Durante los últimos tiempos, distintos fragmentos —voces de
ninguna parte bien cercana— me dieron plenamente en la cara; algunos son
principios de historias, otros son finales, y los más: interrupciones a la
mitad; historias todas ellas que nunca escribiré. Imágenes vagas, incompletas,
bajas. Corazones de sangre apagada, detrás de unas risas, o de una burla. Para
pasar y olvidar. Como los cardones de la ruta.
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Me preguntaba el otro
día si será por alguna moda (que ignoro) que las editoriales de poesía de estos
días tienen nombres tan feos.
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La violencia hace que
personas buenas se vuelvan crueles.
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Noto que hay una
tendencia a creer que todo lo que se publica en la Internet (en espacios como
el FaceBook y similares) es cierto; y me pregunto cómo ha ocurrido que el mundo
se ha llenado (mayoritariamente) de boludos o si será que la cantidad se ha
mantenido constante y es la Internet (justamente) la que hace que ahora se note
mejor.
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Pareciera no haber
boca lo suficientemente grande para conmemorar los doscientos años de
independencia... y me quedo esperando la carcajada.
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La primera vez que
escuché aquella declaración: “Yo estoy dispuesto a morir por mis ideales.” Y ya
entonces tuve toda la sensación de que no acordaba conmigo. Aquella sensación
no hizo que me sintiera muy bien que digamos; y, al principio, pensé que era
porque me parecía que siempre habría mejores opciones que morir. Con lo años,
tuve que reconocer que, aun cuando seguía pensando eso de las opciones, no era
eso lo que me molestaba de la dicha declaración. Lo que me molestaba (y me
molesta aún) es que quien la declama lo que en realidad está diciendo es que,
por sus ideales, está dispuesto (como lo probaron no pocos, y lo siguen
probando) a matar.
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La bandera es un
síntoma.
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Primero, dice que el
capital es el mismo demonio.
Después, maldice
porque la selección de fútbol no ganó el campeonato.
Es incapaz de ver que
el campeonato fue organizado por el capital.
Y maldice de nuevo
cuando la izquierda resulta una minoría.
Y pierde las
elecciones.
Y maldice de nuevo
que la democracia sea producto del capital.
Así, fracasa la
izquierda, atendida por sus propios dueños.
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Cuando alguien me
molesta, pero mucho (lo cual, debo admitirlo, no ocurre a menudo), tomo una
hoja y escribo su obituario; sé que, muy probablemente, no será útil a la
brevedad pero, curiosamente (y para mi sorpresa), a los pocos minutos me olvido
del asunto.
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Para ser útil, hay
muchas veces que poseer un don, no basta con el esfuerzo. Pero, cuando no se
tiene el don, se puede poner el esfuerzo al servicio de no ser inútil.
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