viernes, 1 de julio de 2016

Fragmentos sin futuro 18

Durante los últimos tiempos, distintos fragmentos —voces de ninguna parte bien cercana— me dieron plenamente en la cara; algunos son principios de historias, otros son finales, y los más: interrupciones a la mitad; historias todas ellas que nunca escribiré. Imágenes vagas, incompletas, bajas. Corazones de sangre apagada, detrás de unas risas, o de una burla. Para pasar y olvidar. Como los cardones de la ruta.

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Vos sabés que escribo y que ando por ahí diciendo que soy escritor; lo cual es cierto en el sentido estricto dado que escritor es quien escribe; como también lo son el escribiente, el escribano y allá lejos, en un país que solía habitar, el escribidor. A lo que voy es a que a los escritores les gusta usar metáforas, especialmente a los que se presentan como poetas; y he llegado a la conclusión de que las metáforas son mecanismos para inteligencias necesitadas de alimento, cuando no miserablemente mentirosas. Porque, si hay una manera de decir A, nadie que no buscara el resultado de un engaño diría B y esperaría que el otro entienda A. Ya sé que alguno te dirá que hay metáforas exquisitas por su belleza o por su originalidad; pero, claro, estaríamos hablando de menos del uno por ciento del total de las metáforas que se puede encontrar en esa bolsa que una mayoría atolondrada llama literatura; mucho menos. Se me da por escribir esto porque, el otro día, alguien me felicitó por mis metáforas... lo cual es un recurso del que no saco provecho. Te podrás imaginar lo cuesta arriba que sería si me pusiera a explicar a un desconocido por qué eso que cree que es una metáfora no lo es; motivo por el cual no lo hago —para no mencionar que ni mis santos tendrían la paciencia requerida. Cuando escucho que alguien dice que la poesía vive gracias a la metáfora, me palpo el bolsillo para asegurarme de que no me olvidé los fósforos. En suma, que la metáfora es un recurso que la composición de las palabras permite para estafar al lector. Y no puedo esperar a que se termine de levantar el cadalso.

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Estaba en Mar del Plata, descansando de las rutinas del año, eran los primeros diez días de diciembre, lindo momento para estar ahí, con los turistas todavía lejos y los habitantes ocupados en preparar las fiestas que se aproximaban; días templados, alguna lluvia pasajera, el pasado y el presente mezclados con los pasos que sin demasiado plan andaban por las calles de Stella Maris. Marta se cansaba a las pocas cuadras pero aguantaba y no decía nada; la edad trae esas cosas: por eso era que se iba a la cama temprano. Alguna tarde, Silvia, Tatu y yo salíamos a caminar por Güemes y, a la vuelta, pasábamos por Fátima a comprar la cena; comprar en aquella rotisería fue siempre un clásico de la familia, la que me devolvió momentos alegres al comienzo de los noventa. El sábado por la noche, llegaba la Muni junto con el resto de la compañía de danza: bailaban el domingo 6 por la noche en una suerte de casa dedicada a las artes escénicas la cual no quedaba en el Centro precisamente sino más allá de la avenida Independencia y se llamaba El Galpón de las Artes: sobre Jujuy, a media cuadra de Rawson. Nosotros estábamos en Viamonte a pocos pasos de la avenida Colón y se nos había roto una de las cubiertas del auto esa misma tarde cuando volvíamos de Miramar, así que, ya desde ese momento, había decidido que iría caminando —Silvia ya había visto el mismo espectáculo en Baires y prefirió quedarse en el departamento para que Marta no estuviera sola y Tatu no saliera de noche; la verdad era que todos estaban cansados por haber pasado el domingo entero dando vueltas por ahí. Yo también estaba cansado, pero tenía ganas de ver bailar a la Muni y la idea de irme caminando por Colón hasta Independencia me atraía, aun cuando no supiera el porqué; era una especie de bonificación que me regalaba esa noche. El espectáculo comenzaba a las nueve, así que un poco antes de las ocho emprendí el camino. No hacía frío pero estaba más fresco que en los días anteriores; y no había casi nadie por la calle. A las dos cuadras ya me estaba preguntando si no me estaría metiendo en terreno inseguro al caminar por ahí; porque, si bien la avenida hasta pasar la Plaza Colón tenía las rotiserías abiertas y alguno que otro andaba por ahí con alguna bolsa de haber hecho compras, más allá sabía que la actividad iba a mermar todavía más. De todos modos, allá seguí con mi camino, sin cambiar el paso y observando la avenida y las luces, y los sonidos del aire de la noche. Había, además de los sonidos, otra presencia dando vueltas y hablando, pero llegué al Galpón de las Artes sin haber podido descifrar qué era lo que me estaba diciendo. Todavía faltaba un poco para que comenzara la función así que aproveché que había una suerte de bar instalado medio artesanalmente y me pedí una coca, la cual me fue servida en un vaso de plástico. El espectáculo fue muy bueno, la pasé muy bien; me hizo recordar otros tiempos, cuando ir a lugares como aquel Galpón era cosa de todos los fines de semana; lo mismo que quedarse hasta tarde hablando y tomando lo que hubiera a la mano y fumando como escuerzos... sí los años setenta y la primera parte de los ochenta. Saludé a la Muni, quien estaba muy contenta de que hubiera ido, e inicié el camino de regreso. Pensé en tomar un colectivo; pero, entre que lo pensaba y evaluaba las posibilidades, llegué hasta Colón y, sin mucho más que meditar ya estaba encaminado hacia el departamento. Y fue pasando la calesita de la plaza cuando la voz que me había estado hablando todo el tiempo en la ida se hizo entender; y me detuve una cuadra después, en la esquina, y miré la subida que hace la avenida antes de llegar a la costa, y las luces de la calle y las de los negocios, muchos de los cuales ya estaba cerrando, y fui testigo de cómo eso que miraba se superponía con otras imágenes, de hacía más de veinte años, de los últimos días del otoño de 1983: Laura y yo, por esa misma avenida, arropados contra el frío mientras buscábamos un lugar, barato, donde cenar. Y me di cuenta de que tendría que dejar que esa historia se tejiera donde pudieras verla; que veinte años es mucho tiempo para apretar una mordaza. Por eso fue que te conté esto ahora, para dejar la puerta entornada; para que sepas que las historias tristes también se cuidan y llega un día cuando deciden cambiar de vereda, pasar de una sombra a otra; y otra.

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No puedo menos que maravillarme de esa gente que habla como si conociera a todo el mundo; cuando lo que está haciendo es dejarse llevar por lo que le muestra su aparato de televisión: esa boca de ganso que imita con disciplina de temer.

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Están los ciegos; y están los que tienen dibujos en la retina.

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Era el jueves 3 de noviembre de 1966 y sonó el timbre del segundo recreo, que era el más largo y duraba quince minutos; pero no tenía ganas de nada. Así que me fui caminando sin llamar la atención hacia ese rincón donde daba la sombra. Nora se me acercó y preguntó: “¿Jugamos”. “¿A qué?”, le repliqué. Y me dijo: “A ser dios.” Y al jueves siguiente ya nada era igual.
Y me dijo que en nueve años mi camino se cruzaría de nuevo con el de ella, pero su nombre sería Cecilia. Y casi cuarenta años después, Cecilia se moriría de tristeza; pero, aun cuando lejos de mí, yo lo sabría. Y siete años después, ella regresaría, y su nombre sería de nuevo Nora.
Y la pena se habría quemado.

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Para echar una mirada a la supuesta inocencia de las descripciones, empujo el entusiasmo del lector (posible escritor del futuro) hacia “The Toll House” (de Stevenson); narración de cuatro páginas que se encuentra en “The Silverado Squatters”.

(No apta para poetas con tendencia a las presentaciones de libros.)

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La feria del libro es un evento grande del capitalismo local. Por lo que, supongo, quienes se oponen al sistema capitalista estarán tomando las precauciones necesarias para no caer bajo su zona de influencia. Por mi parte, siempre tomo las mías —aun cuando el capitalismo nunca me ha tratado mal que digamos.

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Para luchar en favor de los pobres, primero hay que definirlos, decir quiénes son, cuál su lugar; quien se arrogue ese rol no obtendrá mi confianza; mucho menos: mi respeto.

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Estaba en la Galería Belgrano, la segunda vez en la misma semana, una fiesta para mí; caminaba por los pasillos mientras afuera llovía torrencialmente: ningún motivo tenía para irme a otro lado. Unos libros me esperaban para ser retirados a unas quince cuadras de allí, pero no tenía apuro; en todo caso, cuando el tiempo me apurara, me escudaría debajo del paraguas y haría esas cuadras al paso, con algo más de cuidado, y sería suficiente para mí.
Me quedé un rato mirando el local vacío de Lacuchi: quedaban unas pocas cosas dentro, y cajas vacías y estuches de lapicera en las vidrieras; “Más de sesenta años”, pensé, “desde antes de que naciera yo; con este negocio abandonado, de verdad se termina una era.”
A mi espalda estaba el local de la Librería Rodríguez, el original porque desde hace un tiempo se expandió y ocupa uno más, al final y a la izquierda del pasillo de la entrada principal. Me di vuelta para mirar la vidriera de los libros; hacía un rato había estado en el banco que está del otro lado, junto a la puerta, ahora clausurada, que era por donde el Bobby y yo entrábamos en 1967 para ver qué nuevas revistas habían llegado y los libros de la sección juvenil, que estaba en ese mismo sector; y sentado ahí había recorrido imágenes de los años transcurridos y pensado que, si bien visitaba la galería cada tanto, hacía muchísimo que no entraba a la librería.
Afuera seguía lloviendo con ganas; así que, después de estar unos minutos junto a la puerta, la que ahora es la única puerta habilitada, mirando hacia los libros a través del vidrio pero sin verlos realmente, entré. No esperaba para nada que pasara lo que pasó: el olor... Había dado tres pasos ya dentro, por el pasillo de la izquierda, puesto que el otro estaba ocupado y no había mucho lugar por donde caminar, cuando el olor me asaltó; y era el mismo olor de entonces, el de cuando entrábamos por la otra puerta para pasar un buen rato mirando y revolviendo con cuidado lo que había sido puesto en las mesas para nosotros; y, empujado por ese olor, el tiempo se plegó sobre sí mismo. Y, a mi espalda, una voz me dijo: “Qué hacés, Andy; ¿hace mucho que llegaste?” Era el Bobby.
Y salí. Y me fui a sentar de nuevo al banco que está frente a la otra puerta, la clausurada. Y me quedé ahí hasta que se me pasaron las ganas de llorar.

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Ya no me sorprenden esos escritores que se pronuncian contra el capitalismo y otras formas de división vertical de las personas mientras que son los primeros en establecer castas entre los miembros de su propia ocupación (castas que tienen menos que ver con la amistad que con quiénes tienen las llaves de las escaleras).

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Se me ocurrió el otro día que uno de los motivos por los que escribo es porque de otro modo nadie recordaría esos momentos.

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Al final, Paul nos va sobrevivir a todos.

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No hay nadie que no se repita; sencillamente pasa que ninguno lo ve.

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Están apareciendo iluminados para avisarnos que las agencias de noticias son un negocio.

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Me lo presentó como excelente y resultó ser una pobre verdura sobre-condimentada.

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Una cosa es lo que sale de la boca y otra la que revelan las acciones; los inmigrantes son bienvenidos cuando aceptan trabajar dentro de un régimen muy parecido al de la esclavitud; de otro modo, son mirados con el mismo desprecio con que se mira a los usurpadores o a los arrogantes.

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Me fascina que, después de tantos años y con las cosas que se han ido sabiendo, haya personas que todavía crean que Perón era una buena persona.

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Aun cuando en líneas generales la gente no ocupa un lugar entre mis preferencias, suelo ser formal y hasta cortés en mis diálogos con cualquiera; hasta que me preguntan de qué signo soy

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Me ocupo en las mañanas de terminar las tareas programadas el día anterior, y me preparo unas galletas con un mate-cocido y unas mandarinas para el mediodía y descanso media hora con los ojos cerrados; esto me permite, justo después, darme una ducha, preparar otro mate-cocido y disfrutar de una hora de lectura. Desde ayer, el libro elegido me lleva a la isla de Corfú y, sin proponérselo, al año 1969 y mis caminatas solitarias por la avenida Cabildo y las calles adyacentes; cosa que permitió, desde marzo hasta diciembre y pasando por las estaciones correspondientes, que mi figura se fuera haciendo familiar y que chicas de los colegios vecinos, al salir de clases, me preguntaran por tal revista o tal libro cuando me encontraban en la librería Rodríguez o, si lo hacían en la calle, me contaran del baile que estaban organizando para el fin-de-semana; bailes a los que mi bolsillo nunca me abría la puerta pero que jamás habrían podido reemplazar mis lecturas. Así las monedas iban a parar a la compra el segundo episodio de esa revista cuyo número anterior me había dejado colgado, o un nuevo título de la colección Robin Hood del Espacio o de Imágenes del Mundo. Sí: esa isla griega ha resultado más grande de lo que sus habitantes jamás sospecharon.

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Every time someone you love dies, death appears less fearsome.

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Encendí la tele y justo estaba transmitiendo en directo desde la Plaza. Los sindicalistas habían convocado a sus feligreses para una demostración de fuerza. Y los escuché decir no sé bien qué sobre los millonarios y sus perfumes, y me pregunté cuánta plata tendría en el bolsillo ése que hablaba... en realidad, no era la primera vez que me preguntaba de dónde sacan tanta plata los dirigentes sindicales. Y la muchedumbre servía al escándalo; gritos, golpes de bombo, cornetas... todo hacía pensar que el partido comenzaría en cualquier momento. Y pensé en cuántos de ésos (seguramente que muchos) regresarían a su casa y le darían dos o tres golpes a su mujer antes de la cena; y otros tantos después. Pero lo que nunca podré perdonarles es que, antes del desbande, ni los dirigentes ni sus feligreses (aunque especialmente los dirigentes) sean capaces de tomar una escoba y dejar las cosas como estaban antes de su reunión.

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Los que trabajamos hoy somos los verdaderos trabajadores. (01.05.16)

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Hay lugares que son públicos a los que se suele hacer referencia como que son de todos, o no son de nadie, o son de cualquiera; pero cada uno de esos modos de referirse a ellos no es igual a los otros; dependiendo de cuál se elija se puede trazar fielmente el carácter de quien así lo enuncia. Cada tanto, algunos estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires cortan la cuadra de la calle Puan donde está el edificio de la facultad. Dejemos a un lado por un momento la falta de imaginación para concentrarnos en la inteligencia mal alimentada de estos muchachos. Y lo digo así porque ese lugar, la cuadra de la facultad, es de todos; y estos alumnos se adueñan de él para hacerlo servir a su propósito... lo cual es precisamente el origen de su reclamo.

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Es verdad: hay cosas que no están en los libros. Pero no son tantas.

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Eso que se llama comúnmente educación no es otra cosa que adoctrinamiento. Más difícil es, no obstante, deducir adónde está apuntado dicho adoctrinamiento. En líneas generales, podría aventurar que a un adormecimiento de los sentidos que soportan la lógica o (si se quiere una precisión menos prejuiciosa) el raciocinio. Las drogas (así llamadas) recreativas vendrían a suplantar ese adormecimiento por el lado de la exaltación de los sentidos que alimentan (sobre todo) el placer. Por eso, un docente cualquiera no es otra cosa que un guardiacárcel; prueba de ello se obtiene cuando un niño, un alumno, responde a la pregunta sobre si quiere ir a la escuela o prefiere hacer otra cosa y lo hace sin temor a represalias. Así es como la escuela hace del verbo enseñar una perversión puesto que, en lugar de permitir el aprendizaje, lo enjaula debajo de una adquisición de conocimientos tipo enciclopedia a la que le faltan hojas y casi no tiene ilustraciones. El docente no lucha contra esto (me refiero a la gran mayoría; la minoría buena resulta aplastada y no tarda en alejarse hacia otros horizontes), su meta es la de terminar cuanto antes con la jornada de clases, y hacerlo sin ripios, para dedicar su tiempo libre a la televisión o al fútbol, o a las dos cosas; que el docente esté convencido de que esa parte de su tiempo es libre prueba su descomposición. Que la concurrencia a la escuela sea obligatoria delata la situación de dominación que resulta junto con el título de egresado; el cual, bien mirado, debería designarse como de ingresado. No hay maestros, ya no; a eso apunto. Pero el último maestro no ha muerto, sencillamente se ha marchado.

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He interrumpido mi lectura un momento porque la estoy pasando tan bien que no puede ser que el mundo no lo sepa.

Estoy en la cocina, con un jarro de mate-cocido bien caliente, un plato de pepas y leyendo el libro de Gerry. La luz del cielo nublado que entra por la ventana es más que suficiente. Y, a cada página, me convenzo más de que tengo quince años.

Espero que los vecinos no se espanten con mis risas.

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Las familias de poetas, ésas donde el abuelo es poeta, el padre es poeta, los hijos son poetas y los nietos son poetas, suenan a la transmisión de un título nobiliario.

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Que lo escrito y nada más diga dónde está el escritor.

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Me causa profunda tristeza que todavía hoy se siga aplaudiendo las acciones de cualquier guerrillero (término usado aunque me parece que no totalmente apropiado); porque, sin importar el color de su bandera, se está aplaudiendo asesinos, se le está dando un lugar aceptable al asesinato.

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Con unos cuantos compañeros de la primaria estamos organizando un corte de calles para reclamar en pos del regreso del Chupe-Tucho.

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Hablar por boca de ganso es dar por cierto un relato ofrecido por un tercero; desde hace ya un tiempo largo se le suele también llamar periodismo.

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Ayer, Gerry terminó de contarme su primer grupo de historias pertenecientes a la Trilogía de Corfú; el libro se me fue deslizando entre los dedos y ante mis ojos vuelto líquido. Enseguida supe que ése era un momento familiar: así también me había pasado con los quince años. Me quedan dos libros antes de que el afuera ataque de nuevo. El desierto se comporta, muchas veces, así.

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Uno de los placeres del fin-de-semana: comprar el pan y comestibles vecinos en la Antigua Torino.

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Entre las bases de un concurso (cuyo origen no mencionaré) pude leer:
“Los libros, con absoluta libertad temática y formal, tendrán una extensión comprendida entre los 500 y 1000 versos o líneas, bien entendido que el texto impreso no tendrá menos de 60 ni más de 100 páginas, en folio A4, a doble espacio y por una sola cara. Las obras se presentarán por correo electrónico en un mismo archivo que incluya la ficha del autor y el poemario.”
A simple vista y despreocupadamente todo se presenta normal, esto es: sin ningún aspecto sobresaliente o que se deslice fuera de la pista; pero...
Supongamos que fueran 600 versos: en el mínimo de 60 páginas, eso no dejaría otro promedio que el de 10 versos por poema; y, en el otro extremo, supongamos 960 versos, el promedio sería de 16 versos por poema. Todo lo cual recorta notablemente la cantidad de concursantes... ¿No?

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Llegué a la terminal con la valija de cuero marrón y aquel sombrero, oscurecido por el tiempo y el sol y un poco roto en la punta, y ahí estabas, con tu propia valija y tu bolso y el saco de hilo colgado del bolso. Lo había estado pensando toda la noche anterior y te juro que había decidido irme con vos. Pero, no sé si por el ruido de la estación o los gritos de changadores y viajeros, me quedé mirándote desde la puerta y no pude dar un paso más. Sé que no me viste, esperabas que entrara por la otra puerta, la más grande, la que daba a las paradas de los colectivos; nunca habrías imaginado que iba a hacer el trayecto caminando. Y te miré subir al micro y casi doy ese paso que me faltaba. Pero no. Ni siquiera esperé a ver cómo te ibas hacia ese futuro donde yo no estaba. Fue la última vez que me puse aquel sombrero. Tuve que tirar la valija cinco años después: estaba tan rota que las cosas se le salían por los costados.

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En ocasiones, mientras ando leyendo un libro, éste me señala hacia otro; muchas veces lo hace de modo sutil; pero, en otras, desfachatadamente. Esto me ha ocurrido en más de una oportunidad durante esta semana y desde libros diferentes; la última fue ayer y de la manera más declamatoria. No es desde mis días recientes que sé de los peligros que entraña desoír semejantes indicaciones; por lo cual, en cuanto se me termine la Trilogía de Corfú o la se Salterton, final que me alcance primero, ya conozco el nombre del autor de la lectura siguiente: Shakespeare.

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Cuando era chico y estaba por salir a alguna parte con los compañeros de la escuela, mi papá me preguntaba si iba a llevar el saco azul o el gabán verde y le respondía si tal o cual acorde al clima y mis preferencias de la ocasión. Así, ya en la calle, si metía la mano en el bolsillo por lo que fuera, me encontraba que había allí algunos billetes.
Hoy en día, dadas las inusuales bajas temperaturas y, aun cuando el frío nunca me ha molestado, para que nadie quede en casa con el ceño fruncido, elijo alguna de las camperas colgadas en el perchero del cuartito bordó; puede pasar que la elegida fuera usada por última vez hace dos o tres años. Me ocurre, entonces, que al meter la mano en el bolsillo, encuentre unos billetes dejados ahí; y me vuelve la misma y exacta sensación que cuando chico.
Son estas cosas las que me confirman que el tiempo no es otra cosa que un fantasma de la memoria, individual y profundo para cada uno; y que la parte que nos toca finalizará con nosotros.

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Y, así, cuando abandonaste nuestro mundo, allá por febrero de 2015, te fuiste alejando igual que cuando te quedabas en la estación y tu camisola se iba achicando hasta convertirse en un punto naranja que terminaría comprimido por la intensidad de la luz, tirana de nuestro universo.

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Hay palabras que matan el poema; que se las siga usando revela que la poesía no tiene instinto de supervivencia.

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“Evolved”... fue la palabra con la que cerró su libro y nos abrió la puerta a la maravilla.

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El latiguillo “Ni una menos” está mal; y está mal porque es discriminatorio: solamente toma en cuenta a las mujeres víctimas de violencia que mueren; no tiene en cuenta a las que sobreviven y vuelven a ser víctimas de la violencia al día siguiente. El latiguillo que mejor se ajusta a la intención, por cercanía, debería ser “Ni una más” (el cual, además, trae ecos de aquel libro que fue testimonio de los años negros). No se me escapa que la parte lamentable de cualquier latiguillo es que tiene tufillo a agencia de publicidad; cosa que bien podría ser utilizada para explicar el fracaso de lo que intenta conseguir. Y ni qué decir que deja toda la sensación de que hay dinero circulando por alguna parte.

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Escuché que alguien decía que la locura consistía en hacer siempre lo mismo y esperar un resultado diferente... se ve que no había nadie más en las cercanías.

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Algún día el (así llamado) rock nacional tendrá que pagar su deuda con la demagogia.

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Mis días de niñez —esto es desde principios de 1960 hasta finales de 1966— transcurrieron principalmente en dos lugares. En la escuela durante los días de clases y en el barrio durante los veranos. El clima imperante en nada cambiaba lo anterior; las grandes tormentas no impedían que acudiera a la escuela y tampoco que me encontrara con los amigos de la cuadra. Solamente las enfermedades me encerraban en casa, mal que me pesara y contra mis impulsos más primarios. Podrás pensar que esto no era tan así en época de clases, pero sí lo era: lo pasaba muy bien en la escuela y pocas cosas me molestaban más que tener que recuperar las clases perdidas y copiar lo que me faltaba del cuaderno de un compañero. La pasaba muy bien no solamente porque mis compañeros de grado eran de lo mejor sino porque me gustaba enterarme de cosas nuevas; por las mañanas cursaba el ciclo común a las primarias de la capital; y por las tardes aprendía inglés. Durante los primeros años, dado que mis viejos salían a trabajar temprano y regresaban pasado el mediodía, me quedaba a comer en la escuela; ese espacio entre los dos turnos era una suerte de tierra de nadie donde, si bien las maestras nos vigilaban, cada quien podía hacer lo que se le ocurriera. Almorzábamos en dos turnos: primero los más chicos y después los mayores; yo, claro, estaba en el primer turno —cosa que no impedía que los más grandes entraran cada tanto al comedor a cargar las tintas. El comedor se armaba en una sala de paso que estaba entre la cocina, el pasillo, la escalera que llevaba al primer piso y dos aulas; la mesa consistía de dos tablones apoyados sobre tres caballetes; las sillas, que eran las de las maestras y cualquiera otra que anduviera por ahí, se recolectaban de las aulas y se devolvían a ellas una vez que el almuerzo se daba por terminado; todo lo cual te da una idea de el clima irregular que intensificaba el perfume de los mediodías, los cuales terminaban cuando los alumnos que habían almorzado en sus casas comenzaban a llegar. El turno de la mañana comenzaban a las ocho y media de la mañana y terminaban a las once y media; el de la tarde a las dos y terminaba a las cuatro y media; de esto te resultará fácil deducir que, salvo por las horas de sueño de la noche, pasaba más tiempo en la escuela que en casa; algo parecido ocurría en los veranos aunque sin la escuela. En la cuadra había solamente dos chicos de la misma edad que yo: el Duardi y el Betobe; el resto de los vecinos eran más grandes o más chicos; tenía otros amigos, pero no como los dos mencionados y, aun cuando no todo el tiempo andábamos juntos, el movimiento del aire nos daba cuenta de nuestras presencias mutuas por alguna parte. Caminar por el barrio era una de mis actividades preferidas; pero también me gustaba ir a la placita de la iglesia a observar el movimiento de las ramas de los árboles y los pájaros; y dejarme llevar por los distintos ruidos que la poblaban. Por alguna causa que a nadie le interesó desenredar, los juegos se armaban poco antes de que comenzara a oscurecer y en ellos participaba todo el mundo que anduviera en las cercanías; los adultos nos observaban con desconfianza; claro que, bueno, para eso estaban los adultos (lo sabíamos bien, muy bien). Pasados los diez años, la bicicleta amplió los horizontes de todos y, debo admitirlo, nos separó un poco porque me dejaba llevar por la soledad del pedaleo y me alejaba más de lo que cualquiera habría sospechado (incluido yo mismo). Lo cierto fue que esos dos lugares de mi niñez se desplegaron bajo el sol; y aquel sol fue lo mejor que podía haberme pasado.

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La claridad exige precisión; y quien pretende abarcarlo todo nunca es preciso.

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Con más frecuencia cada día, encuentro que el talento y la inteligencia se regodean en andar peleados. Puesto a sacar lustre a la disyuntiva, elegiré la inteligencia toda la vida.

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En las mesas, en los estantes, en las sillas, en el sillón grande, sobre la cama, tengo libros, cuadernos y anteojos por todas partes; voy a tener que hacer algo con eso porque cualquiera que se diera una vuelta por mis dominios podría pensar que soy un intelectual.

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La frontera entre la ingenuidad y la boludez se esfuma cada día más; se aleja a pesar de mis esfuerzos por no perder su definición; y los pactos con los dioses se quiebran.

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Creer que las (así llamadas) campañas de concientización cumplen con el propósito al que apuntan está sobrestimado; locamente subestimado.

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Las vidas de las personas no son interesantes: se vuelven interesantes. Quien no comprenda esta diferencia jamás podrá realizarle una buena entrevista a nadie.

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¿Cuándo fue que los artistas se volvieron llorones?

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Me parece muy bien escuchar los reclamos de todos... hasta que empiezan a mandar las fotos que se sacaron en Europa.

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Leo un poema de Lorca y me doy cuenta de cuánto que tienen para aprender esos tiralíneas que andan sueltos por ahí.

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El Viejo rara vez hablaba de su niñez, pero lo hizo unas pocas veces; muy pocas si las comparaba con lo mucho que hablaba de cualquier cosa. Y, cuando lo hacía, era fácil ver que encontraba en ello un modo de reunirse con esas personas que le habían hecho bien. Una de ellas era la Ofelia, quien siempre lo había tratado como si fuera su hijo sin jamás hacerle notar que la diferencia de edades daba para que fuera en realidad su abuela. Había sido ella quien le había dicho que los fantasmas no tenían memoria y que era por eso, antes que por nada más, por lo que no se les debía tener miedo: los fantasmas regresaban a los lugares que habían conocido y se cruzaban con las personas con quienes habían compartido momentos no porque los recordaran, no en el sentido como los vivos recuerdan (y muchas veces, también, olvidan), no; lo hacían porque un impulso de sus esencias, casi por completo libres de materia, los dirigía hacia ahí; un impulso que no tenía significado para ellos y, en consecuencia, no debía tenerlo para nadie más. Dependía de los vivos, devolverles parte de la memoria que había sido suya, puesto que era imposible devolvérselas completas, y ayudarlos así a acomodarse a su nueva condición; que era la de estar acá, y ahí, y en ninguna parte al mismo tiempo. El Viejo me decía que nunca se olvidaba de las palabras que le habían sido entregadas por las personas que habían significado un bien en su vida. Aun cuando tenía serias dudas sobre la existencia de los fantasmas. Supongo que, por contagio, o puede que porque sus palabras me hicieron prestar atención a esto antes de lo que hubiera tardado por las mías, lo mismo ocurre en mí. En lo que hace a los fantasmas en lo particular, nunca les había dado mucha importancia, y que existieran o no resultaba en una cuestión que no me modificaba los pasos. Al menos hasta que te conocí.

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Está muy bien eso de hacer planes, de no dejar que la improvisación te lleve por delante; pero conviene no pasarse de la raya.

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No puede llamarse escritor quien, antes de escribir la palabra “algo”, no la medita (y rechaza) siete veces.

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En otro tiempo, el viento se llevaba las palabras.
Hoy, gracias al FB, permanecen; y se repiten con precisión mejor a como lo haría un eco.
Gracias a lo dicho (aun cuando puede que transitoriamente), no cuesta mucho trabajo darse cuenta de que, quien más quien más aun, emite sus opiniones anclado a las cadenas de su pasado.
La mayoría de las veces me callo; pero no es porque esté de acuerdo con lo que se dice sino por temor a que me fuera a pasar lo mismo.

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No hay caso: un insulto termina por ser más auténtico, mucho más, que unas palabras magnánimas.

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Si le pedís plata al Diablo y el Diablo te la da, bueno será que sepas de antemano lo que te va a quitar a cambio.

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Me desperté en medio de la noche, una de las tantas veces que me despierto, cosa que ya se me ha vuelto costumbre desde hace cosa de un par de años, y escuché la lluvia que golpeaba contra el techo de chapa. Hacía años que no escuchaba ese golpeteo de las lágrimas de la oscura. La noche anterior había escuchado los grillos. Una vez me dijiste que la inmortalidad andaba entre esos dos sonidos. Y me ha llevado toda la vida comprenderlo.

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La verdad pocas veces sirve de consuelo.

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Unos fragmentos de Woyzeck:

¡Woyzeck, me estremezco al pensar que el mundo da una vuelta entera en un solo día! ¡Qué manera de desperdiciar el tiempo! (dicho por el Capitán)

Hay un silencio tan raro. Da ganas de contener la respiración. (dicho por Woyzeck)

Quieto, todo está quieto, como si el mundo estuviese muerto. (dicho por Woyzeck)

¿Te mira el demonio por los ojos? (preguntado por el Tambor Mayor)

Es así (...) cuando el carpintero junta el aserrín, no hay nadie que sepa a quién le tocará posar la cabeza en él. (dicho por Woyzeck)

(Woyzeck; de Georg Büchner. Centro Editor de América Latina; Buenos Aires, 1969. Colección Biblioteca Básica Universal. Traducción de Manfred Shönfeld)

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El faro que dibujaste pliega mis certezas incluso dormido.

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No se puede asegurar que todo el mundo sueñe bien.

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Escribir con claridad no significa escribir para el ignorante; me inclino a pensar que todo lo contrario.

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Me pregunto si quienes declaman “hasta la victoria, siempre” se dan cuenta del tono militar de esa arenga, su aire fascista... está claro que no perciben cómo traiciona eso mismo por lo que dicen luchar.

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Enero de 1959:
El libro abierto en el patio y nadie más en el mundo salvo sus voces, historias infinitas que, todavía hoy, siguen resonando.

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Como decía el Viejo: “Your dog may be tame but, if you kick it long enough, it will bite.”
Y así, hamacado por esas palabras, observo y espero.

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Te acaricia la mano misma que escribe... y también la que no.

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Come to think of it, literature is the record of our discontent.[1] (Virginia Woolf; An Evening Party)

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“Y para escribir”, dijo la señorita Susana, “tienen que traer un lápiz negro Faber N° 2.” Y una sacudida que el viento le dio a la puerta, apenas perceptible, me indicó que el mundo había doblado en la esquina.

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Se dice que el frío es lo contrario del calor, su falta; ello basta para saber que vivimos entre fantasmas, entre sutilezas de grado.

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Esa costumbre que tienen los poetas de sentarse en mesas alargadas, todos del mismo lado... es inevitable sentir que falta el bolillero en el extremo izquierdo.

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Cuestión de gusto es cuando alguien te dice que prefiere una sinfonía de Beethoven antes que una gimnopedia de Satie, o a la inversa; lo otro no es cuestión de gusto, es una situación de ignorancia.

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Esta novela breve iba a ser larga pero se terminó antes de llegar.

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Este cuento iba a ser largo pero llegó uno nuevo y se arrugó.

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Esto iba a ser un cuento pero llegó un viento fuerte y lo noveló.

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Un poder judicial defectuoso termina por abrir la puerta a la violencia.

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Y la violencia siempre beneficia a los inescrupulosos; especialmente cuando se mueven por los pasillos de la política.

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[1] Ahora que lo pienso, la literatura es el registro de nuestro descontento.