David miró por la ventana y detuvo sus
pensamientos mientras el sol de febrero se iba apagando. Por un momento no supo
cómo había llegado hasta allí; no fue que lo hubiera asaltado una pregunta, no;
simplemente no se reconoció. Si en ese preciso momento alguien le hubiera dicho
que su nombre era otro, no habría tenido motivo para dudarlo. Si una persona se
le hubiera acercado para preguntarle cómo estaba, bien habría sospechado que
era su mejor amigo. Por eso, cuando se percató de que ella estaba al otro lado
de aquel alféizar, que lo miraba, divertida, mientras su cabeza y él viajaban
por allá, bien arriba, cuando consiguió reflejar la mirada de aquellos ojos
oscuros, recién ahí, sonrió, tranquilo, como quien hace poco ha regresado desde
otro nombre, otra memoria, un país donde unas palabras se confunden con las de
más allá.
—Tus ojos
siguen siendo iguales —le dijo cuando se acercó a la mesa donde estaba la taza de
café ya vacía.
—Los tuyos
están raros —le replicó—; raros... como si hubieran visto cosas que no querían
ver.
David dejó que
su cabeza diera una vuelta por el pasado y volviera; se le escapó una sonrisa y
asintió.
—¿No me vas a
invitar a que me siente? —le preguntó en un tono que desbordaba retórica.
Incómodo,
David se puso de pie y le acomodó la silla que tenía hacia la derecha; Leonor
se sentó y puso la cartera en la mesa dejando lugar frente a ella para un vaso
o una taza. David le hizo una seña al mozo para que les trajera dos cafés
apenas cortados: el tiempo no sólo se había detenido: había girado sobre sus
talones.
Y se largaron
a hablar como si se hubieran visto el día anterior; tanto así que, al cabo de
un rato, los dos creían que era cierto: que se habían visto durante los últimos
meses sin interrupción.
Era ya de
noche cuando, en la vereda del bar, David le dijo:
—Bueno... así
como nos encontramos hoy, podrían pasar años antes de que nos encontremos de
nuevo. Si para vos está bien así, pues así de bien se quedará. —La miró como si
le estuviera dando la oportunidad de intervenir; pero como no le dijo nada,
continuó—: Pero hay una pregunta que anda flotando por los alrededores y no
creo que esté fuera de lugar si la hago: ¿Te gustaría que nos encontráramos de
nuevo, como hoy, a tomar un café o unas cocas o lo que te viniera mejor?
Leonor lo miró
sin borrar la sonrisa que había tenido en la cara durante la tarde entera:
—Me gustaría,
sí —le respondió—; me gustaría. —Se quedó pensando un poco y agregó—: Yo
también tengo una pregunta...
—¿Sí?
—¿Cuándo fue
que te cambiaste el nombre a David?
—No estoy muy
seguro —le contestó—; a lo mejor fue para la misma época cuando vos te
cambiaste el tuyo a Leonor.
A la mañana siguiente, David se despertó
y estaba solo. Esto no lo sorprendió, hacía meses que estaba solo, puede que
desde hacía más de un año; pero los sueños le compensaban aquella soledad. Y
fue acá cuando recordó lo que había soñado; y a Leonor. Y le vino esta idea,
una idea que le pareció loca inmediatamente de llegada, pero que le insistió; y
consistía en que Leonor, donde quiera que se encontrara, había compartido aquel
sueño con él. Le salió una risa corta y un tanto ácida; pero también le
apareció una sonrisa que no se le borraba por más que hiciera esfuerzos por
derrumbar aquella idea.
La última vez
que había estado con alguien más había sido en aquel pueblo llamado Olas
Grises; mismo lugar del que tuvo que irse porque había otro que era igual a él.
Tuvo que irse no porque lo hubieran echado, nadie del pueblo habría hecho eso;
pero se desataron fuerzas que le volvieron incómodo quedarse ahí al principio,
para crecer hasta volvérseles intolerables. A pesar de ello, no tenía un mal
recuerdo de esos pocos días, tampoco del Francés, quien era esa persona casi
igual a él; al contrario, aquella similitud le hacía pensar en él como en un
hermano. Y ese pensamiento era otro de los tantos que le ayudaban a superar
aquella soledad.
Había pasado
la noche en aquella casa cuyas habitaciones recordaba más de lo que podía haber
supuesto antes de llegar; quedaba unas cuadras por detrás de la colonia, la
puerta estaba sin llave, y el interior, tan limpio, daba la impresión de haber
sido habitado hasta el día anterior; pero lo que finalmente lo decidió a entrar
fue que, desde la puerta abierta, aquel ambiente le dio la misma sensación familiar
que cuando había pasado unos días ahí hacía ya muchos años.
Fue hasta la
cocina y se sirvió un vaso de leche, el vaso era grande y ver cómo el vidrio se
empañaba por el frío del líquido le arrancó un latido de placer; lo apoyó en la
mesa justo al lado del cuaderno donde había estado escribiendo la noche
anterior; el mismo que había comprado en lo de Mariela, en Olas Grises.
Está
lo que una persona puede, y tiene suerte si conoce las diferencias con lo que
no. Y está lo que quiere; y tiene suerte acá también si logra separarlas de las
que no. Pero, durante la mayor parte del tiempo, no alcanza con saber qué está
en un lado y qué en otro. Falta la brújula. Pero no la que es fiel a los
marinos y cuya aguja apunta siempre al norte; otra: crecida como yuyo entre las
grietas que los años tienen la gentileza de abrir aquí y allá. Y podríamos
agregar en esta ecuación lo que dice el proverbio: todas las cosas buenas
llegan a su fin. No digo que pueda resolverse; digo que conocer la ecuación
pudiera tener un valor mayor que su resolución. Que unas cosas buenas finalizan
mientras que otras aguardan su oportunidad para salirnos al paso. Y saber que
una de ellas será la última ofrece una ventaja frente a quien cree que sus
apariciones serán infinitas. Conocer el dolor lo disminuye. Conocer cada hueco
del dolor, cada esquina, cada espira, nos pone un paso más cerca de tenerlo a
raya. Nos da la oportunidad de pegar un salto justo antes del final.
Le surgió un gesto de desaprobación
mientras apoyaba el vaso medio vacío en la mesa. Lo había escrito él mismo y,
al cabo de una noche, ya estaba en desacuerdo; no con todo, no era que
desaprobara todo lo que ahí estaba dicho, pero solamente eso ya le alcanzaba
para mirarlo de mal modo. Se terminó de tomar la leche, llevó el vaso a la
pileta, lo lavó y lo dejó en el escurridor; le gustaba hacer las cosas como si
se tratara de su casa, había en el aire de aquel lugar un movimiento que lo
volvía suyo. Echó una mirada al cuaderno que seguía sobre la mesa; y salió
dejándolo ahí.
Caminó por la
calle 73 hasta la 4, ahí se topó con los terrenos del edificio de la vieja
colonia, los que era ahora un hogar de ancianos, y dobló hasta la 75... se
quedó pensando en el hogar de ancianos: aquel mismo edificio, casi nuevo y
poblado por personas la mayoría de las cuales habrían muerto antes de que él
naciera; ahora, en verdad, se trataba de un edificio vacío, como todo lo que
había por ahí; no podía decir abandonado porque era como si manos invisibles lo
cuidaran todo, pero de lo que no había dudas era de que ese todo estaba
vacío... vacío de gente, de otros seres humanos. Esto último no lo molestaba;
lo que le hacía preguntas era lo otro: la forma como nada estaba en ruinas.
Los chicos
empezaron a cantar Aurora... sabía que aquello no era posible, que el todo
continuaba vacío, que no había nadie; pero saberlo no hacía que las voces
enmudecieran. El día anterior los había escuchado jugar en los patios, como así
también la voz admonitoria, frente a una niña que se pasaba de la raya, por
parte de una celadora que hacía cumplir las normas de la colonia; y también,
por la noche, si dejaba de caminar por un momento y se quedaba quieto a un
costado de la vereda de la calle 75, podía escuchar algún niño que lloraba muy
bajito y llamaba a su mamá. Muchas veces se había asomado, claro, porque
aquellas voces, tan sumisas, a veces menos que tímidas, tenían poder sobre él;
había caminado incluso por los pasillos y los salones y los dormitorios... pero
todo estaba en su lugar, limpio y listo para ser usado cuando los chicos
llegaran junto con el verano. David tenía la sensación de que era otoño, que el
verano había terminado hacía poco; pero, dentro del edificio, el verano se
paseaba por todas partes, y las almas de los chicos iban detrás y los celadores
prestaban mucha atención para que ninguno se saliera de la fila y tenían las
sogas listas para armar los corralitos que les permitirían meterse al mar sin
correr peligro.
Apretó las
mandíbulas y dejó atrás la 75; avanzó por la vereda de la avenida 2 que
bordeaba los balnearios; los esqueletos de las carpas le confirmaban que el
verano había terminado, en unos días más ya ni ésos se mantendrían, desarmados
por manos que llegaban desde otra dimensión, probablemente la que él había
dejado atrás empujado por la inercia del cosmos; empujado o puede que
tironeado... lo más seguro sería que nunca se enterara. Había amanecido con
sol; pero, ahora, prácticamente sin que le hubiera prestado atención, se había
nublado y estaba comenzando a llover. No se trataba de una garúa, eran gotas
comunes y corrientes, pero distantes unas de otras, en el espacio y en el
tiempo, nada que lo fuera a empapar, a menos que durara todo el día y él
decidiera quedarse al descampado. Aquello le recordó los días de la guerra; fue
un ramalazo que le hizo perder el paso; no mucho, pero lo suficiente como para
que se detuviera, en la caminata y en sus pensamientos... le pareció una
contradicción eso de que los días de la guerra estuvieran, también, mojados con
un vértice de nostalgia; a quién podría ocurrírsele que aquello podía ser sano.
Pensó que a lo mejor era por la lluvia, que lo que traía la nostalgia eran las
gotas y no el recuerdo.
Cuando llegó a
la curva que estaba a la altura del casino, lo sorprendió una construcción que
estaba sobre la playa, era como si hubieran querido levantar un edificio
conectado con el balneario y lo hubieran abandonado sin terminar. Ya lo había
estado mirando desde unos pasos antes de llegar a la curva, pero en realidad no
le había prestado atención, así de metido estaba en sus pensamientos. La lluvia
seguía con la misma intensidad y no lo molestaba; al contrario, aquellas gotas,
apenas frías, le recordaban ya no tanto la guerra sino días anteriores, muy
anteriores, de cuando todavía no tenía veinte años y aquella playa había sido
tan importante. Como en un fogonazo, vio que dos personas estaban sentadas en
la parecita que bordeaba la vereda y la separaba de los balnearios, pero lo
distrajo un rayo que cayó sobre el mar, un poco más acá del horizonte, e
iluminó las nubes y les resaltó aquella forma similar a unas montañas
invertidas. Cuando volvió a mirar, vio que todo seguía tan desierto como era de
esperarse.
Le faltaban
unos treinta metros para llegar a los restos de la escalera que pensaba usar
para bajar a la playa y que había sido trajinada muchos años por quienes iban a
las capotas del último balneario; fue ahí cuando vio unos puntos sobre la arena
dura; le pareció que podían ser unas pelotas negras o manchadas de petróleo que
el mar había dejado varadas al retirarse la marea. Bajó por la escalera en
ruinas y, mientras se acercaba, aquel sudor frío que tanto conocía le fue
pellizcando la espalda. Eran cabezas; siete cabezas yacían tiradas sobre la
arena dura sin la más mínima señal que le indicara cómo habían dado a parar
ahí; mucho menos, claro, las circunstancias que llevaron a la separación de sus
respectivos cuerpos, los cuales no estaban a la vista; ahora que, por un motivo
que le resultaba desconocido, no les tuvo pena. Se sentó y se quedó ahí un buen
rato mientras imaginaba los distintos modos como la cabeza podía separarse del
cuerpo; finalmente, luego de observar detenidamente la única de la que podía
ver el interior del cuello, que habían sido cortadas con un arma filosa, tanto
que habría pasado a través de la carne y la unión de las vértebras igual que si
cortara un pan de manteca; en un segundo los ojos encandilados por la luz
habrían visto el mundo como en una foto, y al siguiente el tiempo se habría
detenido en esa misma foto, un poco más oscura, o en otra que le llevaría al
fin de los tiempos interpretar. Y fue ese pensamiento el que le hizo regresar a
tiempos mejores, meses cuando unas pocas personas justificaron un crecimiento
en su confianza; aquello no duró, claro; pero, mientras estuvo vivo, el mundo relucía
como una joya a medio cortar.
Estaba
pensando en cómo los científicos estiman que se creó el universo, aquella gran
explosión a partir de la cual también se creó el tiempo. Y pensé que, por
alguna parte, allá lejos, deben de estar los primeros trozos de materia,
aquellos primeros cascotes, que salieron despedidos; y que, más allá, no hay
nada; lo que es aun más: en ese borde, esa frontera, donde el universo se
termina, tampoco hay tiempo. Entre el momento del Big Bang y ese límite no ha
pasado ni un segundo.
Francisco le arrancó de las manos el
papel que le había dado a leer y eso lo despertó. El pasado había sido un
sueño. No era la primera vez que se despertaba y se daba cuenta de que toda su
memoria cabía en aquel sueño; le había pasado ya más veces de las que habría
tenido la paciencia de contar. Se quedó pensando en las cabezas de la playa; y
cómo le había parecido ver al Francés y a otra persona, envuelta en un
sobretodo, sentados sobre la parecita que bordeaba los balnearios... llevar un
sobretodo a la playa estaba más allá de él; le produjo una sonrisa que sus
sueños fueran capaces de desbocarse de esa manera.
Había pasado
la noche en la casa del Dany; ahora estaba desierta, claro, como todo el mundo
que lo rodeaba, todo estaba desierto de gente, si no fuera por esto, cualquiera
creería que andaban escondidos a la espera de una señal para saltar de sus
rincones y empezar a reírse ante la sorpresa provocada. Apenas alcanzaba a
recordar la primera vez que había estado ahí, con Lila; después comenzaron los
problemas, y se vino la guerra, y para colmo también aquellas bandas de
alienados que decían venir del futuro. Lila conocía al Dany de la escuela; Dany
se había venido a vivir a Necochea después de haberse recibido de ingeniero; su
tío tenía una empresa inmobiliaria y de construcciones acá; no le costó mucho
aclimatarse, aquello era otra vida, y resultó mejor que vivir en Baires. Lila y
él habían seguido en contacto porque sus padres se conocían desde la juventud;
la verdad era que esas cartas que iban y venían una vez al año eran su único
terreno en común, pero no parecía importar mucho. Lo cierto había sido que a
David le había caído muy bien, y también su pareja, Nacha, con quien convivía
desde hacía unos meses. Y aquellas vacaciones, fuera de temporada, le habían
parecido mejores que muchas que recordaba haber pasado en aquella playa.
Por eso,
cuando llegó, y se dio cuenta de que estaba en Necochea, lo primero que hizo
fue buscar aquella casa aun cuando no supo bien por qué: las imágenes estaban
en un rincón de la memoria que pocas veces había visitado; el primer intento no
le dio buen resultado, estaba en la avenida 75 y su memoria le había jugado una
vuelta de tuerca en el sentido contrario, pero estaba seguro, eso sí, de que no
podía estar lejos; así fue que hizo una cuadra más y, sobre la calle 73,
encontró la esquina donde estaba la casa. Por una cuestión de cortesía, la cual
sabía más que inútil, llamó a la puerta y esperó; a los cinco minutos entró y
se fue a sentar en el sillón donde tantas tardes se había quedado leyendo
mientras esperaban a que Dany volviera del trabajo, o escribiendo en su
cuaderno, el mismo que perdiera después, en Miramar, por apurarse a llegar al
micro que ya se estaba por ir. Observó el entorno: la camita que estaba junto a
la ventana grande y que usaban como sofá cuando tomaban mate, la mesa donde
había intentado aprender a jugar al backgammon siguiendo atentamente las
instrucciones Mariano, otro amigo de la casa, quien había llegado, como ellos,
a pasar unos días fuera de la temporada, acompañado por Fabiana, su mujer. La
luz entraba por aquella ventana de la misma forma que hacía tantos años; se
recostó a mirar el techo; y se quedó dormido.
Así había sido
su llegada, en medio de su viaje al sur, toda una sorpresa. Había pasado tres
días en Contrasombra, en una habitación que le fuera cedida por Nota Sol, el
dueño del almacén ubicado frente a la plaza; y había sido ése el último lugar
poblado por el que había pasado. Aquel hombre le había señalado, ante sus preguntas
y sobresaliente indecisión, que el único camino era hacia el sur, que lo
intentara si quería pero que se iba a encontrar con muchos escollos si trataba
de regresar hacia el norte. Por eso, porque había salido desde Contrasombra
hacia el sur, jamás pensó que llegaría a Necochea. Era cierto que había llegado
a Contrasombra sin pasar por Necochea, aun cuando aquel pueblo se encontraba
unos kilómetros al sur de Punta Negra, al menos así lo había visto siempre en
los mapas, y lo había escuchado decir, cuando se referían a ese pueblo, algunas
veces mientras pasaba sus vacaciones de verano, o incluso en los días cuando
estuvo de visita en lo del Dany y llegaron, en ocasión de un asado, unos amigos
de Tres Arroyos.
Recordaba todo
aquello también como parte de su sueño, del gran sueño donde se protegían las
memorias de su vida; la casa del Dany había sido un oasis; después, llegaron
los días malos y, peor aun, los desencuentros.
Francisco
desapareció igual que había llegado; pero no se llevó el papel.
Ranchos
era un lugar donde se hablaba poco y, así, las cosas ocupaban el lugar de las
palabras (o casi; puesto que eran las palabras de las cosas). Por eso —pudiera
ser— lo que más recuerdo son las noches cuando salía de la casa —el casco de lo
que alguna vez fuera una estancia— y me iba a sentar contra la alambrada
interior y quedarme ahí sin mayores intenciones que la de no hacer otra cosa
que no fuera mirar el cielo, la multitud de estrellas, imposibles de ver en el
cielo de Baires —si hasta parecía que había más que en Tucumán... muchas más.
Una de aquellas noches, sin darme mucha cuenta al
principio, me puse a contar las estrellas fugaces. No lo pensé entonces pero me
parece sorprendente ahora que fueran tantas, que hubiera tantos pedazos de no
sé qué cruzando el universo y que vinieran a dar con nuestras atmósfera —la
que, dicho sea de paso, nos protege muy bien de ligar un piedrazo cada tanto.
Estaba recordando esto en la noche del sábado pasado y fue tan fuerte aquel
recuerdo que ni siquiera me vino a la mente que al otro lado de la alambrada
exterior se estaba librando una guerra, y que no se trataba de si vendrían a
buscarnos sino de cuándo.
A David se la había dado por ponerse a
pensar en los tiempos previos a la guerra, los de la guerra anterior a la guerra,
ésa donde las mezquindades tomaron la batuta y se tragaron su propio veneno.
Ninguno se esperaba lo que vendría después: en menos de diez años casi nadie se
acordaba de las mezquindades y, si alguno lo hacía, enseguida saltaba a otro
pensamiento que se le presentaba como más importante. Todo aquello le parecía
un mundo poblado por dementes; las causas y los efectos estaban todos fuera de
proporción. Hasta el mundo en el que se movía ahora le parecía ordenado con
sensatez, aun con su vastedad abandonada y sus giros inesperados o a
contrapelo.
Había logrado
escapar; y le había parecido un milagro. Pero, cuando Lila desapareció, tuvo la
certeza de que alguien se estaba cobrando aquella suerte. Tantos años y la
seguía extrañando; más la sensación persistente de que había una sobrecarga de
injusticia en todo aquello. Algo parecido, pero con menor intensidad, había
sentido cuando tomó la decisión de marcharse de Olas Grises; era lo correcto,
estaba claro que debía hacerlo, pero cada vez que llegaba a un sitio nuevo era
como si el juego ya hubiera comenzado y su curso llevara no poco tiempo,
llegaba y el tablero ya estaba con las piezas en movimiento; lleno de
estrategias que no le pertenecían.
Recordó el
momento cuando vio al Francés y al hombre del sobretodo mientras charlaban,
sentados en la parecita de piedra; eso había sido en el sueño, claro, pero como
el sueño se había adueñado de la realidad no le pareció mala idea caminar hasta
allá después de haber desayunado. Se preparó un mate-cocido y sacó unas galletas
marineras de una lata que, según recordaba, el Dany siempre tenía a un costado
de la mesada. Se había ya bebido media taza cuando una sonrisa le vino de
ninguna parte.
El Francés se alejó del centro de Miramar
hacia la costa, y después caminó por la costanera hasta el muelle, y siguió
hasta la baliza de Punta Hermengo... que la baliza todavía estuviera ahí, en
esta tierra post-manchón, lo hacía sonreír: la original había sido extirpada de
aquel lugar a principios del siglo XXI, y nunca supo adónde había ido a parar
ni se ocupó en averiguarlo (puede que así fuera porque, íntimamente, sabía que
nunca estaría lejos de él).
Desde ahí, no
entró al vivero, quiso dejar eso para después; lo que hizo fue bordear la
alambrada que separaba su límite norte de la calle y detenerse frente a la
entrada del cementerio; los papeles de sus cuadernos viejos se le encendían en
la cabeza cada vez que los ojos les daban excusa.
Algunas
personas se van quedando solas de otras personas. Lo digo así en lugar de decir
sencillamente que se quedan solas —como en un absoluto— porque lo importante
aquí no es su soledad sino la falta de otras personas —pocas y precisas.
También que quien se va quedando solo puede no darse cuenta enseguida —casi
nunca lo hace; casi casi casi nunca— sino años después; hasta pudiera ocurrir
que toda una vida después. A tal distancia en el tiempo puede esto llegar a
pasar —el darse cuenta— que ya no importa si las personas ausentes existieron o
no —quiero decir: si fueron verdaderamente como se las recuerda—; lo que
importa —y lo hace con fuerza que deja atónito a cualquiera— es su recuerdo;
porque, después de todo, qué han sido los días pasados —eso que finalmente
llamamos la vida— sino lo que llevamos en la memoria, como una cicatriz o un
tatuaje cuyo hacedor se ha perdido detrás de una sombra. Llegan, por supuesto,
nuevas personas y algunas consiguen permanecer y le dan buen uso a nuestro
nombre —o nombres (como bien ocurre en mi caso y en los lugares que habito
hoy)—; pero estas presencias constantes, e incluso amorosas, que nos recuerdan
el presente no hacen desaparecer la memoria de las otras, igual de amorosas,
que pesan —y nos hacen pesar— por la fuerza de gravedad que sostienen con sus
ausencias. Nos visitan —claro; no creo que haga falta que te lo subraye en
demasía— en los sueños; a veces dormidos, a veces despiertos. Igual que éste,
en el que te escribo estas líneas mientras veo cómo vas poniendo la yerba en el
mate antes de venir a sentarte al patio y el mundo se abriga debajo de la
siesta.
Las callecitas del cementerio estaban
descuidadas, ni qué decir de las bóvedas... Lo sorprendió el contraste: los
pueblos deshabitados e impecables, como si la gente se hubiera marchado hacía
unos momentos, por un lado; el cementerio casi en ruinas, escondido o a menos
de un paso y en gesto de revancha, por el otro. Lo que de ninguna manera se
esperaba fue lo que ocurrió después.
La puerta de
la bóveda que tenía delante estaba partida, la madera podrida se había rajado
en el medio y de arriba a abajo, y el peso había hecho que la mitad de la
derecha se cayera hacia adentro. Dio un paso adelante y miró adentro. Había
cuatro cajones; el estado de su madera estaba por ahí nomás por donde la de la
puerta; el de la izquierda y arriba estaba inclinado porque el piso donde se
apoyaba había cedido y descendía a veinte grados; la tapa del ataúd estaba
rajada también, igual que la puerta: a esa altura: la reina del lugar.
Entró a la
bóveda y caminó sin dudas de ningún tipo hacia ese cajón de maderas podridas;
frenó en seco cuando vio el cadáver: los huesos resecos agarrados aquí y allá
por tiras de cuero cuyo arquitecto no quiso firmar. Había visto morir a aquel
muchacho en Olas Grises, por lo cual sabía que había muerte detrás del manchón;
pero nunca supo qué había pasado con su cuerpo; y ni hablar de cuando se lo
cruzó en su viaje al sur junto con el Escritor, Francisco y la Lupe: había
muerto y después andaba por aquella tierra como cualquier hijo de vecino. Había
muerte por detrás del manchón, sí, pero ¿de qué clase?... con toda seguridad,
no era como la tradicional.
Me
fui metiendo al mar mientras pensaba en Marisa. Ella tenía 15 y yo 18; pero de
su edad no había tenido noticia hasta la noche anterior; hasta que me lo dijo,
había creído que tenía 17; pero resultó que no, que tenía 15. Me hundí en el
agua y me puse a nadar y pensé en la noche anterior y en el beso, y en la
última vez que la miré a la cara, iluminada por el farol de la puerta del hotel
San Martín, cuando me dijo: “Hasta el verano que viene.” Abrí los ojos debajo
del agua y, lo mismo que cuando tenía 9, me molestó no poder ver del modo como
se veía en las películas: el mar era una niebla verde amarronada y las manos se
me perdían cuando estiraba los brazos. “Hasta el verano que viene”, le dije. Y
pasaron 38 años hasta nuestro segundo beso. Con el mar ahí nomás. Y su niebla
verde amarronada. (De pronto, he sentido la necesidad de aclarar que me había
mentido: no tenía 15; tal como había pensado de entrada, tenía 17; cosas que el
tiempo acomoda en los rincones en lugar de borrarlas.)
El Francés no sabía por qué se había
acordado de Marisa; tampoco por qué ese recuerdo pasó al de David en Olas
Grises. Esa mezcla no lo inquietó; hacía rato que se había acomodado a cómo
unas cosas y otras, aparentemente sin relación, aparecían como si alguien las
hubiera dejado caer en el camino; algunas relaciones se volvían claras más
tarde, nunca al poco tiempo (como la edad de Marisa); otras ni siquiera
regresaban desde la memoria, ni se
conectaban con lugares de luz, era como si hubieran aparecido para desviar la
atención y, una vez cumplida esa tarea, volvían a la nada, que era de donde, lo
podría haber jurado, habían emergido en primer lugar.
Salió de la
bóveda y siguió por el camino que se adentraba en el cementerio. Después de
caminar algo así como tres cuadras, se detuvo, contrariado, porque el lugar no
podía ser tan grande: ya había estado ahí, hacía de eso unos cuantos años, pero
dudaba de que lo hubieran agrandado. El camino por el que iba, con las bóvedas
a los costados, se había convertido en el único; igual que si aquel sitio
hubiera entrado en un embudo; a derecha e izquierda, los árboles del vivero lo
encerraban; eran árboles altos, muy altos,
esto le llamó la atención también: no había árboles de semejante altura en el
vivero que recordaba. El sendero continuaba, y se adentraba en el vivero
custodiado por esos árboles. Otra bóveda le llamó la atención por su puerta
rota (de nuevo la voz de las puertas); si no hubiera caminado tanto, habría
podido asegurar que era la misma donde ya había estado; pero el sendero no era
curvo: podía ver, si miraba hacia atrás y en línea recta, a lo lejos, la
entrada.
Ni bien se
asomó por el marco del que colgaban pedazos de la puerta rota, vio que había
serias diferencias entre este interior y el otro; acá, los ataúdes estaban unos
sobre otros como si hubieran sido arrojados adentro desde el umbral. Daban la
sensación de un equilibrio precario, pero lo cierto era que así habían caído
sucesivamente y la posición que tenían era la misma en la que habían caído; así
nomás: aquel equilibrio no tenía nada de precario; mucho menos la mano que
salía de uno de los cajones y se apoyaba en la tapa del que estaba debajo;
parecía confeccionada en alguna clase de cuerina entre amarilla y marrón; las
vetas de uno y otro de esos colores la surcaban en distintas direcciones sin
cruzarse.
El Francés no
había entrado a la bóveda, miraba desde la puerta, para entrar le faltaba poco
más de un paso; unas ventanas sobre la parte superior de las paredes de los
costados dejaban entrar suficiente luz sin encandilar; tuvo que agarrarse del
marco cuando la mano se movió. Una rata salió del ataúd y corrió hacia el
fondo, metiéndose entre los cajones de más abajo.
Se rió porque
pensó que aquella escena bien podría haber formado parte de una película
artísticamente pobre, o de una parodia del cine mismo; y se preguntó por qué
sería que aquel lugar, todo aquel
lugar, las idas y vueltas por las que anduvo después del manchón debían
vestirse con ropas mediocres. Vaciló un momento y reflexionó que aquello bien
podía ser el producto de las voluntades de quienes, como él, andaban por ahí;
lo cual, claro, no lo volvía muy diferente del mundo anterior al manchón. Miró
hacia delante, por el sendero, y no alcanzó a divisar su fin. Dio tres pasos
hacia atrás y observó la bóveda, bajo la guardia, firme, de sus hermanas y, un
poco más atrás, los árboles; no hizo ningún esfuerzo por borrar la media
sonrisa de su cara; le habría gustado tener un espejo: sospechó que no era del todo
una sonrisa sino un gesto diferente, más cercano a la burla; pero ¿de quién
podía estarse burlando que no fuera él mismo?
De nuevo sin
motivo que pudiera discernir, se preguntó por dónde andaría David... le habría
gustado saber más sobre él; sobre todo sobre sus diferencias.
Se despertó creyendo que estaba en Olas
Grises, y eso lo mantuvo angustiado unos minutos hasta que se dio cuenta de que
estaba en lo del Dany. Había recorrido, un poco a los tropezones provocados por
el mismo sueño, las calles de Miramar preguntando a quien se le cruzara en el
camino dónde quedaba el cementerio.
Mientras
tomaba su café-con-leche, tenía el cuaderno que había conseguido en lo de
Mariela sobre la mesa, justo al otro lado del plato con los bizcochos; un poco
más allá, casi al borde, estaba la pilita de monedas que había dejado antes de
irse a dormir... este pensamiento se le partió al medio. Por un lado, la
presencia de las monedas; por el otro, el recuerdo de la noche anterior como
parte, también, del sueño. Era cierto que se podía vivir de los modos menos
previstos, de cualquier modo; nada más había que buscarle la vuelta... o darle
tiempo. Con el paso de los días, todo encontraba su lugar; y encima dejaba la
sensación de que no podía haber sido otro.
De varios
tragos vació la taza y se fue a servir más café, esta vez solo. Volvió a la
silla y se puso a mirar la moneda que estaba arriba de la pila; después de un
rato, estiró el brazo y la tomó; se la acercó a la cara para leer lo que tenía
escrito en el borde: “Caja de Ahorro”, decía. Todos le habían dicho que eran de
oro y que era la única moneda que circulaba desde el fin de la guerra. De lo
que no tenía conocimiento alguno era de su origen, de dónde salían, quién las
acuñaba. Pero eso no era todo: ni siquiera sabía de dónde habían llegado las
que él tenía y cómo, a pesar de que las había gastado aquí y allá, por ejemplo
para comprar el dichoso cuaderno que lo miraba desde bien cerquita, siempre
tenía la misma cantidad.
No podía
quedarse ahí todo el día; pero salir le dejaba a merced de las repeticiones.
Hacía una semana que estaba ahí; una semana que había comenzado hacía dos
horas; una semana que se medía según su sueño, un sueño que se extendía hacia
el pasado hasta cubrirlo todo y que era único; y, por supuesto, cubría también
la semana en cuestión. Y, en cada uno de los días de esa semana, salía, y
caminaba hasta la costa, y después hasta la curva donde estaba el casino; y el
casino tenía todas sus luces prendidas; sí, a pesar de ser casi mediodía, tenía
las luces prendidas. Y, un poco más allá, el Francés conversaba con un hombre
que le resultaba desconocido; o ya no tanto dadas las veces que lo había visto
y que se lo habían vuelto familiar, a él y a su sobretodo. Dos hombres sentados
en la parecita de la playa; dos hombres que conversaban; y uno tenía encima un
sobretodo (no podía decir que lo tuviera puesto,
dadas sus dimensiones, sino encima) entre
marrón y gris, con un dibujo que, si no lo habían engañado sus ojos, quería
imitar el patrón de algún tartán escocés. Y, por un momento, breve, mucho más
de lo que habría deseado, alcanzaba a escuchar lo que ese hombre le decía al
Francés.
Fue ahí cuando me miró a los ojos... era
raro que mirara a los ojos; no, no que no lo hiciese nunca o que pensara yo que
tuviese miedo de hacerlo, no; era como un gesto que se guardaba para ciertas
ocasiones, o que se le escapaba por desborde. Sí; giró la cabeza hacia donde
estaba yo, me miró a los ojos, y me dijo:
—Hay tantas
pelotudeces escritas sobre el amor que es un verdadero milagro que la especie
humana no se haya extinguido hace rato.
Claro que ahí
estábamos, a más cien años del manchón, sentados en la parecita de piedras,
igual que lo habíamos estado tantas veces antes; todo había cambiado a nuestro
alrededor, pero nosotros insistíamos en seguir siendo los mismos. Sabíamos,
claro, que no lo éramos; pero igual insistíamos; ésta era nuestra naturaleza.
Unas líneas habían sido grabadas a fuego en alguna parte de cada uno de
nosotros; y no muy lejos de ellas rondaba la felicidad.
Leo.
Y es un placer. Y cuando leo las líneas de un buen escritor ese placer no tiene
nombre. O su nombre anda dando vueltas, impronunciable. Y cuando aparece un
conjunto de palabras que guardo para copiar después en mi cuaderno. Y cuando al
copiarlas trato de volverme ese escritor. Pero no en cualquier momento. No.
Sino en el preciso cuando escribía esas palabras. Justo ahí. Mientras tomo el
lápiz que está en el estante a la izquierda de la cama. A un costado de los
libros todavía por leer. Justo ahí sé que andan unas líneas nuevas comiéndome
el futuro.
El Francés quiso de pronto estar en otra
parte, en cualquiera, menos ahí. ¿Cómo podía estar ese papel, esa hoja
arrancada de un cuaderno, adentro de ese ataúd? ¿De quién eran esos huesos
resecos y rotos? ¿Qué pensamientos habrán retumbado en el interior de esa
calavera? Porque, si algo sabía, eso era que los pensamientos retumbaban; y
muchas veces más de lo tolerable.
Atropelladamente,
se dirigió a otro de los cajones, uno que estaba hacia su derecha y tenía la
tapa deslizada hacia atrás; la empujó más hasta que la hizo caer. Un conjunto
de huesos que intentaba mantener forma humana yacía ahí, en una imitación burda
del anterior. En el rincón, junto a lo que había sido la cabeza, había un
cuchillo, una suerte de daga comida por la corrosión; lo único que se había
mantenido en buenas condiciones era el mango, el cual parecía de marfil; lo
limpió con el pañuelo y hacerlo le resultó más fácil de lo que esperaba. Con la
hoja fue un asunto diferente; la limpió también, pero el pañuelo no era una
herramienta capaz contra el óxido; de todas maneras, bien usada, la daga no
tendría muchas dificultades para enterrarse en el estómago de cualquier mal
nacido... así lo pensó, al menos, al calor del momento; y se preguntó cómo
habría muerto su dueño anterior; porque no tenía dudas de que el arma había
sido puesta allí para acompañar a quien había servido.
—Buen
cuchillo; te lo garantizo. —La voz había sonado a su espalda.
Se dio vuelta
y vio la silueta de un hombre recortada contra el espacio de la puerta. Había
buena luz dentro de la cripta, provenía de las ventanas altas de los costados,
pero igual no alcanzaba para contrarrestar del todo la luz del sol que pegaba
en la espalda del desconocido... el Francés desanduvo los pasos que lo
señalaban como desconocido, y lo hizo porque la pose en la que estaba parado
era una pose que conocía; no era una imagen nueva, ni siquiera algo vieja; era muy vieja; una de esas fotografías que
la cabeza guardaba sin que hubiera nada que le hiciera creer que la volvería a
necesitar.
—Han pasado
los años, ¿eh?... ¿más de 150?... ¿casi 200? —Hizo una pausa mientras cambiaba
el peso del cuerpo de un pie al otro, pero manteniendo la misma pose, o no
exactamente la misma sino como si se hubiera reflejado en un espejo.
Poco a poco,
los ojos del Francés se fueron acomodando a la intensidad de la luz que hacía
brillar la silueta de aquel hombre. Y aquella silueta, al igual que los ojos,
se le iba acomodando y se acercaba a un nombre; uno que hacía mucho, pero
mucho, que no le había pasado por la cabeza.
—Al principio,
las cosas inesperadas se presentan cubiertas de confusión, ¿no?... como la
calesita sin música, ¿eh?... ¿Te acordás de la vez cuando la calesita perdió la
música?
Pasan
los años y aquéllos que fueron defectos ya no parecen cosa mala; y aquellas
virtudes se acercan algunas al defecto y otras a la banalidad. Entre ambos,
anda la impaciencia; y no puedo afirmar que el tiempo le quite energías; ocurre
al contrario, pero su portador, si es que ha conseguido un puñado de sabiduría,
ya no circula por los lugares que le dan oportunidad de sacar a relucir su voz
y, en consecuencia, su potencia puede desviarse hacia mejores metas. Y aquellas
personas, las dueñas de esos defectos y esas virtudes, son ahora otras
personas: desconocidas salvo por unos pocos recuerdos en común (digo pocos no
porque lo sean necesariamente en cantidad sino por el peso que ejercen sobre el
presente). Pero igual ocurre que dos viejos conocidos se encuentren y cedan a la
tentación de reunirse a rememorar las andanzas compartidas; y, así, las
reuniones de egresados sudan siempre un costado amargo. De acá que haya buenos
usos para la memoria; y malos. Porque si algo ayuda a no meter la pata en esos
agujeros eso es la memoria, que es el mejor lugar para el pasado; revivirlo en
el hoy es arrancarlo de la memoria sin que haya lugar donde refugiarlo, y esto
altera el equilibrio del cosmos, lo achica, le hace perder el ritmo de sus
pasos y ya no puede bailar sin pisarnos.
Transcurría enero de 1962 y faltaban
pocos días para el cumpleaños del Francés; esto, que faltaran pocos días, no
estaba en su mente porque, si bien lo festejaba, los concurrentes eran
exclusivamente miembros de la familia. Una sola vez, cuando era más chico, tanto
que casi no tenía recuerdos de ese día, chicos del barrio habían sido
invitados; las mejores imágenes de esa ocasión no le llegaban desde la memoria
sino desde el álbum de fotos sacadas durante la fiesta; sobre todo, alrededor
de la mesa con la torta y mientras jugaban a las corridas por el pasillo (esto
último parece haber dado los motivos para que esas mismas invitaciones no se
repitieran).
Así que allá
iba el Francés, a las cuatro de la tarde, por la vereda de Galván hacia Núñez,
teniendo como destino final la placita de la iglesia, pero con la expectativa
de cruzarse con el Duardi o El Betobe ya que tenía que pasar por el frente de
su casa. Una vez que pasó la vereda del negocio de repuestos, siempre llena de
objetos de distintos tamaños y personas que conversaban y otras que iban y
venían desde sus autos, estacionados de cualquier manera, los vio sentados en
el umbral y dio por satisfecho ese día sin que le importara mucho no saber a
ciencia cierta hacia dónde rumbearían sus pasos.
—¿Qué hay?
—les dijo, como una manera usual de iniciar la conversación.
—¿Vos para
dónde vas? —le preguntó el Betobe.
—A ninguna
parte; andaba caminando... a lo mejor a la placita. ¿Y ustedes en qué andan?
—Nada
—respondió el Duardi—. Estábamos pensando qué hacer y por ahora gana quedarnos
acá sentados.
—Habíamos
pensado leer unas historietas —lo increpó el Betobe.
—Sí, sí, Beto;
pero eso fue hace ya como media hora y ni nos movimos de acá.
—¿Vos tenés
alguna idea? —le preguntó el Betobe al Francés.
—Podríamos
hacer algo que no hayamos hecho todavía... —El Francés era famoso por sus
salidas a la banquina (que era como las llamaba el Duardi); y la mayoría no
prosperaba. Por eso, últimamente se había inclinado por moverse dentro de un
terreno abstracto.
—Hay millones
de cosas que no hicimos, Francés —medio se burló el Betobe.
—Sí, Beto,
claro... —intervino el Duardi—. Sobre todo, millones
—y remarcó esta última palabra.
El Francés
trató de disimular una sonrisa que le estaba saliendo involuntariamente. El
Betobe le dio un codazo al Duardi y éste se rió como si le hubiera hecho
cosquillas. Se quedaron un rato en silencio; el Francés, parado como estaba,
miraba hacia la esquina donde don Américo andaba abriendo la lechería; el
Betobe jugaba con una ramita verde y unas hormigas que iban y venían por las
canaletas de la baldosa que tenía entre los pies; el Duardi miraba hacia la
vereda de enfrente y, cada tanto, la esquina de Shakespeare, de donde siempre
esperaba ver que apareciera Estela, su amor imposible. El Francés tenía siete años,
aunque por poco tiempo más; sus dos amigos ya habían cumplido los ocho; había
sido una feliz coincidencia del destino que tres seres de casi la misma edad
hubieran nacido y vivieran aún en la misma cuadra; los demás eran más grandes o
más chicos con al menos un año de diferencia.
—Podríamos ir
al vivero...
—Beto; ya
viste lo que pasó la última vez —le recordó el Duardi—. Además, no es algo que
nunca hayamos hecho.
—Bueno...
—intervino el Francés—; en realidad, nunca llegamos a entrar.
—El Francés
tiene razón —lo secundó el Betobe.
Y allá fueron
igual que lo hacían siempre: vértices de un triángulo de lados cambiantes,
caminaban por Galván, sin apuro, con toda la tarde a su disposición, cruzaron
Núñez y después Republiquetas, y siguieron por la vereda asfaltada de esta
última hacia Pacheco. Había un lugar, a cuadra y media, por donde podían entrar
y meterse entre los árboles, unos eucaliptos altísimos de los que el barrio
siempre tenía algo para decir.
—Ahí está el
botón —anunció el Betobe, señalando hacia el cuidador, quien estaba un poco más
allá de la fila de eucaliptos paralela a la vereda.
—Y anda con
los perros —agregó el Francés.
Los perros
eran dos ovejeros alemanes con los que ya habían tenido un encuentro nefasto a
poco de comenzadas las vacaciones.
—Unos de estos
días —indicó el Duardi—, vamos a tener que venir de noche.
El Francés se
percató de que tenía una columna vertebral; no es que no lo supiera, sabía que
todos tenían una, pero por primera vez sintió la suya; fue como si una luz se
le hubiera encendido en la espalda, y aquella sensación (que estaba de estreno)
regresaría a él muchas veces en el futuro; tantas que, sin ella, habría sido
otra persona. La luz lo empujaba hacia delante y, simultáneamente, lo
arrastraba hacia atrás... estaba comenzando a darse cuenta, también, de lo que
significaba el placer.
—¿Te parece?
—le preguntó el Betobe—. Seguramente que hay botones haciendo guardia de noche
también... y perros... perros oscuros y hasta más grandes...
—Pará, Beto
—le ladró el Duardi; y el Francés, que fue quien lo escuchó de ese modo, dejó
salir una carcajada que enseguida se guardó, envuelto en la posibilidad de que
ninguno lo hubiera escuchado.
—Y ahora...
¿qué hacemos? —se lamentó el Betobe—. Nos vinimos hasta acá al cuete.
—Hoy es miércoles,
¿no? —preguntó el Francés como si de verdad no lo supiera.
—Todo el día
—le replicó el Duardi, imitando a don Américo, quien tenía por gusto aquel
latiguillo.
—¿Y entonces?
—continuó el Francés, como si eso fuera lo que se esperaba de él.
—Y... entonces...
—repitió el Betobe, en tono de burla...
—¡La calesita!
—exclamó el Duardi, al tiempo que el Francés le mostraba el pulgar hacia arriba
de su mano derecha.
—La
calesita... —repitió el Betobe, quien andaba de paseo por su propio planeta,
cosa que cada tanto se le daba por hacer.
Se trataba de
la calesita del Parque Saavedra... o, mejor dicho, del que por entonces los
chicos del barrio conocían bajo ese nombre dado que el verdadero estaba en otra
parte, no muy lejos, pero en otra parte; la confusión provenía de que, en el
parque al que se referían los chicos, funcionaba el Museo Saavedra, el cual se
encontraba en lo que alguna vez había sido la estancia de la familia Saavedra y
ahora era una plaza grande, más que cualquiera de las que tenían más cerca. Ahí
era donde estaba la calesita; y la importancia de que fuera miércoles radicaba
en que ese día de la semana la entrada era gratuita; no que el resto de los
días fuera cara, en realidad era la calesita más barata de la zona, pero para
los bolsillos de los chicos ello no hacía diferencia.
Así fue que
allá iban, esta vez a paso un poco más rápido, hasta llegar a la esquina del
vivero para meterse por las callecitas del barrio de casas todas con techos de
tejas, una zona laberíntica pero que ellos conocían bien, y salir del otro
lado, al parque, donde unos pasos más allá estaba la calesita, la cual, bueno
es el momento para que te lo diga, cosa parecida a lo que pasaba entre aquel
parque y las plazas del barrio, era más grande que cualquiera de las calesitas que
conocían.
Habían cruzado
hacia la vereda del parque y les faltaban todavía algunos metros para llegar
cuando, como si retomara una conversión que nunca había ocurrido, el Betobe
dijo:
—Todavía me
vienen imágenes de la misa del domingo... —acá tembló como si lo hubiera picado
una abeja—; y me imagino que llega la noche y no puedo cerrar los ojos... si
hasta me da miedo parpadear...
El Duardi lo
miró como si se lo estuviera por comer crudo; el Francés frenó en seco y se los
quedó mirando, estupefacto.
—¿Ustedes?
—preguntó el Francés, como si aquello no perteneciera al mundo—. ¿Fueron a
misa?
Los tres
estaban clavados al piso, en el terreno cubierto de pasto que había entre la
vereda que bordeaba la calle y la que daba la vuelta alrededor de la calesita,
y se miraban de maneras distintas. El Francés, con la nariz apuntando al piso,
miraba de reojo al Betobe; el Betobe miraba los pies del Duardi; y el Duardi no
había cambiado la mirada con la que estaba fusilando al Betobe.
—Sí —dijo,
finalmente, el Duardi—; por la misa que le hicieron al Quito. —Acá se dio
cuenta de que el Francés no sabía de lo que hablaba y se mordió el labio
inferior al tiempo que daba una patada al suelo y acomodaba su cabeza porque
supo, como si un ser sobrenatural se lo hubiera dicho, que iba a tener que
contar la historia desde el principio—. El Quito era compañero nuestro, de la
escuela, tenía ocho, estaba en segundo... y en la última semana de clases lo
pisó un camión.
—El pibe de
Valdenegro —dijo el Francés—; sí. Un poco escuché en la casa de repuestos; el
Gato y el gomero y unos hombres que no eran de por acá estaban hablando... uno
vive en la misma cuadra y se enteró cuando llegó del trabajo, casi a la
noche... porque fue a la tarde, ¿no?... lo del camión, fue a la tarde...
—Sí —le contestó
el Betobe—; estaban jugando en la vereda, él y otros chicos, había unas nenas
también... no sé qué le ven de divertido a eso de jugar con las nenas... y el
camión se subió a la vereda y lo aplastó contra la pared de la casa...
—Pará, Beto
—intervino el Duardi, quien estaba en uno de esos días cuando perdía la
paciencia a la primera; o incluso antes—. ¡Pará!... No tenés respeto ni por los
santos.
La calesita
estaba ahí, a pocos pasos; pero bien podría haber estado en la China. A
ningunos le importaba ya que fuera gratis; o que girara a la velocidad de la
luz hacia el espacio exterior (lo cual era un latiguillo que al Betobe le
gustaba mucho). El Duardi continuó con su relato:
—Pasó que la
maestra, la señorita Amalia, nuestra
maestra, la del Betobe y mía, llamó a casa y habló con mi vieja, y mi vieja
habló con mi tía (su hermana, la madre del Betobe), porque el domingo se había
organizado la misa por el Quito y todos esperaban que sus compañeros estuvieran
presentes, pero no sólo los de su grado, sino los de toda la escuela, querían
llenar la iglesia de bote a bote... eso fue lo que dijo mi vieja mientras la
tía decía que sí con la cabeza, exactas palabras, “de bote a bote”, lo cual era
muy raro, y lo sigue siendo... ¿cómo iban a meter los botes en la iglesia?, ¿y
para qué?... es el día de hoy que no me explico qué fue lo que mamá estaba
queriendo decir; pero tengo la impresión de que repetía las palabras de la
señorita Amalia, y que mamá tampoco sabía muy bien qué era eso de los botes en
la iglesia. Y parece que el padre Horacio estaba chocho con la idea y había ya
decorado las paredes con flores y guirnaldas blancas...
—Sí; el padre
Horacio —lo interrumpió el Betobe—. Que el infierno se trague su alma...
—Pará, Beto
—de nuevo el Duardi, por supuesto, supongo que ya vas reconociéndole la voz—.
¡Pará! Sos una bestia... ¿No te das cuenta de que el demonio te va a venir a
buscar a vos si seguís con esas boludeces de hablar sin pensar? —A pesar de su
carácter, el Duardi tenía momentos de lucidez que hacían que el Francés lo
admirara.
—¿Pero vos no
te acordás de lo que dijo? —le replicó, en tono se quedaba corto de
recriminación pero solamente a un paso—. Por lo menos dejáme que se lo cuenta
al Francés, así se entera...
—No sabía nada
—lo interrumpió el Francés—, digo, de la misa... si no, los hubiera
acompañado...
—No, Francés
—lo corrigió el Duardi—; no tenía nada que ver con vos. Era para los de la
escuela y nada más, los que vamos a la Costa Rica...
—Y no sabés de
la que te zafaste —lo interrumpió el Betobe—. Dejáme que le cuente —dijo,
dirigiéndose al Duardi; y éste alzó la cara al cielo, pero con los ojos
cerrados, en señal de resignación.
—Te cuento,
Francés —comenzó el Betobe—; así te enterás. ¿Sabés lo que dijo el cura?
¿Querés que te cuente lo que dijo el de la sotana barrepisos?...
—Y dale, Beto
—le exigió el Duardi—, dando un paso hacia él—. Estás déle hacer preguntas
cuando sabés que estamos esperando a que escupás de una vez eso que tenés
atragantado. Dale; dale de una vez.
—Bueno, che
—dijo el Betobe, medio en todo de disculpa, pero también incluyendo la queja en
la otra mitad—. ¿Me vas a dejar que le cuente al Franchute o no?
El Duardi se
acomodó en el pasto como si ya pensara en pasar la noche ahí.
—Dale; seguí
—medio le ordenó el Francés, impaciente.
—El sotana
dijo que al Quito no lo había matado el camión, no —le explicó el Betobe—; al
Quito lo había venido a buscar el espíritu santo... el camión había sido la
forma que había tomado el espíritu santo para venir a buscarlo. Y ahora el
Quito estaba en el paraíso, jugando con todos los niños que el espíritu santo
iba juntando por el mundo; y ahí nunca iba a estar triste... Ahora; me querés
decir si no lo podía haber ido a buscar a la noche, mientras estaba durmiendo;
en lugar de buscarse un camión que lo aplastara contra la pared de su casa como
si fuera una mosca... hasta hace unos días todavía estaba la mancha de sangre
en la pared. —Se notó que le faltó el aire y tuvo que parar para reabastecerse;
pero no se demoró mucho, la ansiedad lo podía más que cualquier otra cosa—: Y
encima las hermanitas; decíme si había necesidad de que sus hermanitas vieran
todo aquel desparramo en la calle... o en la vereda, mejor dicho... además,
decíme, ¿no la va a extrañar en el paraíso, el Quito; no se va a sentir solo
sin su familia?... claro que lo de la escuela es otra cosa... nunca más a la
escuela; eso sí que es para tomar en serio... ¿no?
El Duardi ya
se había parado y estaba caminando hacia la calesita. El Francés pensaba y
luchaba contra la idea de que había también en el Betobe un aspecto para
admirar; pensó que a lo mejor era cosa de familia. El Francés no tenía
hermanos; su mamá estaba por parir en cualquier momento, pero hasta ese día
seguía tan fresco como una lechuga. Además, de tener hermanos, le gustaría que
fueran como aquellos dos con quienes compartía los veranos —claro que iba a ser
medio raro (así pensaba lo que en realidad sería imposible) que su hermano
naciera ya con ocho años cumplidos.
Se subieron a
la calesita, la cual para su sorpresa andaba sobre su eje sin demasiada
concurrencia, y no se bajaron hasta que comenzó a oscurecer; sus tablas se
fueron poblando a medida que pasaron las horas, pero ellos ya estaban afirmados
y tratando de sacar la sortija que el calesitero igual revoleaba aun cuando no
había mucha necesidad dado que las vueltas eran gratis. Todas gratis; aquello
sí que era, también, como estar en el paraíso; el Betobe, quien no volvió a
abrir la boca, se preguntó si el Quito tendría una calesita como aquella en el
paraíso; y concluyó que era lo menos que podían darle después del asunto con
aquel camión.
Al Francés le
pareció que la música de esa tarde era particularmente alegre y moderna;
también que estaba más fuerte que de costumbre; pero el calesitero andaba de un
lado al otro, feliz de la vida, sobre todo porque no tenía que andar
controlando que nadie se colara, cosa que los tres amigos habían sabido hacer,
y muy bien, en unas cuantas ocasiones. Hasta que, sin aviso de ninguna clase,
la música desapareció. La noche estaba a punto de caerles encima y no había una
sola nota que les pudiera servir de amparo. A ninguno de los tres se le había
ocurrido nunca ponerse a pensar cómo sería si la calesita girara sin música;
nunca imaginaron los ruidos que, provenientes del cuarto central, un lugar
donde solamente el calesitero entraba, pudieran ser tan extraños. Latas y
maderas y más latas se chocaban y separaban para volver a golpearse como si a
nadie le pudiera importar demasiado; y lo cierto fue que así era gracias a la
música que tapaba todo aquel desarreglo. Para los chicos, aquel concierto de
película de terror fue más que suficiente para que se lanzaran a la carrera de
regreso a su cuadra, a la protección de sus casas, y de sus familias.
Ninguno habló
de aquello en todo lo que restó del verano. Y cada quien agradeció, sin abrir
la boca, a los otros dos por no hacerlo. Con los sueños fue otra cosa. Al
Francés le gustaba tener la ventana del fondo abierta y ver cómo la más mínima
brisa hacía volar las cortinas hacia a dentro; pero se ocupó, cada noche,
después de que todos se habían ido a sus camas, de controlar que estuviera bien
cerrada. El Duardi dormía en la misma pieza que su hermano mayor; y eso le
facilitó la confianza que necesitaba. El Betobe dormía con su hermana más
chica, Marilena; y Marilena hablaba mientras dormía, cosa que lo distrajo lo
suficiente como para no pensar en la calesita. El verano, claro está, no tenía
la menor intención de atender a las idas y vueltas de tres chicos y sus miedos,
así que, con la lentitud a la que los tenía acostumbrados, dio paso al otoño.
Me
gustan los libros de tapas duras, encuadernados con pericia, hasta con
delicadeza —diría—, sí, con un cuidado más allá de lo humano. Pero la otra
noche, cuando empecé a leer ese libro del Rayo guardado durante casi veinte
años, me di cuenta de que me gustan también los pockets,
con su papel barato y su encuadernación
descuidada, que permiten el menor esfuerzo para mantenerlos frente a la cara,
en la luz que me regala mi lámpara de noche mientras la cabeza se me mantiene,
casi ajena a todo aquello, en la almohada, Sí, así es; tal como te lo estás
imaginando: amo los libros. Y así está la cosa.
—¿Te acordás de la vez cuando la calesita
perdió la música? —había dicho el Duardi, parado a contraluz en la puerta; y, a
esa altura, breve pero precisa, el Francés no tenía dudas de que se trataba de
su amigo de la niñez.
—A veces —le
respondió—; no tanto como cuando éramos chicos, pero cada tanto alguna
voltereta del aire hace que lo recuerde. —El sol estaba comenzando su ocaso y
ya no lo encandilaba tanto; el Francés aprovechó para mirarlo mejor—: Te estás
pareciendo a tu viejo —le señaló.
El papá del
Duardi había muerto, de un ataque al corazón, cuando ellos tenían quince años;
había sido un día nefasto de 1969. A esa altura de sus vidas, los miembros de
la barra andaban cada uno por su lado y ni el verano era incapaz de juntarlos
como en otras épocas; lo único que mantenía la relación entre el Francés y el
Duardi era que ambos iban al mismo profesor de guitarra; pero ese año el Duardi
terminaba y recibía su diploma de profesor superior mientras que al Francés le
faltaba todo un año más. Cuando la mujer a quien todos conocían como su madre
le contó al Francés de la muerte del padre del Duardi, éste se fue hasta la casa
del amigo y anduvo a su sombra hasta que fue la hora de cenar; no lo vio
llorar, tampoco vio al Betobe por ninguna parte; Marilena estaba sentada en un
esquina del patio que comunicaba las habitaciones y no hablaba. Por esos días,
el Duardi se juntaba con la barra de la cuadra siguiente, cruzando Núñez,
integrada por pibes de más edad, y aquella tarde anduvo por los umbrales de las
casas de ellos todo el tiempo; el velorio sería, como era lo usual, esa noche,
pero el Francés tenía que ir al colegio al día siguiente y eso le sirvió para
volver a su casa ni bien empezó a bajar el sol del otoño moribundo.
—Es asombroso,
¿no? —le dijo el Duardi, con tono inclinado hacia la burla.
—Muchas
personas se parecen a sus padres.
—No me refería
a eso.
—¿Y a qué,
entonces?
—A estar
simultáneamente acá; y ahí —al decir esta última palabra hizo un movimiento con
el mentón para señalar hacia el ataúd.
El cajón tenía
desplazada la tapa y, aunque escasa, la luz permitía ver que había un cadáver
adentro; el Francés tenía la mano apoyada sobre esa tapa y la retiró
bruscamente; fue un movimiento involuntario; sabía que no había sido un
reflejo: había cosas que el Francés sabía incluso antes de pensarlas.
—Y sí...
—continuó el Duardi—. Unas cuantas cosas me heredó el viejo. La calvicie fue
una; que no es total, pero cualquiera se da cuenta de que, de haber vivido más,
lo habría sido. Lo otro fue un corazón fallado. Por eso me vine a vivir acá; me
dijeron que una vida tranquila era lo mejor que podía buscarme para que mis
condiciones biológicas no se deterioraran más rápido. —Cambió el peso de su
cuerpo de un pie al otro, igual que lo había hecho antes—. Y me instalé acá
cuando tenía 45; pero no llegué a cumplir los 53. El apagón me lo trajo un
dolor en el pecho que me partió al medio. No tenía preocupaciones; trabajaba
organizando el servicio de fletes; los empleados eran cumplidores y los
clientes pagaban al día; por la tarde me iba a caminar por el bosque, a veces
por la playa, o las dos cosas; me encontraba con los amigos en el bar y los
escuchaba hablar de las zonas energéticas, de los seres fantásticos cuyas
historias se contaban desde fines del siglo XIX; todo el pueblo era buena
gente, y lo sigue siendo. —Se interrumpió y le dio al Francés la impresión de
que el recuerdo del bar lo hizo pensar en alguien; pareció que iba a meter la
mano en el bolsillo de la campera, como quien va a buscar un cigarrillo, pero
ese movimiento se interrumpió igual que su charla. Pareció estar en dos lugares
al mismo tiempo; pero igual siguió—: Y allá iba un día, caminando feliz porque
hasta me había conseguido una novia; sí, ahí estaba yo, que pensaba que nunca
iba a formar una familia, y resultaba que me había puesto de novio; y en el
medio de la caminata aquel dolor me partió al medio... me hubiera gustado
hablar con alguno de aquellos doctores; de gusto nomás.
El Francés lo
escuchaba mientras hacía un esfuerzo por juntar la imagen de ese hombre con su
recuerdo del amigo que se metió con él en la casa abandonada para descubrir que
el mundo era mucho más grande de lo que les habían contado. Al mismo tiempo, y
porque las costumbres educadas con los años funcionan aunque no se les preste
atención, volvían a sonar en su cabeza las palabras que terminaba de escuchar.
—Dijiste que
Miramar era un pueblo de buena gente —le subrayó—; pero también que lo sigue
siendo.
—Y lo mantengo
—le respondió, muy cerca del desafío.
—Pero, Duardi;
acá estamos vos y yo, y nadie más.
—Ah... —le
replicó desde una sonrisa—; eso es porque vos todavía seguís viendo todo como
lo hacías antes del manchón: no has encontrado nada que te empuje a pasar al
otro lado, a ver con ojos perceptivos.
Aquella
palabra inquietó al Francés; él siempre había tenido un respeto muy especial
por la percepción, un concepto alto; y había logrado, no sin disciplina en el
comienzo, incorporarla a su vida igual que los cinco sentidos, es decir: que
funcionara y estuviera atenta aun cuando él anduviera distraído en otros
asuntos.
—Querés decir
que hay más gente acá, en Miramar... en esta
Miramar... —El Francés no estaba firme sobre sus pies pero tampoco tuvo
intención de disimularlo.
—Es muy buena
esa diferencia que hacés —le indicó el Duardi—; ¿anduviste vos por alguna otra?
El Francés iba
y volvía en su cabeza; ¿correspondía que fuera sincero con el Duardi, con esa
persona de la que no sabía nada salvo que, en su memoria, él tenía un espacio,
que compartían un segmento de sus recuerdos? La verdad era que esas reflexiones
nomás ya le daban la pauta de que le costaba mirar al Duardi y sentirse
confiado... pero también era aquel lugar: a excepción de algunos momentos en
Olas Grises, siempre había sentido la necesidad de andar mirando sobre el
hombro.
—Anduve por
esta misma —le respondió después de una pausa, que fue breve, pero que le
pareció interminable—, pero cada vez me pareció que era diferente a la
anterior... Fue una sensación que deseché, creí que era lo mejor para mi salud
mental; pero igual me quedó por ahí, en alguna parte detrás de las neuronas...
o las celulitas grises... como decía aquel belga que no te dejaba pasar una.
El Duardi se
lo quedó mirando, sacudió la cabeza y soltó una carcajada:
—Ya sabía yo
que te ibas a volver un erudito de ésos que siempre le caen mal a la gente.
Pudiste terminar la secundaria, cosa que yo y el Beto ni siquiera en sueños, y
encima fuiste a la universidad, sabías hablar en inglés porque habías hecho la
primaria en una escuela que no era del barrio y a la que te ibas todo el santo
día hasta que llegaba el verano y ahí aparecías como por arte de magia y aquí
no ha pasado nada.... eras como las luces del arbolito: te apagabas durante el
año y te encendías en el verano... pero, por alguna causa de la que no me
explico ni medio, fuiste uno de nosotros. Sí... uno de los que le caen mal a la
gente... —Se quedó esperando a que le replicara, casi como si lo desafiara a
hacerlo—. Pero no porque se equivoquen sino justamente por lo contrario...
bueno, no siempre pero sí con alguna frecuencia. ¿Eh? ¿Qué me decís? ¿Tibio; o
frío?
—No sos el
mismo, Duardi... quiero decir: ya sé que no sos el mismo porque han pasado los
años, pero tampoco sos el mismo...
Acá el Duardi
no solamente soltó una carcajada sino que se largó a reír igual que pasaba
cuando eran chicos y se iban contagiando unos a otros y aquello daba toda la
impresión de que no se detendría nunca, pero lo hacía cuando los estómagos ya
no daban más del dolor. Así fue que, cuando pudo parar, le dijo:
—Vení; vamos a
dar una vuelta por el pueblo.
El Francés
pensó en aquel enero de 1980 y se acordó de la anécdota del dueño del bar donde
solía ir a almorzar después de que una mujer entró a preguntar si le podía
llenar el termo de agua caliente y, mientras esperaba, comentó que aquel era un
pueblo muy tranquilo justo cuando cinco mini-motos pasaban por la puerta a
buena velocidad sobre sus propios ruidos: la pobre mujer no había salido bien
parada que digamos.
El Duardi se
metió la mano en el bolsillo de la campera y sacó los cigarrillos; extendió en
paquete para ofrecer uno al Francés, quien le dijo que no. El Duardi se sonrió
y le dijo:
—¿Tenés miedo
de que te haga mal?
El Francés le
pescó el sarcasmo al vuelo, pero no puso cara de nada. Igual le respondió; no
de un tirón, sino a paso lento, con la misma lentitud con la que fueron
caminando hacia ese lugar que el Duardi llamó “el pueblo”:
—No; no es por
eso; nunca me preocupó eso. Pasa que les perdí el gusto; no sé bien qué fue lo
que pasó, pero un buen día me di cuenta de que había aparecido una distancia
entre el pucho y yo. Tengo recuerdos buenísimos de estar sentado, después de
comer, con un café bien caliente en mi jarro preferido, y me veo encender uno
de mis luckies... qué placer... pero es un recuerdo. Si encendiera uno ahora,
creo que hasta el recuerdo se arruinaría.
Iban caminando
por la calle 26, el Duardi la había dicho que por ésa desembocarían en la plaza
y, desde ahí, por la peatonal, podrían ir al Vinci, el bar donde se reunía con
sus compañeros.
Esa palabra,
“compañeros”, le sonó al Francés inapropiada, como si la verdadera palabra
hubiera sido corrida de lugar, empujada hacia el costado, para hacer lugar a
ésta, la que de otro modo habría sido desechada.
Caminaron un
rato largo, algo así como diez cuadras, sin hablar; durante ese tiempo el
Francés se preguntó si sería ése un buen momento para preguntarle por Hueso; y
la respuesta se le iba y le volvía, todo el tiempo fuera de su alcance, y era
igual que si los movimientos del aire la arrastraran junto con un gesto
negativo.
Cuando
llegaron a la calle 29, el Duardi se detuvo, miró hacia su derecha, que era
hacia donde estaba el mar, señaló para ese lado y le dijo al Francés:
—Mejor vamos
por acá, al bar del Colman... —se rascó la cabeza—; va a estar más tranquilo...
me parece que no tengo ganas de estar donde haya mucha gente.
Inmediatamente,
el Francés recordó que el Bobby le había hablado del Colman; él mismo había
estado ahí, pero su amigo lo había hecho unos cuantos años después:
—¿Sigue
estando como parte del hotel? —le preguntó.
—Sí; los
chicos han hecho un gran trabajo de restauración. Estaba todo muy venido abajo,
pero ellos fueron organizando a los obreros y, de a poco, lo fueron poniendo en
funcionamiento como en sus mejores épocas.
—Esos
chicos... ¿nunca de hablaron sobre un hombre al que llamaban el Irlandés?; creo
que anduvo por ahí.
El Duardi lo
observó como si tratara de traducir lo que terminaba de escuchar al idioma que
le era cotidiano.
—Ni idea de
quién sea —le respondió—; suena a que era extranjero... ¿vos no ibas a una
escuela de extranjeros?
De nuevo el
Francés tuvo esa sensación, perdida en la niñez, que lo empujaba a pensar que
el Duardi era más inteligente de lo que el común de la gente podría aventurar.
Y aprovechó el momento:
—¿Y Hueso?...
¿Supiste algo de Hueso?
—¿De qué?
Este respuesta
lo tomó por sorpresa, no se la esperaba. Por eso, y nada más que por eso, ni
menos, volvió al ataque:
—Hueso... ¿no
te acordás de Hueso?
—No... no
sé... ¿es una persona?
—¿No te
acordás de la casa abandonada tampoco, la que estaba enfrente de la tuya?
—Sí... —El
Duardi dejó de caminar—. Nos metimos ahí, ¿no?, digo: en la casa abandonada; me
acuerdo que el Beto empezó a romper cosas y alguien gritó desde la casa de al
lado, la cuidadora del colegio judío, y salimos rajando... cruzamos la calle
como bólidos... y nos metimos en casa; pero vos venías último y la vieja ya había
salido a la calle, y tuviste que rajar para la esquina...
—O puede que
nos hubiéramos escondido en el sótano —lo interrumpió el Francés.
En ese
momento, justo cuando el Duardi dejó de hablar para quedarse pensando,
recordando aquellos días, una mariposa llegó y se le posó en el hombro; no
justo en la parte más alta del hombro sino hacia atrás, un lugar donde él nunca
se podría haber dado cuenta de que estaba. Y fue en ese momento también cuando
un velo se levantó en la memoria del Francés y ese momento que el Duardi había
descripto se le reveló en toda su intensidad. Pero no fue así de simple como
suena; no ocurrió que el recuerdo estuviera tapado por ese velo y, por eso, no
pudiera percibirlo, no. El Francés sabía muy bien cómo funcionaban los recuerdos
que se encontraban en su memoria; había algunos que sí operaban como obstáculos
y no dejaban ver lo que estaba detrás, pero otros se ubicaban por alguna parte
y no había nada detrás; nada salvo un hueco, un vacío... o bien un pozo; y, en
ese pozo, había palabras que bien podrían formar un recuerdo, pero estaban en
desorden; también pasaba que se movían; y, así, aquel desorden dinámico llegaba
a un punto cuando se organizaba de una forma que alguien podría pensar que
había sido planeada, pero nunca podría estar seguro. Y así era en este caso;
una voluntad sin nombre había dejado aquel recuerdo en el pozo, y la orden para
que el velo se levantara en cuanto se hubiera alejado; un recuerdo que no había
sido suyo, y ahora sí lo era.
—¿En el
sótano? —se preguntó el Duardi, como quien trata de hacer memoria—. Es que nos
metimos tantas veces en aquella casa que se me mezclan todas... Igual, no
recuerdo el sótano... ¿Estás seguro de que tenía sótano? —Sin esperar la
respuesta, retomó el paso por la calle 29, sin apuro, al compás de sus
pensamientos.
—Tenía un
sótano, sí... claro que tenía... más de uno... —El Francés estaba luchando con
ese recuerdo que le desorganizaba el hilo de lo que su cabeza venía tejiendo
desde que dejaron el cementerio.
—Me acuerdo
que una vez leí por ahí que te habías vuelto poeta —le dijo, cambiando el paso
de la conversación por un lado, pero como si se tratara de una continuidad que
se preciara de la exactitud.
—Escritor —lo
corrigió el Francés.
—Pero
escribías poemas... ¿no?
—Entre otras
cosas, sí... a veces hasta sin darme cuenta de qué eran...
—Pero, cuando
escribías poemas, eras poeta.
—En realidad,
no es tan simple como suena.
—¿Qué podría
tener de complicado? Los que escriben novelas son novelistas, los que escriben
cuentos son cuentistas, y los que escriben poemas...
—Poemistas —lo
interrumpió.
El Duardi se
rió:
—Sos
ocurrente; siempre fuiste ocurrente... tenías esa chispa.
—Mirá —le
dijo—; muchas veces tuve que cruzarme con personas que tenían la poesía como un
alto logro, en un pedestal; convencidos de que el mundo se iría al diablo sin
poesía. Y acto seguido se nombraban poetas... esa gente se tenía a sí misma en
alta estima.
—Uyyy...
parece que no te copan para nada.
—No; para nada
de nada.
—Creo que va a
ser mejor que rumbiemos para otro
lado...
—Rumbeemos.
—Eso dije: que
mejor hablemos de otra cosa.
—Totalmente de
acuerdo. —El Francés dejó que se le dibujara una sonrisa, pero solamente dentro
de su cabeza.
Y cruzaron la
calle 12 y ahí nomás estaba el bar del Colman.
El Francés se
paró en la esquina; venían caminando por la vereda de enfrente así que podía
ver perfectamente la fachada, con su puerta, y las dos ventanas que se abrían
hacia su izquierda; el Francés adivinó la penumbra interior, las mesas...
siempre daban la impresión de estar desordenadas, no mucho, pero nunca parejas
unas con otras. Hacía tanto tiempo... En realidad había pasado por Miramar no
hacía mucho, pero no por esa calle; él y sus amigos había llegado y se habían
dirigido directamente hacia la plaza central; y, de ahí, por la calle 26 y,
después, por la ruta 11 se fueron a Mar del Sur.
Entraron al
bar y se sentaron; el Francés recorrió el lugar con la mirada y, después,
mientras seguía mirando en derredor y, como para sí mismo y ayudarse así a
encender un recuerdo, dijo:
—Estuve acá,
sentado en esta misma mesa, cuando la Mónika era la dueña.
Inmediatamente,
miró hacia el mostrador y vio a la Mónika que tomaba los vasos mojados para
pasarles al repasador con cuidado de no golpearlos; después, levantaba la
vista, y lo veía que estaba en su mesa de siempre, y lo saludaba con un gesto,
de la mano que dejaba libre después de acomodar el vaso en su lugar, acompañado
de una sonrisa dibujada de tal manera que solamente él pudiera percibirla.
Alrededor: el bullicio de siempre; turistas por todos lados; los más jóvenes,
por suerte, se iban hacia otros lugares de encuentro; acá no había nadie de
menos de treinta años; el Francés era la única excepción pero, como ya se daba
por viejo, no hacía diferencia; algo similar ocurría con la Mónika. Aquella
escena iba y venía por los años de la guerra, los previos y los tardíos; se oyó
un ruido a motor que roncaba más allá de sus posibilidades y, al rato, el
Irlandés apareció en la puerta, y unos pasos más atrás: la Emilia, quien buscó
entre las mesas sin encontrar lo que buscaba... No, Gavilán no. Gavilán no
estaba por ninguna parte. No; no estaba.