todo se cae, llega un libro.

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Hay cosas que nunca se dicen. Pero las hay que se dicen una vez sola; y es mucho peor.

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La costumbre no alcanza para destruir mi asombro cada vez que alguien fundamenta sus inclinaciones en lo que es natural.

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Ganan la calle porque no las elecciones.

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Somos rehenes de cualquier desaforado que sale a la calle a armar escándalo.

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Como es lo usual cuando no llueve, fui esta mañana a la pista del parque, a caminar y (tal como ya lo sabés) a leer mientras camino. Fue una mañana calurosa, mucha humedad en el aire, tanto que el sudor me chorreaba desde la frente por toda la cara y las gotas daban contra las hojas del libro de Sartre. Trataba de que el libro las esquivara, pero me resultaba forzado leerlo en la posición donde no le pegaban. En medio de esa situación me puse a imaginar que, en cincuenta años, otra persona, puede que de no de la familia, se pusiera a leer ese mismo libro y al llegar a las páginas que estaba leyendo hoy se le diera por pensar que el libro tuvo un lector que lloró con ganas al pasar por ellas; y no se le presentaría la más mínima duda de ello. Se me ocurrió que pudiera ser buena idea borrar mi nombre de la hoja inicial; pero inmediatamente me di cuenta de que en cincuenta años nadie sabría quién era. Así que finalmente no borré el nombre de ese llorón que nunca tendría de mí más que eso.

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Cuando era chico, muy chico, hacia fines de los cincuenta, viví un tiempo en Córdoba, en Capilla del Monte; era invierno, pero eso no impedía las caminatas por las sierras y las charlas con los lugareños, hombres y mujeres, muy viejos algunos, y otros apenas algo mayores que yo. Me enseñaron unas cuantas cosas, y me tomé bien a pecho el aprenderlas. Una de ellas fue que, cuando el burro rebuzna, se lo oye de lejos.

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Te levantaste temprano y fuiste a la playa a caminar; dos kilómetros de ida y otro tanto de regreso. Te tomaste un café con unos bizcochos y regresaste a la playa, esta vez con un libro, a tu lugar preferido, a la sombra pero con el sol ahí nomás, y se te dibujó la sonrisa literaria. Al poco rato, llegó este joven con una guitarra eléctrica y un amplificador a batería y se puso a cantar, a voz más allá que en cuello, unas canciones de Vox Dei; junto al pie, había colocado un recipiente con monedas y te preguntaste si querría que agregaras algunas para que al fin se fuera. Sostenido por la suposición de que aquel no podía ser el único lugar placentero de la costa, te alejaste libro en mano hasta una distancia donde el sonido (y el ruido) consiguieron aplacarse. Al poco rato, llegó un auto, bajaron varios jóvenes de ambos sexos (aunque no pudiste estar seguro) y por las puertas abiertas de par en par comenzó a emerger un sonido que, en lo rítmico, se sometía a un aire que, a falta de mejores referencias, llamaste (en tu cabeza) tropical. La literatura estaba perdiendo la batalla o, al menos, estaba claro que sangraba. Así que, nuevamente, libro en mano, continuaste tu peregrinación.

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Cuando me preguntó qué se sentía al haber pasado los sesenta, para mi sorpresa, no tuve que darle muchas vueltas al asunto. Lo primero, le dije, era esta sensación de alivio; alivio por haber llegado; sobre todo en el último tramo, digamos los últimos cinco años, porque el mundo no parecía compartir las mismas inquietudes. En relación con los huesos, la cosa no ha cambiado mucho que digamos: los muy malditos me han molestado desde que recuerdo así que un nuevo dolor por acá o más allá no quiebra las rutinas. Lo que no ha cambiado para nada es que me sigo levantando cuando el sol entra en la pieza. Y está, claro, el tema de la lectura nocturna. Antes solía andar despierto hasta tarde y después leer pasada la medianoche; ahora, me voy a la cama a eso de las diez y a los quince minutos el libro se me cae en la cara porque me duermo. La única manera que tengo de leer de noche es sentado en una silla; pero, al rato, me voy a la cama creyendo que esa vez no me va a pasar... y al poco rato el libro contra la nariz me cuenta otra historia.

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Iba cruzando el parque en camino a la pista cuando presté atención a las cigarras; hacía calor, mucho, más que en la semana anterior, y las cigarras se habían largado a cantar... claro que eso de que se trate de un canto es parte del folklore que ya viene de mi niñez, de aquel primer barrio, donde la gran mayoría les decía “chicharras”. Y seguí mi camino pensado en esto mientras el calor insistía en hacer presión contra el piso. En la pista había menos personas que de costumbre, los grupos de gimnasia, seguramente por sugerencia de su trainer, se habían ubicado en los lugares donde había sombra. Los huecos se notaban, sobre todo, en la pista, en quienes circulaban por la pista. Sabía que se me iba a terminar el libro de Sartre; y que lo iba a hacer antes de que hubiera completado mis seis vueltas de rigor; así que me dije que, si el calor apretaba más de la cuenta, decidiría al terminar el libro si me quedaba y terminaba las vueltas o me volvía a casa y me gratificaba con un buen baño de agua fría... no tan fría, en realidad, ya que estaría a la temperatura del tanque, y el tanque habría estado al sol la mañana entera. Sabía que las cigarras seguirían quejándose por el calor; igual que las cigarras mudas que andábamos por la pista. Un día de éstos, pensé, los relojes le van a hacer una jugada al universo y, ya en el camino de regreso, me voy a encontrar con que el Duardi y el Betobe vienen caminando por la vereda de la placita con aquella pelota de cuero oscuro y medio descosida; y el baño tendrá que esperar hasta la tarde.

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[1] Dios no juega a los dados con el universo.
[2] No solamente juega Dios a los dados (con el universo), sino que algunas veces los arroja donde no se los puede ver.
[3] Alguno podría traducirlo como “La tienda mágica”; pero como no dice magical sino magic... aun cuando se podría admitir que como título este último le gana en sonoridad.
[4] H. G. Wells, “The Story of the Inexperienced Ghost”
Sanderson inhaló profundamente de su pipa, con un ojo rojizo puesto en Clayton, y luego emitió un chorro delgado de humo más elocuente que muchas palabras.
[5] La pelea fue el 7 de diciembre de 1970.