sábado, 1 de octubre de 2016

Fragmentos sin futuro 19

Durante los últimos tiempos, distintos fragmentos —voces de ninguna parte bien cercana— me dieron plenamente en la cara; algunos son principios de historias, otros son finales, y los más: interrupciones a la mitad; historias todas ellas que nunca escribiré. Imágenes vagas, incompletas, bajas. Corazones de sangre apagada, detrás de unas risas, o de una burla. Para pasar y olvidar. Como los cardones de la ruta.

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Me preguntaba el otro día si será por alguna moda (que ignoro) que las editoriales de poesía de estos días tienen nombres tan feos.

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La violencia hace que personas buenas se vuelvan crueles.

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Noto que hay una tendencia a creer que todo lo que se publica en la Internet (en espacios como el FaceBook y similares) es cierto; y me pregunto cómo ha ocurrido que el mundo se ha llenado (mayoritariamente) de boludos o si será que la cantidad se ha mantenido constante y es la Internet (justamente) la que hace que ahora se note mejor.

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Pareciera no haber boca lo suficientemente grande para conmemorar los doscientos años de independencia... y me quedo esperando la carcajada.

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La primera vez que escuché aquella declaración: “Yo estoy dispuesto a morir por mis ideales.” Y ya entonces tuve toda la sensación de que no acordaba conmigo. Aquella sensación no hizo que me sintiera muy bien que digamos; y, al principio, pensé que era porque me parecía que siempre habría mejores opciones que morir. Con lo años, tuve que reconocer que, aun cuando seguía pensando eso de las opciones, no era eso lo que me molestaba de la dicha declaración. Lo que me molestaba (y me molesta aún) es que quien la declama lo que en realidad está diciendo es que, por sus ideales, está dispuesto (como lo probaron no pocos, y lo siguen probando) a matar.

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La bandera es un síntoma.

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Primero, dice que el capital es el mismo demonio.
Después, maldice porque la selección de fútbol no ganó el campeonato.
Es incapaz de ver que el campeonato fue organizado por el capital.
Y maldice de nuevo cuando la izquierda resulta una minoría.
Y pierde las elecciones.
Y maldice de nuevo que la democracia sea producto del capital.
Así, fracasa la izquierda, atendida por sus propios dueños.

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Cuando alguien me molesta, pero mucho (lo cual, debo admitirlo, no ocurre a menudo), tomo una hoja y escribo su obituario; sé que, muy probablemente, no será útil a la brevedad pero, curiosamente (y para mi sorpresa), a los pocos minutos me olvido del asunto.

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Para ser útil, hay muchas veces que poseer un don, no basta con el esfuerzo. Pero, cuando no se tiene el don, se puede poner el esfuerzo al servicio de no ser inútil.

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Un pájaro nacerá una semana antes de tu muerte; y morirá al cumplir dos semanas. Y todo porque las herramientas de medición no se les niegan a nadie.

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El día que un cierto bebé nació en Belén, en otra parte del mundo, puede que no muy lejana, crecía el árbol del que se obtendría la madera con la que se haría una cruz.

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Lo que la multitud olvida, y no pocos eligen olvidar, es que su dios, además de ser el padre de Jesús, fue también el padre del Lucifer.

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Querías que te amara con la dulzura que mejor mide los actos salvajes; pero me pusiste contra las cuerdas y el presente se quebró.

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La magia existe, sí; pero no es la tontería de hacer que los dedos se vuelvan castañuelas... bueno... no solamente; puesto que hacerlo, por sí solo, es un comienzo.

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Lo bueno de la depresión es que, toda vez que el mundo comienza a hundirse, a vos te parece de lo más normal.

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Estoy en la cama, son las ocho de la noche; interrumpí la lectura del libro escrito por la Bruja de Oregon (Tenar, La Que Ríe) para prestar atención a los truenos. Suena a que están lejos, tocando el horizonte, aquellas cuerdas; y me recuerdan otros, de cuando me faltaba poco para cumplir dieciocho años, y escuchaba, también en la cama y de noche, en la certeza de que la Martina estaba haciendo lo mismo. Las tormentas son uno de mis libros de recuerdos; mejores que un álbum de fotos; y los truenos son sus mensajeros. El cansancio que recibe la noche cataliza el hechizo de unas pocas palabras; y es bienvenido. También la oscura; porque apaga todo menos las voces de los truenos viejos.

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Cuando se demanda libertad, eso que se obtiene podrá resultar satisfactorio, pero no es libertad.

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La soledad es una de las formas puras de la independencia.

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No hay caso, no me siento cómodo con casi nada de lo que veo publicado en las (así llamadas) redes sociales.

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Cada vez que me viene la tentación de hacer una crítica lapidaria a este gobierno, recuerdo el anterior y me doy cuenta de que es mejor quedarme callado.

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Se ha vuelto fácil confundir la justicia con la legalidad.

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En estos días se ha puesto de moda embestir contra las corridas de toros. Es una lástima que quienes hacen la embestida no se tomen un ratito nomás para investigar un poco sobre las corridas, su historia, su génesis, su imaginario; y es una lástima porque pasan vergüenza: dada su ignorancia, recurren a declamaciones torpes y argumentos de poca monta; pasan vergüenza, claro, frente a mí, no frente a quienes, aplaudiendo, demuestran ser tan ignorantes o más. Sí; terminan defendiendo al toro como si se tratara de un pollo inteligente. Falta poco para que pidan la incineración de los ejemplares de “Sangre y arena”.

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Cuando uno se pone a pensar en quiénes son los que merecen ayuda, se da cuenta de que, en lugar de hacer la revolución, es mucho más efectivo (y práctico) ir hasta sus casa y preguntarles qué necesitan.

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Andaba por la calle y oí cómo el conductor de un auto le gritaba un calificativo muy poco agradable a otro que estaba doblando y que, para hacerlo, había disminuido la velocidad; y me di cuenta de que no recordaba cuándo había sido la última vez que proferí una puteada. Una característica más que confirma que soy extraño a este mundo.

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Pareciera existir una gran confusión sobre lo que es el fascismo; una prueba más de que vivimos rodeados de fascistas.

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No me gustan esas canciones que (supuestamente) enseñan a vivir.

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La amistad, para ser verdadera, tiene que resultar inesperada.

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Es interesante apreciar como (quién más, quién menos) vive en su nube de conjeturas vueltas certeza.

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Encuentro que lo interesante se me ha vuelto otra forma de la tristeza.

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Vengo de un lugar cuyos sobrevivientes están dispersos por el mundo; algunos cerca, algunos más lejos; todos con una memoria de palabras que se cortan y afilan unas con otras; y una fuente de susurros que juntan canciones cuyas palabras nadie conoce, que oyen sobre un arco de distancia.

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Los tiempos cambian...

No tengo la menor idea de cómo construir una balsa.
Pero estoy seguro de que me puedo conseguir una por MercadoLibre.

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Me asombra (a esta altura sé que no debería, pero igual lo hace) la forma perversa como los noticieros tratan las catástrofes, fueran naturales o producto del impulso asesino de los humanos.

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Cada tanto me imagino muerto. La tranquilidad que me inunda es imposible de contar; no, al menos, de la manera como se cuentan las banalidades. Cuando digo que me imagino muerto, lo que digo es que observo mi cadáver tendido en la penumbra y atiendo las voces que lo rondan; voces que no dicen mucho y eso que dicen es casi inaudible.

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No me queda claro si se está luchando por el derecho de amamantar en cualquier parte o por el derecho de andar con las tetas al aire. Cuando era chico no había tanta historia con esto. No puedo hablar de mi experiencia personal porque tengo pocos recuerdos al respecto, pero las mujeres del barrio amamantaban hasta en la cola del pan y nadie andaba por ahí a los gritos. Ahora que amamantar y que se vieran las tetas eran cosas muy diferentes; lo sé muy bien porque con los chicos del barrio hicimos grandes investigaciones al respecto.

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Me molesta profundamente el periodista que se indigna; el periodista tiene que dar la noticia y guardarse la indignación ahí donde no le da el sol. Yo, que soy un indignado de nacimiento, decidí hace mucho tiempo jamás dedicarme al periodismo.

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Una de las últimas cosas que me dijo antes de irse fue que observara todo, que dejara que la percepción me señalara el camino y, de ser capaz, que tomara las riendas; y que nunca me olvidara de que se puede llegar al este navegando hacia el oeste.

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Es una vergüenza la costumbre que tienen los periodistas de inventar palabras ahí donde ya existe una que significa eso mismo que quieren decir; y es una vergüenza porque revela el grado de ignorancia presente en una función que no debería tenerla.

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Cuando se está condenado a pasar la eternidad en un mismo sitio, lo mejor es hacer que cada día se vuelva igual al anterior y, así, todos compondrán un conjunto de días iguales. De este modo, al pasar un día será lo mismo que si pasaran todos y la eternidad llegará a su fin; y también la condena.

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Hay días cuando los huesos me duelen menos; frente a esto no pocos celebrarían... pero la cosa no es tan así como parece a primera impresión. Porque, al día siguiente, cuando el dolor regresa a sus cauces regulares, la memoria atesora lo ocurrido el día anterior igual a como lo haría con el recuerdo de un paraíso perdido.

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“Supongo que una historia, sin que importe cuán larga resulte, se escribe de a una oración por vez”, me dijo aquel día cuando le confesé que estaba decidido a ser escritor. Y, no sólo nunca me lo olvidé, sino que ha sido así como he logrado escribir historias bastante largas; y lo sigo haciendo.

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Tan desafortunado ha sido el espacio que la Internet le ha abierto al mundo que ya quedan muy pocos que recuerden cómo es cerrar la boca.

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Muy pocos, también, recuerdan qué es, básicamente, una religión; y hablan de “las religiones” como si eso existiera. Y yo, que a pesar de haber nacido en medio de una familia con antecedentes católicos no creo en nada de eso, apenas puedo sonreírme cuando presencio que los creyentes de hoy lo son de este engendro que nada conserva de sus orígenes salvo algunas palabras huecas; esto que se transforma según la comodidad de muchos para que ellos no se escurran de sus redes. El papa habla de una guerra de religiones como si ello pudiera existir; quienes salen a matar lo hacen porque saben que su causa está perdida; lo mismo pasa con quienes pregonan la paz tal cual si ella fuera de su propiedad. Como ya nadie puede salir a quemar herejes, la conducción se contenta con vender humo. Me pregunto si no sentirán un poco de envidia ante los fanáticos.

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Las olimpíadas son un festival de chauvinismo insolente.

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Las miserias de un pueblo se revelan en lo que festeja.

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Cuando alguno te proponga iniciar una campaña por la independencia, antes de mover el próximo dedo, te conviene averiguar a quién tiene en mente para gobernador.

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Esperaba el semáforo para cruzar Juramento, a pocos pasos de Cabildo, y, cuando finalmente dio paso, un colectivo 60 quedó detenido a dos metros de haber arrancado de la parada. Una chica, que venía cruzando con el grupo de gente en el que yo también estaba, le hizo señas para que le abriera la puerta, pero el conductor siguió mirando al frente por encima de ella como si no existiera. La chica fue hasta la puerta del colectivo y, golpeando un poco con los nudillos, le pidió repetidamente que por favor le abriera, que no le costaba nada, que la parada estaba apenas un par de metros más atrás, pero el conductor nada, como si el resto del mundo fuera de vapor. Yo iba hacia BC, el maxikiosco que está ahí nomás, a comprar, como cada martes, una botellita de coca, pero me quedé en la vereda mirando lo que pasaba y pensando que nada les cuesta a estos tipos violar cada reglamento del tránsito pero, cuando tienen que hacer un favor, se acuerdan de todo lo que se los estaría impidiendo. Un muchacho, parado ahí nomás, debe de haber pensado algo parecido porque, avanzó hasta el camión de los obreros que trabajaban en el carril del metrobús, tomó un hacha de entre las herramientas, fue hasta el parabrisas y lo golpeó con fuerza: el vidrio no se rompió pero el hacha quedó clavada a la altura de la cara del conductor. “Ahora no vas a poder ir a ninguna parte; forro”, le dijo; y cruzó Juramento y se fue por Cabildo sin apurar el paso; a los pocos segundos ya no estaba por ninguna parte. El conductor bajó del colectivo, caminó hasta quedar frente a él y se quedó mirando el hacha igual que si fuera un fantasma recién aparecido.

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Políticamente hablando, este país es una cloaca; y puede que hablando de otros modos también. Miles de vidas en ruinas saben lo que es mejor para el vecino; aun cuando éste no lo acepte. Y, sobre todo eso, el convencimiento de que hay crímenes buenos.

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No existe tal cosa: “la izquierda”; como todo en política se trata de una fantasía, cuando no de una mentira a secas.

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Existe un poder vivo en los sonidos; por ejemplo: cuando comienza la Gimnopedia Número 1, inmediatamente me encuentro caminando por las calles que me eran familiares en la segunda mitad de los setenta y principios de los ochenta.

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Cada tanto, alguna circunstancia de lo más intrascendente hace que me dé cuenta de que estoy en el futuro.

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Se rasgaban las vestiduras con Obama; me pregunto que se rasgarán con Trump.

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Detrás de quien está seguro de sus ideas, un fascista aguarda su oportunidad.

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Me gusta leer, de esto no hay la menor duda; también me gusta marcar las páginas donde hay líneas que, por un motivo u otro, o simplemente porque su sonido me atrae, tienen eso que resuena en mí; pero además, últimamente, encuentro que me da placer observar los estantes de la biblioteca como quien admira un paisaje; y puede que sea por eso que no dejo de comprar nuevos libros aun cuando tengo la certeza de que jamás llegaré a leerlos todos.

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Cómo puede la música, tan bella, tener tantos horribles pastores.

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La impresión que me producen los simpatizantes de la izquierda es la de una patota adicta al escándalo y sin imaginación.

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Andar de mal humor está genial: nadie te molesta, nadie te levanta la voz, nadie se acerca a menos de dos metros.

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Casi nadie escribe historias donde los personajes son inteligentes; la mayoría de las tramas de hoy en día dependen de la estupidez que envuelve a sus personajes.

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Es muy difícil (por no decir imposible) vivir en una ciudad donde el odio tiene la patada tan fácil.

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Cuando alguien se pasa mucho tiempo sin tomar un descanso, se olvida de cómo es descansar; y tiene que aprenderlo de nuevo. Esto no es fácil; y muchos no lo consiguen.

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Cuando le salvás la vida a alguien, te volvés responsable de todo lo que haga de ahí en adelante.

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¿Qué sentido tiene arengar a la lucha cuando queda visto que el sistema de lucha en boga es obsoleto?

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No me caen bien los deportistas porque son gritones (hay más, pero con eso ya me alcanza).

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Cada tanto me pregunto de dónde saldrá esa autosuficiencia gigante (y espantosa) que tienen sobre sí mismos quienes se dicen poetas.

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Ya no me asombra el uso indiscriminado que se hace de las palabras “siempre” y “nunca”; no me asombra pero me molesta terriblemente.

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Tal como están las cosas, para que el bien consiga derrotar el mal, le va a hacer falta un empujoncito.

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Contrariamente a lo que asegura el pensamiento mayoritario (empujado con entusiasmo por los médicos), la muerte no es una enfermedad.

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Cuando me pide que sea sincero, me le río en la cara: nadie soporta la sinceridad.

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Sin la demagogia, la mayoría de los artistas desaparecerían.

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Estos chicos que pasan gritando a las siete de la mañana del domingo... un día, alguno va a necesitar ayuda, y nadie le va a prestar atención.

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Me acaba de llamar una mujer que compró un libro ayer a las seis de la tarde (ahora son las cinco y media de la tarde). Luego de aclararme que lo necesita con urgencia, me explica en realidad no lo compró ella sino un amigo que vive en San Luis, pero que el libro es para ella; y me pidió los datos para pasar. Le cuento que los datos fueron enviados a la dirección del comprador, pero que se los puedo dar por teléfono. Se los paso y me dice que va a venir mañana, martes. Le explico que, entre otras cosas, en los datos enviados al comprador, se avisa que los martes es el único día que nos trae complicaciones y que tendría que pasar luego de las ocho de la noche. Me vuelve a insistir en la urgencia con la que necesita el libro, lo cual no me inmuta. Le indico que puede pasar ahora, que hasta las diez de la noche puede pasar. Me dice, entonces, que está en la otra punta de la ciudad y que hoy no va a poder. Le digo que, de no poder mañana después de las ocho, puede pasar el miércoles después de las cuatro. Me dice entonces que en realidad lo que necesita son las medidas del libro porque son para una escenografía. Le indico que las medidas eran uno de los datos publicados en el aviso, junto con la cantidad de páginas y unos cuantos más. Me dice que las medidas que necesita son las de la hoja, que ya le ha pasado que las medidas del libro y las de la hoja no coinciden... Confieso que acá logró que perdiera el paso. Y me aclara que de ahí la urgencia para tener el libro. Finalmente, quedó en que me va a llamar de nuevo; y, no lo dijo pero lo supongo, seguramente lo hará con urgencia.

Me pregunto, cada tanto, si habrá existido alguna época cuando las personas se manejaran con sencillez. Me lo pregunto aun cuando estoy convencido de que no. Y acepto, con tristeza, que el mundo sería un lugar mejor con menos personas en él; con muchas menos personas.

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Después del llamado que ya referí, se produjo otro a las 19:00 horas. Era una mujer que tenía que venir a buscar un libro a las 21:30. Llamó para preguntar si podía pasar antes dado que se había desocupado, indicó que podría pasar a las 20:00. Todo bien, la esperamos, muchas gracias, et cetera. A las 22:00 me fui a la cama a seguir con mi lectura de los cuentos de Faulkner. Nadie vino a buscar nada.

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Me da mucha pena que personas que tengo por inteligentes se enganchen en cualquier cosa que se difunde mediante la Internet.

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Todo el mundo toma partido pero, al final del día, nadie hace nada.

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Cómo me gustaría que los periodistas se ocuparan más de la noticia y se guardaran las opiniones para sus charlas privadas. Claro que, para eso, tendrían que saber qué es una noticia. Sí; a esta altura tendrían que nacer de nuevo.

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¿En la cabeza de quién surgió eso de que los noticieros tenían que ser entretenidos?

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Esos que se llaman a sí mismos periodistas y difunden suposiciones no sólo están haciendo un mal trabajo: son mala gente.

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Para hablar sobre cierto tema, no hay más remedio que ponerse por encima; siempre trato de recordar esto aun cuando pocas veces me es dado. Ahora bien, incluso así, estoy seguro de que existe en mí una diferencia.

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¿Será una cosa loca de mi cabeza o los opositores a este gobierno están desesperados por que alguien los reprima?

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La verdad es que lo que intuyo no me tranquiliza. Da tristeza ver que la democracia, la justicia y la honestidad solamente son valores cuando conviene. Crece el desprecio por el otro, por el lugar del otro; y cualquiera se siente con derecho a pisarle el pie, o empujarlo para pasar. Y digo tristeza porque el enojo me cansa. Hacen flamear banderas sociales al tiempo que maltratan al vecino.

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Dime con quien andas...

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Digo banderas como apoyatura de la lengua; por mi parte, creo que el mundo estaría mejor sin ellas. El fascismo acecha detrás del gesto más mínimo: ésa es su estrategia; y le ha venido funcionando muy bien.

Uno pensaría que cada acción de esa gente le va en contra, que está bueno que hablen porque se cavan la fosa propia… pero se trata de una expectativa que el tiempo ha echado por tierra.

Y, encima, al ojo crítico se lo mira mal; se lo acusa de estar subido al caballo… en consecuencia, aplauden al que les sostiene la vela y al pasivo. Es interesante (y lamentable) que un millón de criminales nos marquen el mapa.

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Los criminales se asocian según la conveniencia del momento; de ahí que se tienda a creer que se van a consumir unos a otros; pero la cosa es más complicada que eso. El verdadero peligro está en su falta de escrúpulos. Mentira les resulta apenas una herramienta más. Y tanto mienten que terminan por creerse buena parte de lo que afirman. Ésa es también estrategia del fascismo: hacer del crimen una empresa heroica y salvadora. Recuerdo ahora a Chaplin en El Gran Dictador; un himno al peronismo (si se la mira desde una ideología del beneficio, claro).

Lo cual me recuerda a los izquierdistas y ese terror que tienen a que alguien los llame gorilas… tendrían que pasar un tiempo en algún convento (ahora que se han puesto de moda).

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At the beginning of the sixties, something came from nowhere and almost immediately went away; but before going it spoke to me in a very low voice and left in me a part of it. And ever since then I have been writing out, letter by letter and word by word, the lights that shone that night, the spinning carrousel of colours that pronounced my name into darkness.

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—Un día de éstos me va a pisar un elefante —le dijo al conejo que le bailaba en la cabeza.

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¿Queda quien lea con el libro apoyado en la mesa?

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Ese momento (terrible) cuando los delincuentes se transformaron en víctimas.

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La nota del tan suicida:
Estoy tan podrido de tanto boludo.

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—¿Por qué volver a Necochea? —le insistió—. ¿Para qué, después de todos estos años?
Y le respondió, sin apartar el libro de donde lo tenía:
—Cualquiera necesita un buen lugar donde llorar sin que lo molesten.

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Decididamente, se la pasa mejor achicando los ojos a cada cosa que cualquiera diga; decididamente.

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Nos habían prestado aquel departamento en la esquina de Italia y la avenida Maipú, tercer piso; el sol pasaba por las cortinas blancas y pegaba en la cama; en la otra pieza, donde estaba el piano y la mesa donde tomábamos el café, sonaba Tapestry. Era octubre y, pasadas las cinco, nos íbamos caminando hasta la costa del río, donde estaba aquel muelle que nadie cuidaba, y nos quedábamos un rato, mirando el agua marrón, abrazados porque ya comenzaba a refrescar. Pensaba yo por entonces que la vida era buena. Un mundo nos rodeaba, el otro, donde el odio hacía estragos; y, aun sabiendo que nos acechaba, le pasábamos por el costado, como si aquello no importara.
Estaba comprando unas empanadas para la noche, en el bolichito de la esquina de enfrente, cuando esa bala, cuyo destino era distinto, hizo que te me volvieras un recuerdo. No hubo lugar en mí para todo ese dolor y buena parte se quedó dando vueltas, perdido, a la deriva. Tuve mi venganza al año siguiente, sin haberla buscado: de haberlo hecho, no habría sabido encontrarla de modo tan preciso. Aun así, el odio no consiguió meterse en mí con precisión: la tristeza ocupaba todo el espacio y, cada tanto, dejaba entrar un poco de ese dolor que continuaba rondándome.
Hace un rato, alguien, a quien conozco poco y nada, me envió unos videos de Carole King (la Internet tiene estas cosas de la confianza arrebatada), y me pareció que preparabas el café para que, después, saliéramos a caminar... por un momento, la vida fue buena. Y me pregunto, ahora, quién será esta persona que me impone sus memorias.

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Alguien, a quien amaba terriblemente, murió ayer; y supe que nunca más estaría solo —ni siquiera después.

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El golpeteo de un motor ¿produce ruido o sonido?

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Los políticos del PJ serían graciosos si no fueran criminales.

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Acabo de enterarme de que existe el día de la zapatilla... al menos en algunos lugares, por ahora. Y pensar que este día lo venía pasando tranquilamente.

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Algunas de las palabras que te parecen tristes y estoy copiando por acá son escenas de una historia en la que estoy envuelto en estos días; no por eso la historia, mirada como un todo, deja de ser triste; como lo son todas las historias donde los protagonistas resultan abatidos por fuerzas que los superan. Que esté en primera persona puede que dé lugar a conclusiones apresuradas; claro que tampoco conviene mirar eso con inocencia: lo apresurado pudiera dar en el blanco aun antes de haber apuntado.

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Dicen por ahí que la poesía es música, otros dice que es silencio... dejemos de lado, por un momento, la falta de originalidad y echemos un manto de piedad sobre tanta miseria. No hace falta andar mucho para darse cuenta de que la poesía es ruido. Faltaba más.

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Dice Hughes que los escritores son seres patéticos; no menciona a los poetas, no en especial; puede que haya sentido pudor ante la sola mención de tales sociópatas frustrados.[1]

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Hoy es el primer martes de agosto y, como se me ha vuelto usual cada quince días, estoy sentado en el banco que está detrás del local tradicional de la Librería Rodríguez, junto a la puerta que ahora está clausurada; he mirado los libros que compré hace un rato (no acá, sino en otro lado) y ahora anoto esto en mi cuaderno. Cuando lo abrí, no sabía si iba a escribir o solamente a echarle una ojeada; y lo primero que vi fue la nota del viernes 15 de abril donde decía: “Cerró Lacuchi su local de la Galería Belgrano: el fin de una era”. Lacuchi era el negocio especializado en lapiceras y, desde chico, me recuerdo pegado a sus vidrieras, las que hacían esquina frente a Rodríguez, observando las Parker, Sheaffer, Tintenkuli... un par de las cuales me compró la tía Rosa. Que el local estuviera cerrado y vacío era definitivamente el fin de una época. Pero me encontré hoy con que el lugar ha sido ocupado por Rodríguez, habiendo ampliado así sus locales a tres; y confirmé que, a pesar de los finales, existe una parte del pasado que siempre se las ingenia para colarse entre sus grietas. Semper vivens.

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En cuanto se larga a hablar de la revolución se nota que está improvisando.

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Se derrite por las izquierdas pero, en cuanto sale a la calle, se comporta como un capitalista hecho y derecho.

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Me resulta de lo más normal (intrascendente) decir que soy escritor (cuando me lo preguntan); pero, últimamente, me he dado cuenta de que ese escritor que mi interlocutor imagina no soy yo, que no está ni siquiera cerca... y ha sido una revelación de lo más molesta: puede que, de aquí en más, deba quedarme mudo.

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Si yo, que tengo veinte amigos de FB tardo a veces media hora en ver las novedades; no quiero ni pensar en los que tienen cien...

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No hay caso: contra los boludos no hay antídoto.

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Una de las cosas tristes de los ignorantes es que creen que el resto del mundo es igual de ignorante que ellos.

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Afirmar que algo dicho en el siglo XIX es fascista, si no es una burrada, le anda cerca.

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Evaluar acciones tomadas en el siglo XIX en contraste con un canon cien años posterior, si no es mala leche, es otra burrada (o ambas cosas).

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El humano es una máquina de oraciones huecas disfrazadas por el sonido de las voces, fueran éstas reales o imaginadas por la lectura; y la reunión de dos o más produce que esto se potencie hasta zonas impredecibles.

El mundo no es un lugar que me resulte cómodo.

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He notado que las gentes dan exagerada importancia a las cosas y a las cuestiones.

Esto es porque esa importancia está en relación directa con la que se dan a sí mismas.

Y he descubierto que una de las mejores formas (si no la mejor) de no enojarse es que nada importe.

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Hoy se me cruzó en el camino un poema que no me pareció bueno; muchos lo alabaron, pero la verdad es que no era otra cosa que una repetición de lugares comunes de baja calidad.
Pero eso no fue lo permaneció en mí; lo que permaneció fue que este encuentro, el del poema en el camino, me trajo la memoria de uno de los recitales del grupo de música donde tocaba en los setenta. El recital no había comenzado aún y andábamos ordenando nuestras cosas sobre el escenario; estaba yo revisando que la guitarra estuviera afinada y a un costado tenía abierto su estuche, el cual, sin la guitarra en él, dejaba ver unos cuantos papeles con distintas anotaciones de épocas variadas: muchos habían quedado ahí sin motivos que recordara.
Había muchas personas dando vueltas, algunas conocidas y otras no; las que no lo eran no tenía la menor idea de cómo habían entrado. Entre estas últimas, había una chica que caminaba por el escenario, hablaba con alguno que había más atrás, después con alguno de mis compañeros, hasta que finalmente se paró a mi lado y se puso a mirar lo que tenía en el estuche. Se agachó y fue fácil que me diera cuenta de que estaba leyendo los papeles que ahí había; finalmente, se puso de pie, me encaró y me dijo: “Ese poema es muy bueno.” Miré hacia el estuche y le respondí: “Gracias.”
Se bajó del escenario y desde abajo me dijo: “Hoy no me puedo quedar, pero la próxima vengo seguro.” Le hice un gesto mezcla de aceptación y saludo de adiós y seguí con lo mío; ella se fue.
Uno de mis compañeros, quien había estado prestando atención a lo que había pasado, se me acercó, miró dentro del estuche y me dijo: “Ésa es la lista de los temas.” A lo que le respondí: “Sí; ya sé.”

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He llegado a la conclusión que, pasada cierta edad, más importante que estar con quien uno quiere resulta estar con quien lo quiere a uno.

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Escribo para olvidar (y me río en la cara de tu sonrisa).

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¿Mataste a la mujer que amaba y ahora querés que te abrace?

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Los amigos mueren... y me juré que nunca más dejaría que nadie me traicionara de ese modo.

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“¿Qué estuviste haciendo toda la mañana?”, me preguntó; y le dije había estado escribiendo (y no era mentira... aun cuando en ningún momento había abierto el cuaderno o tocado mis lápices)

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Lo privado, como opuesto a lo público, está sobrestimado.

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Se ha vuelto común confundir lo privado con lo secreto.

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¿A qué obedece esto de que en algún momento de los eventos culturales tenga que aparecer una murga?

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No me gusta, pero me encuentro con que todo puede reducirse al miedo, en respuestas al miedo; y, sin embargo, los lugares públicos aparecen cada día más expuestos a la violencia: desde arrebatos leves hasta desmanes de tamaño grueso. Y no es un estado político, sino social; hay intereses venidos de la política que quieren hacer de ello un acontecimiento político, pero esto es porque les lleva agua a su molino. Y, encima, los periodistas insisten en hablar de inseguridad, por un lado, cuando lo correcto sería hacerlo del crimen; y, por el otro, informan cada detalle de cada hecho violento acontecido acá, allá y detrás de las cortinas, y lo hacen exageradamente puesto que es la manera de estar a tono con esa misma violencia. Entretanto, unas pocas palabras no tienen la capacidad de torcer las mareas; y, a la luna, poco le importa de todo esto.

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Podemos leer páginas escritas hace cien años, o doscientos, o mil... pero no tenemos otra posibilidad que leerlas con estos ojos de hoy; esto no lo recordamos todo el tiempo, y hay (muchos) quienes jamás lo han tenido en cuenta. Leer es, entonces, traducir; sin excepción. Desde un idioma que resulta familiar a los metros cuadrados (pocos) donde las palabras hacen que nos sintamos cómodos: más las formas que los contenidos. Por eso, la mirada crítica puesta sobre lo escrito hace cien años construye su propia trampa: tiramos el dado y éste deja ver su séptima cara. No pasa diferente con lo escrito ayer, o esta mañana mientras el sol salía, o en el cuaderno de la compañera de banco. Ni qué decir de sus cartas de amor.

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Cuando un pensamiento irrumpe, lo hace inocentemente; y es, precisamente, su inocencia la que seduce. El paso siguiente (para quien no quiera conformarse con la inocencia) es la de quitar los excesos, lo prescindible, eso que no alimenta y el cuerpo desechará... claro que esto no sería fiel a la continuidad natural y cada quien deberá pagar el precio que corresponda (o los precios). El primer pensamiento (según algunos teóricos) es el mejor; pero nadie (ni nada) asegura que llegue solo; puede traer pegadas unas cuantas sanguijuelas. No puedo negar que hay quienes muestran un gusto especial por las sanguijuelas —plato predilecto de la velocidad y el vértigo de una droga sobrestimada... la sangre ofrece su propio modo de saborear. El precio, claro, es una cuestión de medida; y la medida vive pegada a la comparación: existe una forma del arte ligada a ese lugar contra el cual se compara —absoluto efímero la mayoría de las veces. Y, detrás, un hacha aguarda, agazapada, por el más mínimo traspié.

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Ayer, en el subte, como si no hubiera nadie más:
“(...) y, en toda la reunión, nadie dijo una sola palabra sobre el narcotráfico y la izquierda (...)”

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No me sorprende la precisión de algunos iluminados para señalar obviedades.

Tampoco la cantidad de gente que los aplaude.

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La traducción de un haiku no es un haiku.

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Puede haber mala leche en la buena crítica; pero no todo el tiempo.

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¿Nadie más percibe la relación que existe entre la violencia que sufren las mujeres y el fútbol?

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Me preguntaste si eso que había escrito tenía que ver con vos; y te respondí que, ante la duda, siempre era mejor pensar que sí.

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Lo difícil no tiene por qué ser complicado; complicar es cerrar una puerta; lo difícil, en cambio, señala una puerta que te invita a que la abras.

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[1] (...) Writers / Were pathetic people (...)
Ted Hughes; “Wuthering Heights” (Birthday Letters; Farrar Straus Giroux; NY 1998)