Durante
los últimos tiempos, distintos fragmentos —voces de ninguna parte bien cercana—
me dieron plenamente en la cara; algunos son principios de historias, otros son
finales, y los más: interrupciones a la mitad; historias todas ellas que nunca
escribiré. Imágenes vagas, incompletas, bajas. Corazones de sangre apagada,
detrás de unas risas, o de una burla. Para pasar y olvidar. Como los cardones
de la ruta.
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Vos sabés que escribo y que ando por ahí
diciendo que soy escritor; lo cual es cierto en el sentido estricto dado que
escritor es quien escribe; como también lo son el escribiente, el escribano y
allá lejos, en un país que solía habitar, el escribidor. A lo que voy es a que
a los escritores les gusta usar metáforas, especialmente a los que se presentan
como poetas; y he llegado a la conclusión de que las metáforas son mecanismos
para inteligencias necesitadas de alimento, cuando no miserablemente
mentirosas. Porque, si hay una manera de decir A, nadie que no buscara el
resultado de un engaño diría B y esperaría que el otro entienda A. Ya sé que
alguno te dirá que hay metáforas exquisitas por su belleza o por su
originalidad; pero, claro, estaríamos hablando de menos del uno por ciento del
total de las metáforas que se puede encontrar en esa bolsa que una mayoría
atolondrada llama literatura; mucho menos. Se me da por escribir esto porque,
el otro día, alguien me felicitó por mis metáforas... lo cual es un recurso del
que no saco provecho. Te podrás imaginar lo cuesta arriba que sería si me
pusiera a explicar a un desconocido por qué eso que cree que es una metáfora no
lo es; motivo por el cual no lo hago —para no mencionar que ni mis santos
tendrían la paciencia requerida. Cuando escucho que alguien dice que la poesía
vive gracias a la metáfora, me palpo el bolsillo para asegurarme de que no me
olvidé los fósforos. En suma, que la metáfora es un recurso que la composición de
las palabras permite para estafar al lector. Y no puedo esperar a que se
termine de levantar el cadalso.
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Estaba en Mar del Plata, descansando de
las rutinas del año, eran los primeros diez días de diciembre, lindo momento
para estar ahí, con los turistas todavía lejos y los habitantes ocupados en
preparar las fiestas que se aproximaban; días templados, alguna lluvia
pasajera, el pasado y el presente mezclados con los pasos que sin demasiado
plan andaban por las calles de Stella Maris. Marta se cansaba a las pocas
cuadras pero aguantaba y no decía nada; la edad trae esas cosas: por eso era
que se iba a la cama temprano. Alguna tarde, Silvia, Tatu y yo salíamos a
caminar por Güemes y, a la vuelta, pasábamos por Fátima a comprar la cena;
comprar en aquella rotisería fue siempre un clásico de la familia, la que me
devolvió momentos alegres al comienzo de los noventa. El sábado por la noche,
llegaba la Muni junto con el resto de la compañía de danza: bailaban el domingo
6 por la noche en una suerte de casa dedicada a las artes escénicas la cual no
quedaba en el Centro precisamente sino más allá de la avenida Independencia y
se llamaba El Galpón de las Artes: sobre Jujuy, a media cuadra de Rawson.
Nosotros estábamos en Viamonte a pocos pasos de la avenida Colón y se nos había
roto una de las cubiertas del auto esa misma tarde cuando volvíamos de Miramar,
así que, ya desde ese momento, había decidido que iría caminando —Silvia ya
había visto el mismo espectáculo en Baires y prefirió quedarse en el
departamento para que Marta no estuviera sola y Tatu no saliera de noche; la
verdad era que todos estaban cansados por haber pasado el domingo entero dando
vueltas por ahí. Yo también estaba cansado, pero tenía ganas de ver bailar a la
Muni y la idea de irme caminando por Colón hasta Independencia me atraía, aun
cuando no supiera el porqué; era una especie de bonificación que me regalaba
esa noche. El espectáculo comenzaba a las nueve, así que un poco antes de las
ocho emprendí el camino. No hacía frío pero estaba más fresco que en los días
anteriores; y no había casi nadie por la calle. A las dos cuadras ya me estaba
preguntando si no me estaría metiendo en terreno inseguro al caminar por ahí;
porque, si bien la avenida hasta pasar la Plaza Colón tenía las rotiserías
abiertas y alguno que otro andaba por ahí con alguna bolsa de haber hecho
compras, más allá sabía que la actividad iba a mermar todavía más. De todos
modos, allá seguí con mi camino, sin cambiar el paso y observando la avenida y
las luces, y los sonidos del aire de la noche. Había, además de los sonidos,
otra presencia dando vueltas y hablando, pero llegué al Galpón de las Artes sin
haber podido descifrar qué era lo que me estaba diciendo. Todavía faltaba un
poco para que comenzara la función así que aproveché que había una suerte de
bar instalado medio artesanalmente y me pedí una coca, la cual me fue servida
en un vaso de plástico. El espectáculo fue muy bueno, la pasé muy bien; me hizo
recordar otros tiempos, cuando ir a lugares como aquel Galpón era cosa de todos
los fines de semana; lo mismo que quedarse hasta tarde hablando y tomando lo
que hubiera a la mano y fumando como escuerzos... sí los años setenta y la
primera parte de los ochenta. Saludé a la Muni, quien estaba muy contenta de
que hubiera ido, e inicié el camino de regreso. Pensé en tomar un colectivo;
pero, entre que lo pensaba y evaluaba las posibilidades, llegué hasta Colón y,
sin mucho más que meditar ya estaba encaminado hacia el departamento. Y fue
pasando la calesita de la plaza cuando la voz que me había estado hablando todo
el tiempo en la ida se hizo entender; y me detuve una cuadra después, en la
esquina, y miré la subida que hace la avenida antes de llegar a la costa, y las
luces de la calle y las de los negocios, muchos de los cuales ya estaba cerrando,
y fui testigo de cómo eso que miraba se superponía con otras imágenes, de hacía
más de veinte años, de los últimos días del otoño de 1983: Laura y yo, por esa
misma avenida, arropados contra el frío mientras buscábamos un lugar, barato,
donde cenar. Y me di cuenta de que tendría que dejar que esa historia se tejiera
donde pudieras verla; que veinte años es mucho tiempo para apretar una mordaza.
Por eso fue que te conté esto ahora, para dejar la puerta entornada; para que
sepas que las historias tristes también se cuidan y llega un día cuando deciden
cambiar de vereda, pasar de una sombra a otra; y otra.
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No puedo menos que maravillarme de esa
gente que habla como si conociera a todo el mundo; cuando lo que está haciendo
es dejarse llevar por lo que le muestra su aparato de televisión: esa boca de
ganso que imita con disciplina de temer.
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Están los ciegos; y están los que tienen
dibujos en la retina.
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Era el jueves 3 de noviembre de 1966 y
sonó el timbre del segundo recreo, que era el más largo y duraba quince minutos;
pero no tenía ganas de nada. Así que me fui caminando sin llamar la atención
hacia ese rincón donde daba la sombra. Nora se me acercó y preguntó:
“¿Jugamos”. “¿A qué?”, le repliqué. Y me dijo: “A ser dios.” Y al jueves
siguiente ya nada era igual.
Y me dijo que
en nueve años mi camino se cruzaría de nuevo con el de ella, pero su nombre
sería Cecilia. Y casi cuarenta años después, Cecilia se moriría de tristeza;
pero, aun cuando lejos de mí, yo lo sabría. Y siete años después, ella
regresaría, y su nombre sería de nuevo Nora.
Y la pena se
habría quemado.
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Para echar una mirada a la supuesta
inocencia de las descripciones, empujo el entusiasmo del lector (posible
escritor del futuro) hacia “The Toll House” (de Stevenson); narración de cuatro
páginas que se encuentra en “The Silverado Squatters”.
(No apta para poetas con tendencia a las
presentaciones de libros.)
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La feria del libro es un evento grande
del capitalismo local. Por lo que, supongo, quienes se oponen al sistema
capitalista estarán tomando las precauciones necesarias para no caer bajo su
zona de influencia. Por mi parte, siempre tomo las mías —aun cuando el
capitalismo nunca me ha tratado mal que digamos.
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Para luchar en favor de los pobres,
primero hay que definirlos, decir quiénes son, cuál su lugar; quien se arrogue
ese rol no obtendrá mi confianza; mucho menos: mi respeto.
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Estaba en la Galería Belgrano, la segunda
vez en la misma semana, una fiesta para mí; caminaba por los pasillos mientras
afuera llovía torrencialmente: ningún motivo tenía para irme a otro lado. Unos
libros me esperaban para ser retirados a unas quince cuadras de allí, pero no
tenía apuro; en todo caso, cuando el tiempo me apurara, me escudaría debajo del
paraguas y haría esas cuadras al paso, con algo más de cuidado, y sería
suficiente para mí.
Me quedé un
rato mirando el local vacío de Lacuchi: quedaban unas pocas cosas dentro, y
cajas vacías y estuches de lapicera en las vidrieras; “Más de sesenta años”,
pensé, “desde antes de que naciera yo; con este negocio abandonado, de verdad
se termina una era.”
A mi espalda
estaba el local de la Librería Rodríguez, el original porque desde hace un
tiempo se expandió y ocupa uno más, al final y a la izquierda del pasillo de la
entrada principal. Me di vuelta para mirar la vidriera de los libros; hacía un
rato había estado en el banco que está del otro lado, junto a la puerta, ahora
clausurada, que era por donde el Bobby y yo entrábamos en 1967 para ver qué
nuevas revistas habían llegado y los libros de la sección juvenil, que estaba en
ese mismo sector; y sentado ahí había recorrido imágenes de los años transcurridos
y pensado que, si bien visitaba la galería cada tanto, hacía muchísimo que no
entraba a la librería.
Afuera seguía
lloviendo con ganas; así que, después de estar unos minutos junto a la puerta,
la que ahora es la única puerta habilitada, mirando hacia los libros a través
del vidrio pero sin verlos realmente, entré. No esperaba para nada que pasara
lo que pasó: el olor... Había dado tres pasos ya dentro, por el pasillo de la
izquierda, puesto que el otro estaba ocupado y no había mucho lugar por donde caminar,
cuando el olor me asaltó; y era el mismo olor de entonces, el de cuando
entrábamos por la otra puerta para pasar un buen rato mirando y revolviendo con
cuidado lo que había sido puesto en las mesas para nosotros; y, empujado por ese
olor, el tiempo se plegó sobre sí mismo. Y, a mi espalda, una voz me dijo: “Qué
hacés, Andy; ¿hace mucho que llegaste?” Era el Bobby.
Y salí. Y me
fui a sentar de nuevo al banco que está frente a la otra puerta, la clausurada.
Y me quedé ahí hasta que se me pasaron las ganas de llorar.
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Ya no me sorprenden esos escritores que
se pronuncian contra el capitalismo y otras formas de división vertical de las
personas mientras que son los primeros en establecer castas entre los miembros
de su propia ocupación (castas que tienen menos que ver con la amistad que con
quiénes tienen las llaves de las escaleras).
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Se me ocurrió el otro día que uno de los
motivos por los que escribo es porque de otro modo nadie recordaría esos
momentos.
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Al final, Paul nos va sobrevivir a todos.
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No hay nadie que no se repita;
sencillamente pasa que ninguno lo ve.
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Están apareciendo iluminados para
avisarnos que las agencias de noticias son un negocio.
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Me lo presentó como excelente y resultó
ser una pobre verdura sobre-condimentada.
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Una cosa es lo que sale de la boca y otra
la que revelan las acciones; los inmigrantes son bienvenidos cuando aceptan
trabajar dentro de un régimen muy parecido al de la esclavitud; de otro modo,
son mirados con el mismo desprecio con que se mira a los usurpadores o a los arrogantes.
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Me fascina que, después de tantos años y
con las cosas que se han ido sabiendo, haya personas que todavía crean que
Perón era una buena persona.
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Aun cuando en líneas generales la gente
no ocupa un lugar entre mis preferencias, suelo ser formal y hasta cortés en
mis diálogos con cualquiera; hasta que me preguntan de qué signo soy
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Me ocupo en las mañanas de terminar las
tareas programadas el día anterior, y me preparo unas galletas con un
mate-cocido y unas mandarinas para el mediodía y descanso media hora con los
ojos cerrados; esto me permite, justo después, darme una ducha, preparar otro
mate-cocido y disfrutar de una hora de lectura. Desde ayer, el libro elegido me
lleva a la isla de Corfú y, sin proponérselo, al año 1969 y mis caminatas
solitarias por la avenida Cabildo y las calles adyacentes; cosa que permitió,
desde marzo hasta diciembre y pasando por las estaciones correspondientes, que
mi figura se fuera haciendo familiar y que chicas de los colegios vecinos, al
salir de clases, me preguntaran por tal revista o tal libro cuando me
encontraban en la librería Rodríguez o, si lo hacían en la calle, me contaran
del baile que estaban organizando para el fin-de-semana; bailes a los que mi
bolsillo nunca me abría la puerta pero que jamás habrían podido reemplazar mis
lecturas. Así las monedas iban a parar a la compra el segundo episodio de esa
revista cuyo número anterior me había dejado colgado, o un nuevo título de la
colección Robin Hood del Espacio o de Imágenes del Mundo. Sí: esa isla griega
ha resultado más grande de lo que sus habitantes jamás sospecharon.
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Every time
someone you love dies, death appears less fearsome.
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Encendí la tele y justo estaba
transmitiendo en directo desde la Plaza. Los sindicalistas habían convocado a
sus feligreses para una demostración de fuerza. Y los escuché decir no sé bien
qué sobre los millonarios y sus perfumes, y me pregunté cuánta plata tendría en
el bolsillo ése que hablaba... en realidad, no era la primera vez que me
preguntaba de dónde sacan tanta plata los dirigentes sindicales. Y la
muchedumbre servía al escándalo; gritos, golpes de bombo, cornetas... todo
hacía pensar que el partido comenzaría en cualquier momento. Y pensé en cuántos
de ésos (seguramente que muchos) regresarían a su casa y le darían dos o tres
golpes a su mujer antes de la cena; y otros tantos después. Pero lo que nunca
podré perdonarles es que, antes del desbande, ni los dirigentes ni sus
feligreses (aunque especialmente los dirigentes) sean capaces de tomar una
escoba y dejar las cosas como estaban antes de su reunión.
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Los que trabajamos hoy somos los
verdaderos trabajadores. (01.05.16)
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Hay lugares que son públicos a los que se
suele hacer referencia como que son de todos, o no son de nadie, o son de
cualquiera; pero cada uno de esos modos de referirse a ellos no es igual a los
otros; dependiendo de cuál se elija se puede trazar fielmente el carácter de
quien así lo enuncia. Cada tanto, algunos estudiantes de la Facultad de
Filosofía y Letras de Buenos Aires cortan la cuadra de la calle Puan donde está
el edificio de la facultad. Dejemos a un lado por un momento la falta de
imaginación para concentrarnos en la inteligencia mal alimentada de estos
muchachos. Y lo digo así porque ese lugar, la cuadra de la facultad, es de
todos; y estos alumnos se adueñan de él para hacerlo servir a su propósito... lo
cual es precisamente el origen de su reclamo.
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Es verdad: hay cosas que no están en los
libros. Pero no son tantas.
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Eso que se llama comúnmente educación no
es otra cosa que adoctrinamiento. Más difícil es, no obstante, deducir adónde
está apuntado dicho adoctrinamiento. En líneas generales, podría aventurar que
a un adormecimiento de los sentidos que soportan la lógica o (si se quiere una
precisión menos prejuiciosa) el raciocinio. Las drogas (así llamadas)
recreativas vendrían a suplantar ese adormecimiento por el lado de la
exaltación de los sentidos que alimentan (sobre todo) el placer. Por eso, un
docente cualquiera no es otra cosa que un guardiacárcel; prueba de ello se obtiene
cuando un niño, un alumno, responde a la pregunta sobre si quiere ir a la
escuela o prefiere hacer otra cosa y lo hace sin temor a represalias. Así es
como la escuela hace del verbo enseñar una perversión puesto que, en lugar de
permitir el aprendizaje, lo enjaula debajo de una adquisición de conocimientos
tipo enciclopedia a la que le faltan hojas y casi no tiene ilustraciones. El
docente no lucha contra esto (me refiero a la gran mayoría; la minoría buena
resulta aplastada y no tarda en alejarse hacia otros horizontes), su meta es la
de terminar cuanto antes con la jornada de clases, y hacerlo sin ripios, para
dedicar su tiempo libre a la televisión o al fútbol, o a las dos cosas; que el
docente esté convencido de que esa parte de su tiempo es libre prueba su descomposición.
Que la concurrencia a la escuela sea obligatoria delata la situación de
dominación que resulta junto con el título de egresado; el cual, bien mirado,
debería designarse como de ingresado. No hay maestros, ya no; a eso apunto.
Pero el último maestro no ha muerto, sencillamente se ha marchado.
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He interrumpido mi lectura un momento
porque la estoy pasando tan bien que no puede ser que el mundo no lo sepa.
Estoy en la cocina, con un jarro de
mate-cocido bien caliente, un plato de pepas y leyendo el libro de Gerry. La
luz del cielo nublado que entra por la ventana es más que suficiente. Y, a cada
página, me convenzo más de que tengo quince años.
Espero que los vecinos no se espanten con
mis risas.
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Las familias de poetas, ésas donde el
abuelo es poeta, el padre es poeta, los hijos son poetas y los nietos son
poetas, suenan a la transmisión de un título nobiliario.
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Que lo escrito y nada más diga dónde está
el escritor.
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Me causa profunda tristeza que todavía
hoy se siga aplaudiendo las acciones de cualquier guerrillero (término usado
aunque me parece que no totalmente apropiado); porque, sin importar el color de
su bandera, se está aplaudiendo asesinos, se le está dando un lugar aceptable
al asesinato.
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Con unos cuantos compañeros de la
primaria estamos organizando un corte de calles para reclamar en pos del
regreso del Chupe-Tucho.
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Hablar por boca de ganso es dar por
cierto un relato ofrecido por un tercero; desde hace ya un tiempo largo se le
suele también llamar periodismo.
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Ayer, Gerry terminó de contarme su primer
grupo de historias pertenecientes a la Trilogía de Corfú; el libro se me fue
deslizando entre los dedos y ante mis ojos vuelto líquido. Enseguida supe que
ése era un momento familiar: así también me había pasado con los quince años.
Me quedan dos libros antes de que el afuera ataque de nuevo. El desierto se
comporta, muchas veces, así.
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Uno de los placeres del fin-de-semana:
comprar el pan y comestibles vecinos en la Antigua Torino.
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Entre las bases de un concurso (cuyo
origen no mencionaré) pude leer:
“Los libros,
con absoluta libertad temática y formal, tendrán una extensión comprendida
entre los 500 y 1000 versos o líneas, bien entendido que el texto impreso no
tendrá menos de 60 ni más de 100 páginas, en folio A4, a doble espacio y por
una sola cara. Las obras se presentarán por correo electrónico en un mismo
archivo que incluya la ficha del autor y el poemario.”
A simple vista
y despreocupadamente todo se presenta normal, esto es: sin ningún aspecto sobresaliente
o que se deslice fuera de la pista; pero...
Supongamos que
fueran 600 versos: en el mínimo de 60 páginas, eso no dejaría otro promedio que
el de 10 versos por poema; y, en el otro extremo, supongamos 960 versos, el
promedio sería de 16 versos por poema. Todo lo cual recorta notablemente la
cantidad de concursantes... ¿No?
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Llegué a la terminal con la valija de
cuero marrón y aquel sombrero, oscurecido por el tiempo y el sol y un poco roto
en la punta, y ahí estabas, con tu propia valija y tu bolso y el saco de hilo
colgado del bolso. Lo había estado pensando toda la noche anterior y te juro
que había decidido irme con vos. Pero, no sé si por el ruido de la estación o
los gritos de changadores y viajeros, me quedé mirándote desde la puerta y no
pude dar un paso más. Sé que no me viste, esperabas que entrara por la otra
puerta, la más grande, la que daba a las paradas de los colectivos; nunca
habrías imaginado que iba a hacer el trayecto caminando. Y te miré subir al
micro y casi doy ese paso que me faltaba. Pero no. Ni siquiera esperé a ver
cómo te ibas hacia ese futuro donde yo no estaba. Fue la última vez que me puse
aquel sombrero. Tuve que tirar la valija cinco años después: estaba tan rota
que las cosas se le salían por los costados.
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En ocasiones, mientras ando leyendo un
libro, éste me señala hacia otro; muchas veces lo hace de modo sutil; pero, en
otras, desfachatadamente. Esto me ha ocurrido en más de una oportunidad durante
esta semana y desde libros diferentes; la última fue ayer y de la manera más
declamatoria. No es desde mis días recientes que sé de los peligros que entraña
desoír semejantes indicaciones; por lo cual, en cuanto se me termine la
Trilogía de Corfú o la se Salterton, final que me alcance primero, ya conozco
el nombre del autor de la lectura siguiente: Shakespeare.
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Cuando era chico y estaba por salir a
alguna parte con los compañeros de la escuela, mi papá me preguntaba si iba a
llevar el saco azul o el gabán verde y le respondía si tal o cual acorde al
clima y mis preferencias de la ocasión. Así, ya en la calle, si metía la mano
en el bolsillo por lo que fuera, me encontraba que había allí algunos billetes.
Hoy en día,
dadas las inusuales bajas temperaturas y, aun cuando el frío nunca me ha
molestado, para que nadie quede en casa con el ceño fruncido, elijo alguna de
las camperas colgadas en el perchero del cuartito bordó; puede pasar que la
elegida fuera usada por última vez hace dos o tres años. Me ocurre, entonces,
que al meter la mano en el bolsillo, encuentre unos billetes dejados ahí; y me
vuelve la misma y exacta sensación que cuando chico.
Son estas
cosas las que me confirman que el tiempo no es otra cosa que un fantasma de la
memoria, individual y profundo para cada uno; y que la parte que nos toca
finalizará con nosotros.
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Y, así, cuando abandonaste nuestro mundo,
allá por febrero de 2015, te fuiste alejando igual que cuando te quedabas en la
estación y tu camisola se iba achicando hasta convertirse en un punto naranja
que terminaría comprimido por la intensidad de la luz, tirana de nuestro universo.
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Hay palabras que matan el poema; que se
las siga usando revela que la poesía no tiene instinto de supervivencia.
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“Evolved”...
fue la palabra con la que cerró su libro y nos
abrió la puerta a la maravilla.
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El latiguillo “Ni una menos” está mal; y
está mal porque es discriminatorio: solamente toma en cuenta a las mujeres
víctimas de violencia que mueren; no tiene en cuenta a las que sobreviven y
vuelven a ser víctimas de la violencia al día siguiente. El latiguillo que
mejor se ajusta a la intención, por cercanía, debería ser “Ni una más” (el cual,
además, trae ecos de aquel libro que fue testimonio de los años negros). No se
me escapa que la parte lamentable de cualquier latiguillo es que tiene tufillo
a agencia de publicidad; cosa que bien podría ser utilizada para explicar el
fracaso de lo que intenta conseguir. Y ni qué decir que deja toda la sensación
de que hay dinero circulando por alguna parte.
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Escuché que alguien decía que la locura
consistía en hacer siempre lo mismo y esperar un resultado diferente... se ve
que no había nadie más en las cercanías.
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Algún día el (así llamado) rock nacional
tendrá que pagar su deuda con la demagogia.
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Mis días de niñez —esto es desde
principios de 1960 hasta finales de 1966— transcurrieron principalmente en dos
lugares. En la escuela durante los días de clases y en el barrio durante los
veranos. El clima imperante en nada cambiaba lo anterior; las grandes tormentas
no impedían que acudiera a la escuela y tampoco que me encontrara con los
amigos de la cuadra. Solamente las enfermedades me encerraban en casa, mal que
me pesara y contra mis impulsos más primarios. Podrás pensar que esto no era
tan así en época de clases, pero sí lo era: lo pasaba muy bien en la escuela y
pocas cosas me molestaban más que tener que recuperar las clases perdidas y
copiar lo que me faltaba del cuaderno de un compañero. La pasaba muy bien no
solamente porque mis compañeros de grado eran de lo mejor sino porque me
gustaba enterarme de cosas nuevas; por las mañanas cursaba el ciclo común a las
primarias de la capital; y por las tardes aprendía inglés. Durante los primeros
años, dado que mis viejos salían a trabajar temprano y regresaban pasado el
mediodía, me quedaba a comer en la escuela; ese espacio entre los dos turnos
era una suerte de tierra de nadie donde, si bien las maestras nos vigilaban,
cada quien podía hacer lo que se le ocurriera. Almorzábamos en dos turnos:
primero los más chicos y después los mayores; yo, claro, estaba en el primer
turno —cosa que no impedía que los más grandes entraran cada tanto al comedor a
cargar las tintas. El comedor se armaba en una sala de paso que estaba entre la
cocina, el pasillo, la escalera que llevaba al primer piso y dos aulas; la mesa
consistía de dos tablones apoyados sobre tres caballetes; las sillas, que eran
las de las maestras y cualquiera otra que anduviera por ahí, se recolectaban de
las aulas y se devolvían a ellas una vez que el almuerzo se daba por terminado;
todo lo cual te da una idea de el clima irregular que intensificaba el perfume
de los mediodías, los cuales terminaban cuando los alumnos que habían almorzado
en sus casas comenzaban a llegar. El turno de la mañana comenzaban a las ocho y
media de la mañana y terminaban a las once y media; el de la tarde a las dos y
terminaba a las cuatro y media; de esto te resultará fácil deducir que, salvo
por las horas de sueño de la noche, pasaba más tiempo en la escuela que en casa;
algo parecido ocurría en los veranos aunque sin la escuela. En la cuadra había
solamente dos chicos de la misma edad que yo: el Duardi y el Betobe; el resto
de los vecinos eran más grandes o más chicos; tenía otros amigos, pero no como
los dos mencionados y, aun cuando no todo el tiempo andábamos juntos, el
movimiento del aire nos daba cuenta de nuestras presencias mutuas por alguna
parte. Caminar por el barrio era una de mis actividades preferidas; pero
también me gustaba ir a la placita de la iglesia a observar el movimiento de
las ramas de los árboles y los pájaros; y dejarme llevar por los distintos
ruidos que la poblaban. Por alguna causa que a nadie le interesó desenredar,
los juegos se armaban poco antes de que comenzara a oscurecer y en ellos
participaba todo el mundo que anduviera en las cercanías; los adultos nos
observaban con desconfianza; claro que, bueno, para eso estaban los adultos (lo
sabíamos bien, muy bien). Pasados los
diez años, la bicicleta amplió los horizontes de todos y, debo admitirlo, nos
separó un poco porque me dejaba llevar por la soledad del pedaleo y me alejaba
más de lo que cualquiera habría sospechado (incluido yo mismo). Lo cierto fue
que esos dos lugares de mi niñez se desplegaron bajo el sol; y aquel sol fue lo
mejor que podía haberme pasado.
- - -
La claridad exige precisión; y quien
pretende abarcarlo todo nunca es preciso.
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Con más frecuencia cada día, encuentro
que el talento y la inteligencia se regodean en andar peleados. Puesto a sacar
lustre a la disyuntiva, elegiré la inteligencia toda la vida.
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En las mesas, en los estantes, en las
sillas, en el sillón grande, sobre la cama, tengo libros, cuadernos y anteojos
por todas partes; voy a tener que hacer algo con eso porque cualquiera que se
diera una vuelta por mis dominios podría pensar que soy un intelectual.
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La frontera entre la ingenuidad y la
boludez se esfuma cada día más; se aleja a pesar de mis esfuerzos por no perder
su definición; y los pactos con los dioses se quiebran.
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Creer que las (así llamadas) campañas de
concientización cumplen con el propósito al que apuntan está sobrestimado; locamente subestimado.
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Las vidas de las personas no son interesantes: se vuelven interesantes.
Quien no comprenda esta diferencia jamás podrá realizarle una buena entrevista
a nadie.
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¿Cuándo fue que los artistas se volvieron
llorones?
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Me parece muy bien escuchar los reclamos
de todos... hasta que empiezan a mandar las fotos que se sacaron en Europa.
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Leo un poema de Lorca y me doy cuenta de cuánto
que tienen para aprender esos tiralíneas que andan sueltos por ahí.
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El Viejo rara vez hablaba de su niñez,
pero lo hizo unas pocas veces; muy
pocas si las comparaba con lo mucho que hablaba de cualquier cosa. Y, cuando lo
hacía, era fácil ver que encontraba en ello un modo de reunirse con esas
personas que le habían hecho bien. Una de ellas era la Ofelia, quien siempre lo
había tratado como si fuera su hijo sin jamás hacerle notar que la diferencia
de edades daba para que fuera en realidad su abuela. Había sido ella quien le
había dicho que los fantasmas no tenían memoria y que era por eso, antes que
por nada más, por lo que no se les debía tener miedo: los fantasmas regresaban
a los lugares que habían conocido y se cruzaban con las personas con quienes
habían compartido momentos no porque los recordaran, no en el sentido como los
vivos recuerdan (y muchas veces, también, olvidan), no; lo hacían porque un
impulso de sus esencias, casi por completo libres de materia, los dirigía hacia
ahí; un impulso que no tenía significado para ellos y, en consecuencia, no
debía tenerlo para nadie más. Dependía de los vivos, devolverles parte de la
memoria que había sido suya, puesto que era imposible devolvérselas completas,
y ayudarlos así a acomodarse a su nueva condición; que era la de estar acá, y
ahí, y en ninguna parte al mismo tiempo. El Viejo me decía que nunca se
olvidaba de las palabras que le habían sido entregadas por las personas que
habían significado un bien en su vida. Aun cuando tenía serias dudas sobre la
existencia de los fantasmas. Supongo que, por contagio, o puede que porque sus
palabras me hicieron prestar atención a esto antes de lo que hubiera tardado
por las mías, lo mismo ocurre en mí. En lo que hace a los fantasmas en lo
particular, nunca les había dado mucha importancia, y que existieran o no
resultaba en una cuestión que no me modificaba los pasos. Al menos hasta que te
conocí.
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Está muy bien eso de hacer planes, de no
dejar que la improvisación te lleve por delante; pero conviene no pasarse de la
raya.
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No puede llamarse escritor quien, antes
de escribir la palabra “algo”, no la medita (y rechaza) siete veces.
- - -
En otro tiempo, el viento se llevaba las
palabras.
Hoy, gracias al
FB, permanecen; y se repiten con precisión mejor a como lo haría un eco.
Gracias a lo
dicho (aun cuando puede que transitoriamente), no cuesta mucho trabajo darse
cuenta de que, quien más quien más aun, emite sus opiniones anclado a las
cadenas de su pasado.
La mayoría de
las veces me callo; pero no es porque esté de acuerdo con lo que se dice sino
por temor a que me fuera a pasar lo mismo.
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No hay caso: un insulto termina por ser
más auténtico, mucho más, que unas
palabras magnánimas.
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Si le pedís plata al Diablo y el Diablo
te la da, bueno será que sepas de antemano lo que te va a quitar a cambio.
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Me desperté en medio de la noche, una de
las tantas veces que me despierto, cosa que ya se me ha vuelto costumbre desde
hace cosa de un par de años, y escuché la lluvia que golpeaba contra el techo
de chapa. Hacía años que no escuchaba ese golpeteo de las lágrimas de la oscura.
La noche anterior había escuchado los grillos. Una vez me dijiste que la
inmortalidad andaba entre esos dos sonidos. Y me ha llevado toda la vida
comprenderlo.
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La verdad pocas veces sirve de consuelo.
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Unos fragmentos de Woyzeck:
¡Woyzeck,
me estremezco al pensar que el mundo da una vuelta entera en un solo día! ¡Qué
manera de desperdiciar el tiempo! (dicho por el
Capitán)
Hay
un silencio tan raro. Da ganas de contener la respiración. (dicho por Woyzeck)
Quieto,
todo está quieto, como si el mundo estuviese muerto. (dicho por Woyzeck)
¿Te
mira el demonio por los ojos? (preguntado por el
Tambor Mayor)
Es así (...) cuando el carpintero junta el aserrín, no hay nadie que sepa a quién le
tocará posar la cabeza en él. (dicho por Woyzeck)
(Woyzeck;
de Georg Büchner. Centro Editor de América Latina; Buenos Aires, 1969.
Colección Biblioteca Básica Universal. Traducción de Manfred Shönfeld)
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El faro que dibujaste pliega mis certezas
incluso dormido.
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No se puede asegurar que todo el mundo
sueñe bien.
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Escribir con claridad no significa
escribir para el ignorante; me inclino a pensar que todo lo contrario.
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Me pregunto si quienes declaman “hasta la
victoria, siempre” se dan cuenta del tono militar de esa arenga, su aire
fascista... está claro que no perciben cómo traiciona eso mismo por lo que
dicen luchar.
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Enero de 1959:
El libro abierto en el patio y nadie más
en el mundo salvo sus voces, historias infinitas que, todavía hoy, siguen
resonando.
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Como decía el Viejo: “Your dog may be tame but, if you
kick it long enough, it will bite.”
Y así, hamacado por esas palabras,
observo y espero.
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Te acaricia la mano misma que escribe...
y también la que no.
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Come to
think of it, literature is the record of our discontent.[1]
(Virginia Woolf; An Evening Party)
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“Y para escribir”, dijo la señorita
Susana, “tienen que traer un lápiz negro Faber N° 2.” Y una sacudida que el
viento le dio a la puerta, apenas perceptible, me indicó que el mundo había
doblado en la esquina.
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Se dice que el frío es lo contrario del
calor, su falta; ello basta para saber que vivimos entre fantasmas, entre
sutilezas de grado.
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Esa costumbre que tienen los poetas de
sentarse en mesas alargadas, todos del mismo lado... es inevitable sentir que
falta el bolillero en el extremo izquierdo.
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Cuestión de gusto es cuando alguien te
dice que prefiere una sinfonía de Beethoven antes que una gimnopedia de Satie,
o a la inversa; lo otro no es cuestión de gusto, es una situación de
ignorancia.
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Esta novela breve iba a ser larga pero se
terminó antes de llegar.
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Este cuento iba a ser largo pero llegó
uno nuevo y se arrugó.
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Esto iba a ser un cuento pero llegó un
viento fuerte y lo noveló.
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Un poder judicial defectuoso termina por
abrir la puerta a la violencia.
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Y la violencia siempre beneficia a los
inescrupulosos; especialmente cuando se mueven por los pasillos de la política.
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