Patricia, su atención pulida como pocas,
detrás del mostrador, los había observado entrar y se había acercado justo para
escuchar las palabras del Francés; fue ella quien los sacó de su ensueño: —¿Vos la
conociste a la Mónika? —le preguntó, a caballo de ese tono confianzudo que se
había propagado por todas partes como una infección y que al Francés no le caía
nada bien. Pero hacía tanto que no se encontraba rodeado de personas que lo
pasó por alto. No es que hubiera muchas en el bar, cinco en total, sin contar
al Duardi; pero ya se había hecho a la idea de no encontrar nunca más a nadie
y, en consecuencia, aquello era un oasis. También sabía que para calmar la sed
bastaba con un vaso de agua; uno solo. Al menos, hasta que la sed regresara.
La observó y
vio que era más joven de lo que había pensado cuando entró. Mucho más joven.
Hizo que recordara aquel club de poetas que había en Olas Grises; aunque, por
causas que le resultaron ajenas, no consiguió recordar bajo qué nombre se
reunían, ni cuantos eran; sí le llegó la impresión de que aquellos artistas no
le habían caído bien, seguramente se hacían llamar poetas, y era por eso.
Sonrió al recordar los días cuando parecían salir desde debajo de cualquier
baldosa; fueron sus tiempos de pisar baldosas flojas, incluso en la lluvia; o
puede que especialmente.
Pensaba en
aquellas cosas y, como quien llega a un lugar que no pensaba visitar, se dio
cuenta de que la chica seguía ahí, parada junto a la mesa, y que no le había
respondido.
—Sí; tuve la suerte
de conocerla... A ella y a todo aquel grupo... Pero fue hace mucho... Es de no
creer lo mucho que hace.
—Yo la admiro
—le dijo Patricia—; no pasa un día que no piense en ella. Y las cosas de este
lugar tienen sus marcas por todas partes.
—Yo no estaría
tan seguro —le dijo, tratando de disimular la incomodidad—; a la Mónika mucho
no le gustaba este lugar...
—No te lo
puedo creer —lo interrumpió, aumentando eso que el Francés percibía como una
invasión—. Eso no puede ser cierto. Este lugar tiene todo lo que se pudiera
querer. Y encima con el mar ahí nomás; pasa salir a caminar después del
trabajo...
El Francés no
pudo con su genio:
—Se puede
salir a caminar por la playa sin haber trabajado... —Pero no se quedó esperando
una respuesta; en realidad, no pretendía ninguna. Miró al Duardi y le
preguntó—: ¿Qué te parece si nos tomamos unas cervezas?... ¿y con algo para
picar? —Hacía tanto que no estaba en un bar; casi esperaba ver entrar al Viejo
en cualquier momento.
—En esta misma
mesa me senté con el Beto... dijo el Duardi, y dejó la oración colgando, un
poco porque sus pensamientos se fueron por las nubes, y otro porque esperaba
que el Francés dijera algo.
—¿El Betobe
también pasó por acá? —preguntó, retóricamente aun cuando sin intención de que
lo fuera.
—Todos pasan
por acá... tarde o temprano.
—Sí... algunos
demasiado temprano —le dijo, haciendo un gesto hacia donde Patricia estaba
preparando la picada para llevarles.
—Ah, sí; la
piba... vos sabés que no sé si es de los nuestros... hay algo raro en ella... y
en el hermano también.
—Bueno; si es
por rarezas, no sé por qué iban a sobresalir ellos y no el resto.
—No sé; no
tengo las palabras que necesitaría. Es como una de esas cosas que nadie ve pero
podés apostar a que están ahí.
El Francés
desistió, a pesar del impulso inicial que lo habría llevado hasta ese lugar, de
desarrollar por qué, cuando no hay palabras, tampoco hay otra cosa. También, no
sin esfuerzo, dejó sin mencionar aquella teoría sobre lo que pasa donde no se
mira. En lugar de eso, dijo:
—Así que el
Betobe anduvo por acá, y se encontraron, y habrán charlado un buen rato, me
supongo... y... ¿por dónde anda?
—Se fue al sur
—le aseguró—; igual que todo el mundo, un buen día, agarró el bolso y se fue al
sur. Y eso que le dije que nada más hay que distraerse hasta que se te pasa. Yo
también había tenido el impulso de ir hacia el sur, y lo sigo teniendo cada
tanto; nada que un buen mate-cocido y unos bizcochos no curen. Pero no; todos
lo saben mejor; todos están seguros de que en algún lugar del camino que bordea
la costa está el mismísimo paraíso.
—Pero... ¿y no
hablaron de nada que fuera importante?
—Me contó un
poco sobre la familia, la suya porque yo no formé ninguna. Y me contó algunas
de las cosas que pasaron después de que me fui... él anduvo por allá como... a
ver... sí: casi treinta años más. Más de
veinticinco fueron, seguro.
—¿Y nada más?
—Y no... el
Beto nunca fue un gran conversador.
—¿Y Marilena?
—Con la
Marilena me fue mejor. La macana fue que no estaba sola.
—Bueno... yo
tampoco anduve solo al principio...
—No; no me
entendiste. Estaba con este tipo. Y no la dejaba ni a sol ni a sombra.
—Pegado como
estampilla, ¿eh?
—Tal cual.
—Pero igual
hablaron.
—Sí. Pero la
mitad de lo que me dijo no lo entendí.
—¿Y la otra
mitad?
—Era absurdo.
Lo entendí todo; pero lo que entendí era absurdo.
El Francés no
hizo el más mínimo comentario; bien sabía él lo que era que el otro te mirara
con esa cara de vacío cósmico.
—Eran cosas
sobre cómo una foto valía más que mil palabras porque sin esas más de mil palabras
no habría foto... —Y se alzó de hombros.
Justo llegó la
cerveza y unos platitos con queso y maníes y salame cortado en cubitos; también
una panera llena a desbordar. Al Francés se le hizo agua la boca; hacía años
que no estaba sentado en una mesa servida de ese modo; y, vamos, que no era una
extravagancia. Y fue tan así que ni se le pasó por la cabeza explicarle al
Duardi ese asunto de las palabras y las fotos:
—Esto está muy
bueno —comentó, después de vaciar medio vaso de cerveza y no saber qué pinchar
primero con el escarbadientes; no se demoró más de la cuenta y fue probando
cada cosa y repitió la vuelta; finalmente, como quien regresa de un viaje,
retomó—: La Marilena parece haber aprovechado sus días, ¿no?... ¿Y quién era
ese tipo con el que andaba; sabés el nombre?
—Carlos... me
dijo el apellido, pero ahora no me lo acuerdo... no era común... ¿o era?... la
verdad es que no le presté atención al nombre; además el tipo no dijo ni una
palabra; a lo mejor era mudo y la Mari no dijo nada para no molestarlo... no
sé.
El Francés ya
lo venía pensando, y no le costó mucho concluir que ese Duardi no era el mismo
con quien había bajado hasta el nivel D[1]
y vivido aquella aventura cuando tenían doce años; y sus sufrimientos también.
Algo así como cuando volvieron y se encontraron con que el Betobe y el Juanca y
los demás que seguían en el barrio, que nunca se habían movido de ahí. Para no
mencionar a esos otros, iguales a ellos pero unos años mayores, con quienes se
cruzaron brevemente porque iban en la dirección opuesta. Estaba claro que el
universo no era justamente eso: claro; lo cual llevaba a la pregunta por la
verdad; y la verdad era que no quería desaprovechar esa mesa tan bien servida.
Le hizo una seña a Patricia para que les trajera otra botella.
Aquello no era
real; pero ¿qué podía hacer? Darle la espalda era un camino; pero hacía tanto
ya que andaba solo que una demostración de rigor no parecía tener la misma
importancia que un siglo atrás; por otro lado, podía seguir la corriente que
aquella fantasía empujaba y pasarla bien, aunque más no fuere por un rato.
Quién podría asegurarle cuánto duraría; o si tendría otra oportunidad de
sentirse bien. Pensó que era como asistir a una obra de teatro. Lo único que le
podría arruinar el momento sería un aplauso; cruzó los dedos.
Y comenzó la
música. Un parlante estaba sobre el espejo que había detrás del mostrador; el
otro, sobre la ventana que estaba a la izquierda de la puerta de entrada. Eran
los Stones; los reconoció enseguida a pesar de los años; tenía toda la onda de
la psicodelia de los sesenta, un álbum contemporáneo del sargento Pepper... sí;
eran sus majestades satánicas; y sonaba como desde una radio portátil, de ésa
que cabían en la mano.
Pensó en la
rarezas de la vida; y no era la primera vez. Pocas veces la Marilena y él
habían interactuado; recordaba que se quedaban los cuatro, sentados en el
pasillo que recorría el costado de la casa del frente, donde vivía el Duardi,
desde el fondo, donde vivía el Betobe, hasta la vereda donde, un paso antes,
estaba el jardín y, en el medio, un limonero. Al Francés le gustaba aquel
árbol; le hacía recordar el que había en el jardín de la casa de sus abuelos;
estaba también a la entrada, entre las rejas que dejaban la calle afuera y la
primera habitación de la casa, la que se usaba como comedor cuando había
visitas. Ya por entonces se le había dado por pensar que aquellos dos árboles
estaban emparentados, tenían que
estarlo: eran muy parecidos; era como
ocurría con los pájaros: un canario y un gorrión no eran iguales, pero eran
pájaros y, por lo tanto, había entre ellos un lazo común; lo mismo tenía que
pasar con aquellos dos limoneros... y con el resto de los limoneros del mundo,
claro está; pero al Francés el resto de aquellos árboles no le importaba
demasiado.
Sabía que en
toda audacia había siempre una dosis de burla; desconocía cómo lo sabía; nadie
se lo había dicho pero, cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que se
trataba de una verdad. Le vino a la mente el Ulysses; y cómo, mientras lo leía, allá lejos, la imagen de la cara
sonriente de Joyce se le superponía a las páginas, igual que si fuera la de un
fantasma. Lo mismo que al leer Mrs
Dalloway; la cara en este caso, claro era la más agradable de Virginia,
aquella dama a quien le gustaba caminar por Sussex. Y él mismo estaba ahora en
una trama audaz; pero esta audacia no era un mérito que pudiera reclamar; caía
sobre él como la lluvia. Y la única decisión que podía tomar era correr para
buscar protección, un refugio donde no mojarse; o caminar con toda tranquilidad,
sabiendo que se trataba nada más de que agua, y que la lluvia pararía en algún
momento; y las ropas se le secarían.
Y allá estaban
los cuatro, el Duardi, el Betobe, la Marilena y él, sentados en el pasillo, a
pocos pasos de la calle, en la sombra que les daba el limonero y un poco más
allá la casa, hablando poco; haciendo bromas sobre esto o aquello, dejando que
las risas se les escaparan junto con el verano. Después crecerían y su trato
con la Marilena se limitaría a saludarla cada vez que se cruzaban por la calle,
por lo general en direcciones opuestas, cada uno en su mundo; y estaban cada quien en un mundo
diferente, eso no era una fantasía. Pero, dado lo que el Duardi terminaba de
contarle, la Marilena había llegado a lugares por los que también él había
estado; en momentos diferentes, de maneras diferentes, por los mismos lugares;
y hasta pudiera haber pasado que tuvieran sensaciones similares.
—Me enseñó a
jugar al tres-y-afuera —dijo el Duardi; y por un momento el Francés no estuvo
seguro de que se dirigiera a él; lo que era más: habría apostado a que le había
hablado a un tercero, sentado a la misma mesa, pero en una dimensión distinta.
La ocasión merecía tacto; al menos un poco:
—Te referís a
un juego y también a la Marilena... que te enseñó a jugarlo... ¿y qué tal?
—Si se lo
juega bien, se puede hacer que un fantasma se convierta en una persona de carne
y hueso.
Estas cosas ya
no provocaban que el Francés se riera; al contrario. Había, en lo desmesurado,
un aura que lo ponía en guardia; y estaba esa aura en lo dicho por el Duardi.
—Mirá —le
respondió—; nada de lo que me cuentes, por más tirado de los pelos que pudiera
sonar, me va a conmover. Hace años ya que lo imposible anda por todas partes de
estas costas. No sé cómo será tierra adentro, ni siquiera sé si hay tierra adentro, desde el apagón
nunca me he alejado del mar; tampoco se me ha dado por navegar mar adentro, ni
siquiera he nadado lejos de la orilla. Acá los muertos vuelven a aparecer y hay
veces cuando lo hacen incluso más jóvenes; acá el tiempo no avanza igual para
todos; y eso de que avanza es nada más que una forma del decir que uso para no
complicar las cosas más allá de los que esta charla pudiera soportar. —Lo miró
para ver si ponía cara de estar en desacuerdo, pero no; el Duardi estaba más
allá y seguía disfrutando de la cerveza y lo que restaba en los platitos—. Así
que si me decís que un juego hace que los muertos revivan, chocolate por la
noticia; te puedo asegurar de que no debe de ser lo único que tiene ese efecto.
—Y se puso a comer antes de que el Duardi terminara con todo.
—Sí —continuó
el Duardi, aprovechando que el Francés estaba con la boca llena—. Al parecer,
un espíritu de la costa al que algunos llamaban Dzana[2]
hizo el truco y pasó a ser una mujer de carne y hueso; es un cuento medio
romanticón, como los que le gustaban a la Marilena, por eso no sé cuánto creer
y cuánto dejar afuera, pero una historia parecida anduvo dando vueltas por acá
hace cosa de 30 o 40 años, ya le perdí la cuenta. Aquel espíritu, que siempre
fue el de una mujer, se enamoró del intendente de una zona de la costa y, para
poder estar con él, levantó el dichoso conjuro con el tres-y-afuera, el cual,
para decirlo ya que estamos, siempre fue un juego de verano de lo más
inofensivo; claro que nunca vi que lo jugaran los fantasmas, así podríamos
aventurar que, cuando lo juegan los seres humanos, no pasa nada. —Se sirvió
hasta vaciar la segunda botella y levantó el vaso hacia la ventana como si
estuviera brindando con el atardecer.
—Este
anochecer es muy hermoso... —El Francés se quedó pensando y fue como si
intentara recordar alguno igual—. Como los de Las Dalias... creo... después de
las tormentas. Debe de ser la primera vez que sale el sol en los últimos tres
años; ya me había acostumbrado a las nubes. Y justo viene a salir cuando se
está por ir. Cualquiera podría pensar que se está burlando.
—Por acá, no
te voy a decir que no andan las nubes, pero el sol se ha dejado ver de los
modos más normales; también hemos tenido días de lluvia, pero nada fuera de lo
común... ¿Estás seguro de haber andado por la costa? —El Duardi lo miró y se
dio cuenta de que andaba flotando en sus pensamientos, y eso podía significar
que estaba bien lejos de aquella mesa, incluso de su, así llamado, pueblo.
No tardó en
volver:
—Estaba
pensando en eso que dijiste; que no hay que ir al sur...
—No dije nada
de eso —le replicó, y se notó que había tomado una pose defensiva—. Lo que digo
es que cualquiera bien puede quedarse acá; y disfrutar, por ejemplo, estos
atardeceres. El que quiere se puede ir al sur, o al mismo demonio si le parece
bien. Pero no por una obligación. O porque una fuerza no le deja otra
alternativa.
—También
hablaste de una cura...
—¿Sí?...
—Sí; dijiste
que te curabas con un mate-cocido y unos bizcochos.
—Sí; ahora me
acuerdo... pero no sé por qué hablé de curar... me salió sin pensarlo.
¿Significa algo?
—No sé.
—Vos siempre
le encontrabas significados a las cosas que pasaban alrededor.
—¿De verdad;
eso hacía?
—Me parece que
vos no te acordás mucho de lo que hacíamos cuando éramos chicos... ¿eh?...
digo: más allá de una anécdota... o tres.
En ese
momento, la luz del sol dio en la ventana del bar y se reflejó en el espejo;
todo el lugar se llenó de rojo. El Francés sintió una presión en el estómago; y
esa presión comenzó a hacer fuerza hacia arriba. No tardó en darse cuenta de
que se iba a largar a llorar; hizo fuerza para evitarlo, pero estaba claro que
no iba a lograrlo. Y al filo del desánimo vio el cartel de los baños; se paró y
fue rápidamente hacia ahí con la esperanza de que el Duardi, al ver hacia dónde
iba, descartaría hacer cualquier comentario.
En el baño, se
encerró en uno de los dos privados, bajó la tapa del inodoro y se sentó. El
llanto lo envolvió. Buscó la forma pero no pudo controlarlo. Apenas consiguió
amortiguar los efectos. Cerró la boca con fuerza. Trató de ver qué le estaba
pasando. Y volvió hacia atrás, al momento cuando el bar se había llenado de
rojo. Y fueron todos los atardeceres de su vida, pero especialmente los que
había presenciado en la costa. Antes de que las nubes se hubieran apoderado del
paisaje. Antes del apagón. Ese manchón de negrura que separaba en dos su
memoria. Sus memorias.
Estaba solo.
Esto nunca le había molestado antes. Al contrario, la soledad le proporcionaba
un estado casi ideal. Sabía que lo ideal tenía íntima relación con la
perfección, por eso dejaba un espacio fuera, para que hubiera lugar para el
cambio, para las nuevas experiencias. Había andado solo ya varios años; no se
había encontrado con nadie en su vagar por la costa hasta ahora. No; no le
molestaba la soledad cuando estaba solo. Le molestaba cuando coexistía con
otros. Cuando aparecía en medio de un muchedumbre. Y más de cuatro ya le
resultaban una muchedumbre. El llanto estaba cediendo. Pero no la angustia que
lo había causado. Y, mientras la angustia lo anduviera rondando, el llanto
podría invadirlo de nuevo; y sin aviso.
He
conocido unas cuantas personas, sobre todo cuando joven, a quienes le gustaba
quedarse de noche en la playa para ver la salida del sol. A mí me gusta más
cuando se pone. No sé; puede que ellos estuvieran en una mejor posición, dado
que la salida del sol es, en cierto modo, un nacimiento. Todo lo cual vendría a
sugerir, como me dijo una vez Martina, que me atrae más la muerte. Como fuere,
creo que poco se compara con los diversos movimientos que llevan el sol a su
ocaso; ese apagarse de la tierra.
Volvió a la mesa para encontrar que una
tercera botella había llegado y que los platitos estaban otra vez llenos. El
Duardi lo recibió señalando los nuevos pertrechos desde una sonrisa.
Un muchacho
entró al bar y se fue hasta detrás del mostrador; habló unas palabras con
Patricia y la cara de ésta dio cuenta de que estaba ocurriendo algo fuera de lo
usual. Patricia se acercó hasta la mesa, hacia el lado donde estaba el Duardi
y, en vos baja pero no lo suficiente como para que el Francés no la escuchara
aunque sí el resto del bar, le dijo:
—Hay gente
saliendo del cementerio.
—¿Visitas?...
no había nadie cuando estuvimos ahí —y lo miró al Francés como para
involucrarlo en ese plural.
—¿Ustedes
estuvieron en el cementerio y de ahí se vinieron para acá? —le preguntó
Patricia, aun cuando con una buena carga retórica.
—Lo que dice
es cierto —intervino el Francés—, no había nadie... —se interrumpió como si
algo lo hubiera pinchado—. Nadie vivo, quiero decir... —de nuevo el pinchazo—.
A lo que me refiero es a que...
—Sí, Francés
—el Duardi le guiñó el ojo—: todos te entendimos. —El bar entero, ahora sí,
estaba escuchando la conversación.
—¿No vas a ir
a ver? —le preguntó Patricia al Duardi.
—Hoy ya me doy
por hecho —le respondió—. A lo mejor voy mañana... pero no prometo nada.
Algunos de los
parroquianos habían ido saliendo, y otros estaban por encarar hacia el
cementerio igual que los anteriores.
—Martín y yo
vamos a ir a ver qué pasa —le anunció Patricia.
—Ni falta
hacía que me lo dijeras —le replicó—; suerte con eso.
El Francés se
quedó mirando al Duardi para ver si descubría qué andaba tramando; pero al
parecer la cosa era así, tal cual lo había dicho, nomás. Por otro lado, estaba
ocupado, primordialmente, en tratar de apaciguar la presión que todavía le
estrujaba el estómago.
Cuando el bar
quedó casi vacío: quedaron tres personas en una mesa que estaba pegada al
mostrador, el Francés le dijo al Duardi:
—Me quedé
pensando en eso del tres-y-afuera... —Esperó a que el Duardi lo mirara—. Según
lo que me dijiste, Dzana pasó de ser un fantasma a un ser de carne y hueso.
—Algo así...
hay partes del relato que son medio graciosas... Marilena no se rió cuando se
lo dije... pero, bueno, estaba hecha una persona muy seria. Cuando era chica no
era así; si nos habremos revolcado de la risa en el fondo de casa... ¿Qué me
decías?...
—Sí... Se
empezó a poner seria después de que volvimos del nivel D... Te decía lo del
tres-y-afuera...
—Sí... cuando
volvimos de... ¿y dónde era eso, che?
—El
tres-y-afuera; me decías sobre el tres-y-afuera, ¿sí?
—Dale. Resulta
que cuando Dzana, el espíritu de la costa, a la que algunas llaman Shannan o
también Shannah... aunque hay también quien asegura que son almas distintas...
—Dale, Duardi;
lo del tres-y-afuera; te estás yendo por las ramas.
—Sí, tenés
razón. Bueno, resulta que estaba en Necochea y se hospedó en un hotel bajo un
nombre falso... claro, no se iba a registrar como Dzana, ¿no?... bueno, se fue
con el juego por la costa, hacia el sur. Y, cuando la fueron a buscar, porque
en el hotel se preocuparon ya que había desaparecido, encontraron sus huesos en
la playa... —El Francés hizo el gesto de preguntar algo, pero el Duardi, levantando
la mano, lo frenó—. Sí, ya sé... ahora viene la parte buena. Porque pareciera
ser que estos espíritus tienen huesos igual que cualquier mortal común y
corriente.
El Francés
estaba mudo. Era difícil deducir qué pasaba por su cabeza. Para colmo, la angustia
le seguía rondando. Y el llanto le pisaba los talones. Después de todo, ¿qué
tan malo podía ser eso de estar solo entre tanta gente?
—¿Te lo podés
imaginar? —continuó el Duardi—; espíritus con esqueletos... una gansada de pe a
pa. Claro que después que te lo pensás un rato te das cuenta de que sabemos
poco y nada de los espíritus, más bien tirando a nada... —se detuvo como si le
faltara algo—. Me dieron ganas de tirar un poco de humo; sí. A este lugar le
hace falta un poco de humo. Una humareda de ésas que sabía tener... ¿Cuándo
fue? —Se encendió un cigarrillo; hizo el ademán de convidarle uno al Francés,
pero recordó la charla de más temprano y se guardó el paquete—. Te decía lo de
los huesos... No sabemos nada de nada; y lo que sabemos, o creemos saber, viene
de esas historias de fantasmas de los libros; o sea que son todas invenciones,
o mentiras. Un fantasma bien podría tener un esqueleto si vamos a poner sobre
la mesa lo que sabemos, lo que de verdad sabemos... y ahí está la mesa vacía...
Así que ahí lo tenés; vino la Marilena y me trajo la novedad de que los
espíritus tenían esqueleto. Y así fue como encontraron el de Dzana en la playa,
y ahí nomás al ladito estaba el tablero del tres-y-afuera. Claro que no sabían
que se tratara de Dzana, o Shannah; sino que creyeron que era esa turista que
se había perdido, o desaparecido... Me imagino que la policía de Necochea debe
de haber pasado un buen mal rato... jeh... eso estuvo gracioso... un buen mal rato... malo y bueno de tan
malo. —Había estado pitando mientras hablaba y ya se le había consumido la
mitad del cigarrillo.
—¿Dónde
conseguís los puchos? —le preguntó el Francés.
—En el kiosco
de la Santiago, el que está frente a la playa... ¿Por?
—¿Y la
plata?... para pagarlos, digo.
—Acá la tengo.
—Y sacó unas monedas del bolsillo y las puso sobre la mesa.
—De oro, ¿eh?
—Todos dicen
que sí... que son de oro.
—¿Y cuando se
te acaban?
El Duardi lo
miró como si le hubiera hablado en chino.
—¿Me está
jodiendo?
—No... de
verdad... ¿qué pasa cuando se terminan?
—Nunca se
terminan... todo el mundo sabe eso... Mostráme tus monedas.
—No tengo.
—Vamos,
Francés; no me jodás. Cómo no vas a tener...
—No sé cuándo
fue que dejé de tener monedas; hace meses que no me encontraba con nadie. Hace meses que ni siquiera pienso en las
monedas. Muchos meses. —El Francés se
tomó la cerveza que tenía en el vaso casi de un solo trago; la angustia le
estaba recorriendo la cintura.
—Meses...
—Sí.
—Sin cruzarte
con nadie...
—Sí.
—Como cuando
uno enfila hacia el sur y no vuelve...
—Sí. —Esta vez
fue una palabra seca. Se sirvió otro vaso y dejó la botella vacía en la mesa.
—Pero
volviste...
—Ésa sí que
sería una noticia. —Se tomó medio vaso—. Mirá; iba hacia el sur, todas las
mañanas me levantaba, desayunaba y seguía camino al sur. Hace meses que no hago
otra cosa que ir hacia el sur.
—¿Entonces?
—Entonces...
Me querés decir cómo es que vine a dar a Miramar si hace meses y recontrameses
que pasé por acá. Y no recuerdo a nadie de los que estaban en el bar hace un
rato. Y mucho menos estabas vos. —Se terminó de tomar la cerveza—. ¿Te acordás
de cuando nos encontramos con nuestros dobles?
—No... —El
Duardi se llevó el vaso a los labios, miró al mostrador y recordó que Patricia
y Martín se habían ido al cementerio; se puso de pie con la intención de ir
hacia la heladera—. Dobles, ¿eh?... Voy a buscar otra botella... Dobles ¿cómo?
—No importa.
Ya veo que no te acordás... o puede que no fueras vos el que estuvo conmigo
sino otros de tus dobles...
—¿Pero cuántos
dobles tenemos?
—Ni idea,
mirá. Ni idea.
Cuando el
Duardi llegó con la nueva botella, el Francés casi ni se acordaba de haber
tenido ganas de llorar; así eran las cosas con el llanto. Había estado pensando
en eso de los dobles y, sin mediar advertencia, le largó al Duardi:
—Imagináte que
entrara una persona y con una pistola de rayos me duplicara. Entonces, llegabas
a la mesa ahora y te encontrabas con dos iguales a mí. ¿Cuál de los dos sería
yo?
—El primero
que diga algo que no entienda... ése. Y me jugaría lo que te queda en la
botella. —Se llenó el vaso y se quedó mirándolo con ojos brillantes y una
sonrisa que intentaba ser como la del diablo en los dibujos de la tele; la tele
de los sesenta, claro, que era la que siempre llevaban a cuestas.
El Francés no
supo si aquella respuesta le había gustado; tenía su costado ingenioso, pero
hasta por ahí nomás. Se distrajo porque justo en ese momento volvieron los
muchachos del bar:
—Son muy
jovencitos, ¿no? —le señaló al Duardi.
—Sí, claro...
—Aprovechó para hacerle una seña a Martín para pedirle otra botella—. En
realidad, no creo que hayan pasado por el manchón; casi todos por acá creen eso
mismo.
—No pasaron
por el manchón de negrura pero están acá... —El Francés los miró de reojo y se
pasó una mano por el pelo—. Bueno; cuando yo llegué por primera vez a Olas
Grises, tampoco. Y, sin embargo, estuve ahí; y volví unas cuantas veces.
—¿De verdad?
Bueno; ahí lo tenés entonces. Otra de las rarezas de por acá.
—Y eso sin
mencionar que, también antes de mi apagón, me encontré con alguno que sí a la
vuelta de casa. —Esperó a ver qué cara ponía—. Por suerte, no fue de esos
encuentros que te paran el corazón. Gente buena me vino a ver. A lo mejor fue
una forma que tuvieron de prepararme...
La explosión
hizo temblar el bar desde sus cimientos; no que los tuviera a gran profundidad,
pero estaban por ahí, debajo del piso de mosaicos. Imposible asegurar lo que
pasó por la cabeza de cada quien; pero algo de lo que sí se dio cuenta el
Francés fue de que no había sido ésa la primera vez. Como quien no quiere la
cosa, preguntó:
—Eso no fue en
el cementerio, ¿verdad? Fue del otro lado, ¿no? Lo pregunto porque está tan
claro que vino del otro lado que, tal como están las cosas, bien podría haber
ocurrido en cualquier otra parte.
—Fue en el
norte, Francés. Estás en lo cierto, no fue en el cementerio.
—Además, el
cementerio está vacío —dijo Martín, quien estaba parado al lado de la mesa con
la botella pedida por el Duardi y había escuchado.
Como lo dos se
lo quedaron mirando, continuó:
—Sí, es así
nomás; recién cuando fuimos nos fijamos por todos lados y todos los cajones
están vacíos.
—Todos se
están yendo al sur, ¿eh?
El Francés
miró fijamente al Duardi y dudó sobre lo que iba a decirle, pero igual habló:
—Quiere decir
que ahí va un doble tuyo, derecho al sur; uno más entre unos cuantos.
—Mirá vos;
tenés razón... no me había dado cuenta. —El Duardi le sacó la botella de las
manos a Martín, puesto que parecía haberse quedado duro como estatua, y llenó
el vaso del Francés y luego el suyo; no parecía haberle dado mucha importancia
a eso de que alguien igual a él, puede que, de apariencia, más viejo, anduviera
por el mundo, por ese mundo; claro que el Francés, acostumbrado como estaba a
la soledad, no apreciaba los alcances de lo sobrenatural de la misma forma que
quien vivía codo a codo con esas manifestaciones.
—Se ha puesto
oscuro —comentó el Francés.
—Sí —le
respondió el Duardi.
—Parece que
vamos a tener tormenta —agregó Martín, y señaló hacia fuera, y sobre los
árboles del bosque destelló un relámpago.
El Francés
estaba incómodo; se había sentido así desde temprano, desde aquella cripta en
el cementerio, pero recién ahora se había dado cuenta; las palabras para
describir su estado de ánimo lo habían esquivado durante la tarde y ahora que
la noche se hacía valer la oscuridad venía a rescatarlo. Los relámpagos seguían
iluminando el cielo por allá lejos, hacia el sur, y marcaban el contorno de las
copas de los árboles. Fue entonces que se le dio por pensar en aquella escena;
podía ver las copas de los árboles del bosque porque no había edificios que se
interpusieran; pero no había sido así cuando estuvo en Miramar tantas veces
antes, ni siquiera en enero de 1980.
—¿Qué pasó con
las casas? —le preguntó al Duardi.
—¿Cuáles
casas?
—Todas las que
había en las manzanas que van desde enfrente hasta el vivero.
El Duardi tomó
un poco de cerveza.
—Ahí nunca
hubo casas; al menos desde que me mudé para acá en el 2002.
Sonó un
trueno. Fue por allá, al sur, por donde lo único que se veía era el contorno de
los árboles cada vez que destellaba un relámpago; más allá todavía. Y debe de
haber sido fuerte porque donde ellos estaban, que no eran para nada cerca, hizo
temblar los vidrios.
—¿Alguna vez
hubo casas ahí? —preguntó Martín, quien se había quedado de pie, junto a la
mesa—. ¿Cómo era en la época de la Mónika?... Sí; Patricia me contó que usted
la conoció...
Se largó a
llover.
—Es verdad que
toda esa zona parece agreste, pero recuerdo las casas; recuerdo que acá
enfrente vivía una familia a cuyos chicos les había dado clases de guitarra...
—¿Usted sabe
tocar la guitarra? —le preguntó Martín.
El Francés lo
miró y no pudo con el desorden que se estaba produciendo.
—Sabés qué,
Martín; estoy tan cansado que ya ni sé de lo que estoy hablando...
—Y la noche no
invita a salir, ¿eh? —le aseguró el Duardi—. Si no me equivoco, Patricia te
preparó una habitación.
Que el Duardi
nombrara a Patricia hizo que el Francés mirara hacia el mostrador; se vio
reflejado en el espejo, cosa de lo más común en los bares; pero el Francés no
se esperaba lo que había sobre el espejo, justo debajo del parlante: un reloj.
Hacía años que no veía uno; no le había pasado que se hubiera olvidado de
ellos, pero casi. Por motivos que se le escapaban, después del apagón nadie
parecía necesitarlos. Sin embargo, ahí había uno; y nadie en el bar se
inmutaba. Faltaban cinco minutos para las once.
Ahora que un reloj había vuelto a ponerlo
en sincronía con el universo, le resultaba fácil calcular que era la
medianoche. Patricia le había indicado el camino hasta la habitación donde
ahora se encontraba; y todavía tenía dibujada en su cara la sonrisa que le
despertó ver que se trataba de la misma que había ocupado en 1980. El Duardi se
había ido del bar, supuestamente hacia su casa, o donde fuere que pasara las
noches. Martín había cerrado todas las puertas y ventanas de la planta baja y
desaparecido por la puerta que estaba detrás del mostrador.
Estaba en la
cama; con la ventana cerrada salvo por una hendija. Afuera estaba diluviando.
Pensaba en el derrotero de ese día ya terminado mientras veía en su cabeza el
salón del bar del Colman con sus mesas y sillas de madera oscura, testigos de
idas y vueltas de las que seguramente muy pocos de quienes hoy iban a pasar un
rato ahí sabían. Y en eso estaba cuando recordó que aquella habitación tenía su
propio baño; y hacía meses que no se daba una ducha como la gente; esto quería
decir: con agua caliente. Así que se quitó la ropa y la sonrisa volvió a
dibujársele cuando vio que el dispersor de la ducha no estaba y que solamente
permanecía el extremo del caño donde debía ir enroscado: él mismo lo había
sacado, en 1980, porque la mayoría de sus agujeros estaban obstruidos más allá
de todo arreglo posible.
Se bañó como
si fuera la primera vez. Y a medio secar volvió a tirarse en la cama. La verdad
era que se sentía muy bien. Pero la sensación de placer no fue suficiente para
anular la inquietud que lo había perseguido durante aquel día; y los
pensamientos volvieron sobre esa cuestión. Sobre el malestar, en tanto que no
le era posible detectar su origen.
Miramar nunca
le había dado malos momentos; mucho menos le había producido aprehensión. Pero
esta vez la cosa había cambiado; así era como le daba vueltas en la cabeza. Y
ahí estaban las diferencias. Faltaban manzanas enteras como si nunca hubieran
estado ahí. Sus recuerdos no podían estar tan torcidos; estaba seguro de que,
en uno de los chalets que había frente al bar del Colman, había visto a los
chicos a quienes daba clases en San Isidro, y también a su madre; hacía rato
que había sido su maestro de guitarra, lo cual había sido en 1978, pero no
tanto como para no reconocerlos. El día cuando los vio había sido el único día
de sol de su estancia ahí; y, como no tenía ganas de encontrárselos, siempre
tuvo cuidado cuando andaba caminando por esas calles, sobre todo cuando iba a
comer a la peatonal.
También
recordaba que, de todo aquel viaje por la costa, fue en Miramar donde no
escribió nada. Curioso contraste puesto que, en los meses que siguieron, fue
componiendo en su interior la historia de Almarmira. “¿Mar mira? ¿Como Miramar
al revés?”, le había dicho el Duardi cuando dejó deslizar un comentario al
respecto... sí: también el Duardi contrastaba con los recuerdos que tenía de
él. Y no importaba que en el medio hubiera trascurrido toda una vida; o más de
una; nadie cambiaba tanto en lo esencial.
Se fue
quedando dormido y así la noche fue avanzando. Hasta que se despertó
bruscamente. Un pensamiento lo había sacado de su sueño. “David es Elpez”,
resonó en su cabeza. Las gotas pegadas a los vidrios de la ventana estaban
queriendo brillar e inundaban aquel rectángulo con el nacimiento de luz nueva.
La lluvia había parado. Pero no se veía el cielo. Aún. La noción de que David
fuera Elpez lo había golpeado y ahora trataba de colocarse en el presente,
incluso sin saber todavía de qué presente se trataba. ¿Cómo podía un personaje
salido de su birome andar por ahí y, encima, haberse cruzado con él sin que el
equilibrio del cosmos se inmutara? Claro que no era un personaje cualquiera.
Por eso las coincidencias. El reloj del bar seguía usando los segundos como
notas de música y le decía que debían de ser las cinco de la mañana. Claro que
el apellido de su personaje no era Fourcaud; pero nadie le podría asegurar que
otro como él no hubiera creado uno que sí. Como él o tal vez no; pudiera ser un
opuesto, salvo en que ambos dejaban sus historias por escrito. Hacía cosa de un
año que no había vuelto a escribir. Su deambular le había acercado historias
nuevas, impresiones, el inicio de un pensamiento; pero había conseguido ir y venir
sobre esas líneas sin necesidad de escribirlas. O sea que, en realidad, no
había escrito en su cuaderno, pero sí en esa pantalla que el aire le sostenía.
Movió la cabeza sin levantarla de la almohada para ver el bolso que había
dejado sobre la silla, a un costado de la cama. La luz estacionada en la
ventana había aumentado pero no tanto como hubiera querido. Se preguntó si el
bar estaría abierto; era temprano; muy temprano como para alguno de esos dos
chicos se hubiera levantado y ya estuviera trabajando; no sabía si había
alguien más ocupándose del bar y del hotel o si lo hacían todo ellos solos. Vio
que la puerta del baño estaba entreabierta y se dijo que otro baño no estaría
nada mal. Se sonrió. Ésa era una costumbre que no había perdido Muchas veces en
los meses pasados se había sonreído: solo, en su camino, encontraba cosas que
le habían provocado sonrisas. Se metió al baño, abrió la ducha y observó cómo
el agua salía desde la punta de aquel caño que él mismo había dejado así. Pensó
en los años y lo raro que los sentía cuando eran muchos y habían pasado. Los
años por delante no le daban la misma impresión. El pasado llevaba a cuestas
una cuota de vértigo que el futuro no tenía. Sus recuerdos se acomodaban como
los cuadros de una película. Así estaba mirando aquel chorro de agua que caía
dentro del rectángulo que delimitaba la ducha: el agua iba pasando de un cuadro
a otro hasta caer en el último, el cual coincidía con la figura del piso. Metió
la cabeza debajo de aquel chorro y se permitió un momento de placer; el
retumbar se le mezcló entre las ideas y empujó el desorden que la tierra oscura
sabía aprovechar.
Con el pelo a
medio secar salió al balconcito... ahora que le había prestado atención,
comprobó que la ventana era en realidad la parte de arriba de la puerta de dos
hojas que comunicaba la pieza con aquel pequeño balcón, el cual era apenas un
poco más ancho que la puerta mencionada; que no lo recordara así desde un
principio le dio la pauta de que su memoria estaba teniendo borraduras. Se
apoyó en la parecita que lo delimitaba y miró el boulevard; los árboles hacían
fila a dos pasos del cordón; y otros, por el medio de las áreas de césped; en
estas últimas había bancos de armazones de hierro y listones de madera pintados
de verde y marrón alternativamente. No le resultó difícil imaginar a las
personas reuniéndose ahí, especialmente al atardecer, para tomar mate y alguna
factura mientras comentaban lo acontecido en el día... Claro que aquello
tampoco era como lo recordaba: una avenida de asfalto agrietado y con canteros
de tierra reseca donde los perros se tiraban por las noches a durar como
podían; así, al menos, la última que vez que él, Hueso y el Irlandés estuvieron
juntos. Años antes, cuando 1980 recién estaba iniciando, los canteros tenían
pasto, un tanto raleado pero ahí estaba; lo que no había eran árboles, ni uno;
y estaban limpiando el campo que había frente al Colman, un terreno que fue
dejado en mitad de aquel trabajo y que, para cuando él, Hueso y el Irlandés lo
vieron, ya se había convertido en un potrero con subidas y bajadas y grietas en
las que nadie habría querido caerse, un espacio que no servía ni para practicar
moto-cross... si es que hubiera habido interesados, claro; pero, por aquel
entonces, la ocupación primordial era mantenerse en pie. El Francés lo había
soportado un tiempo, pero se hartó; que las personas terminaran en la calle,
tiradas, a merced que cualquiera que tuviese el coraje de quitarles la ropa,
incluso la interior, muchas veces gastada por demás, o rota; ver cómo la intimidad
se rendía a merced de cualquiera; todo aquello lo empujó al límite. Y, un día,
sin decirle nada a nadie, sin despedirse siquiera de esos pocos que podría
haber dicho que eran sus amigos, se fue. Nada sabía por entonces de que Olas
Grises continuaba agarrada a la costa con uñas y dientes; aquel escenario del
pasado se había oscurecido en su memoria, cubierto por mantas de colores,
fotografías que le ofrecían mejor abrigo. Pero, de lo que le pasó al Francés
ahí, ya te conté; y lo que falta contar habrá de esperar su momento; puede que
oportuno, puede que no tanto; pero no será hoy.
Una decisión
se formó en su interior; no la dejó salir. Pero tampoco la empujó hacia el
fondo. Percibió cómo se movía a dos aguas mientras las palabras y ella jugaban
a esquivarse. Lo rondaba, también, una voz que le hablaba de las raíces; de su
no estar. En el pasado, un pasado que había quedado lejos, la memoria se había
servido de ancla; y le había servido bien, sus amigos habrían dicho que incluso
excesivamente. Pero, en estos días, el álbum que reunía sus recuerdos se había
vuelto insuficiente; un libro obsoleto.
Cuando bajó al
bar serían las seis, tenía el bolso colgado del hombro; el Duardi ya estaba
sentado en la misma mesa; tenía una taza frente a él, de tamaño considerable, y
un plato con bizcochos; al costado de la taza tenía un vasito con agua.
—Buen día —lo
saludó desde la mesa, sin ponerse de pie ni ninguna otra formalidad—; veo, para
mi alegría, que sos de los que se levantan con intenciones de hacer que la mañana
tenga significado. —Tomó unos sorbos de la taza, y uno del vasito—. Sí... buena
alegría me traés en este mañana.
El Francés
miró hacia el mostrador y vio que ahí estaba Martín, quien le preguntó:
—¿Desayuno?
—¿Qué tenemos?
—le replicó.
—Lo que guste,
Francés. Lo que guste.
—Entonces...
un café-con-leche... en una taza de las grandes; y... ¿churros?
—A la orden
—le respondió; y puso manos a la obra.
El Francés fue
a sentarse en el mismo lugar de la noche anterior. A los pocos minutos, Martín
colocó frente a él la taza con el café-con-leche y un plato con cinco churros,
también un recipiente parecido a una cazuela pero varias veces más pequeño que
contenía dulce-de-leche, también le dio una cuchara, un cuchillo sin filo y le
indicó que la azucarera ya estaba en la mesa.
—Somos
bastante sólidos para ser fantasmas, ¿eh? —le dijo el Duardi, y dio una palmada
en la mesa—. Por eso comemos bien... si podemos.
El Francés
alzó la taza a modo de brindis, y tomó unos cuantos sorbos.
—¿Eso no está
caliente? —le preguntó el Duardi. Y Martín, quien todavía estaba parada junto a
la mesa, tal cual parecía que era su costumbre, le respondió:
—Sí; bastante.
—¿Bastante?
—les preguntó el Francés—. Sí. Puede ser. Me gusta caliente.
—¿Dejaste
alguna memoria? —le preguntó el Duardi.
—¿Memoria?...
me temo que vas a tener que ser más claro.
—Digo... al
otro lado del manchón.
—Sí; creo que
sí... en la familia.
—Pero vos
escribías, ¿no?
—Ah; bueno...
papeles sí. Papeles dejé a montones. Pero los papeles son una ruleta... a
veces, rusa.
El Duardi se
rió justo cuando estaba tomando su mate-cocido y casi se ahoga:
—Sos...
unij... eput...
—Bueno; no me
parece que sea para tanto —le aseguró el Francés—. Además; no lo dije en broma.
El Duardi
justo iba a tomar de nuevo, pero se frenó a tiempo.
—¿Viste
afuera? —le preguntó el Francés en un intento por llevar la conversación para
otro lado; o al menos así lo creyó al comienzo—. No se ve casi nada, ¿eh?
—Sí; es la
niebla de Punta Hermengo.
—¿Viene desde
ahí?
—La primera
vez que apareció —le respondió el Duardi—; o al menos así se lo cuenta. Ahora
puede venir de cualquier parte, pero el nombre se le pegó.
—Algunos la
llaman la Soledad —intervino Martín, quien seguía firme en su puesto.
—A ver...
—dijo el Duardi, en un tono que quiso disimular sorpresa pero no lo logró—. Ésa
no la sabía; ¿cómo es?
—No digo que
todos, pero unos cuantos la llaman así —contó Martín—. Uno era aquel hombre que
andaba siempre con sobretodo.
Inmediatamente,
el Francés dejó de comer el churro y lo apoyó en el plato.
—De sobretodo,
¿eh? —intervino el Duardi—. La verdad es que no me acuerdo de nadie con
sobretodo.
—Eso es raro
—dijo Martín—; porque siempre venía al bar.
Fue fácil
detectar la incomodidad del Duardi frente a eso que no recordaba pero que
parecía moneda corriente de todo el pueblo:
—¿Y cómo se
llamaba?
—Alguien, no
sé quién, tampoco sé si acá en el bar pero bien pudiera haber sido acá, ante el
desconocimiento de su nombre y dado que ya hacía algunas semanas que andaba por
el pueblo y todos sabían a qué hora entraba a tomarse un whisky, o una cerveza,
ninguna otra cosa, siempre un whisky o una cerveza, que podía ser rubia o
negra, no parecía que sus preferencias se inclinaran por una más que por la
otra... decía que, a falta de saber su nombre, esta persona lo llamó Sobretodo.
—¿Y así como
así? —intervino el Duardi, quien, a sabiendas o por acto reflejo, estaba
colocando aquello en un lugar de menor importancia, aunque flotaban serias
dudas de que el resultado le fuera favorable.
—Lo que pasó
—continuó Martín— fue que a él no pareció molestarle; y el nombre empezó a
circular y fue prendiendo; y al final todos lo llamaban Sobretodo.
El Francés
comenzó a sonreírse y a mover la cabeza en tono afirmativo; pero ni una palabra
salió de su boca.
—Así que
Sobretodo, ¿eh? —volvió a la carga el Duardi—. Y supongo que, dada su
apariencia, debía ser un tipo oscuro...
—No sé —le
respondió Martín—; puede ser. Hablaba aquí y allá, pero no mucho; se reía a
veces, sobre todo cuando su bebida era la cerveza. Nunca anduvo mal con nadie.
—¿Y se pude
saber adónde anda que no lo veo nunca? —insistió el Duardi.
—Y... —lo
siguió Martín—; un buen día se fue, con la Soledad, como él mismo la llamaba...
Igual que se van a ir unos cuantos cuando esta niebla se vuele.
—¿Y pa’ dónde
se fue, me querés decir? —El Francés acentuó la sonrisa, pero esta vez porque a
su amigo medio que se le había escapado una tonada de paisano.
—No sé —le
contestó Martín—; supongo que igual que todo el mundo: al sur.
—Ahí está,
¿ves? —cargó las tintas el Duardi—; igual que todos... Al final, no tenía nada
de especial ese... Sobretodo.
—A Patricia y
a mí siempre nos trató muy bien —agregó Martín—; era como si tuviera con
nosotros un cuidado que no tenía con nadie más.
—A lo mejor es
porque vos y tu hermana son especiales —intervino el Francés.
—Lo que el
Francés quiere decir... —se apuró el Duardi a salirle al paso— es que ustedes
son los dueños del mejor bar de este pueblo, hermoso pueblo...
—Bueno...
—dijo Martín—; el Vinci no está nada mal, ¿no?
El Francés
aprovechó la sonrisa para ocultarse detrás y, desde su refugio, ver cómo se las
ingeniaba el Duardi para regresar al buen camino. Pero el Duardi no dijo nada
y, para reforzar aquel mutismo, se llenó la boca con un bizcocho y, detrás, se
tomó el resto de su mate-cocido.
El Francés
observó el entorno y después por la ventana: la niebla no se había movido y,
ayudada por el sol, el cual la costumbre suponía por allá arriba, se apretaba
en un brillo que no pasaba inadvertido. Aquella decisión que le flotaba a dos
aguas se había levantado y estaba ahora justo delante de sus ojos, envuelta en
palabras; no muchas, pero justas; ninguna tan soberbia como un desafío; de
movimiento pausado, perceptible si atendido; a pocos pasos de una burla. El
Francés terminó su café-con-leche y anunció que se iba.
—¿Vas a dejar
que el aliento de Punta Hermengo te lleve igual que a tantos peones de la
comuna? —lo atizó el Duardi.
—Al sur —le
respondió y se dirigió a la puerta. Antes de salir, lo miró a Martín y le
dijo—: Estén atentos; un día de éstos van a tener novedades.
Y salió.
Se dirigió hacia la playa; lo más lejos
que pudiera pasar del cementerio en su camino al sur: tanto mejor. Pero el sur
no anunciaba un punto cardinal abstracto; sus pasos iban a un sitio particular,
exacto: Necochea. También se dirigían al encuentro de un nombre: Hueso. Que
tuviera o no todavía aquel sobretodo con el que lo veía llegar en el invierno
de 1980 hasta el bar de Benito, o “el barsucho de la fe” como el mismo Hueso lo
llamaba.
La niebla
seguía cubriéndolo todo, pero estaba acostumbrado; no era la primera vez que
tenía que caminar midiendo cada paso y sin saber del siguiente hasta haberlo
dado. Y estaba aquel brillo, también. Pero había aprendido a no darle
importancia; mirar hacia otro lado.
Aquella
caminata no era tan difícil, después de todo. Menos aun ahora que la soledad
había regresado. Se había llamado a sus cuarteles en cuanto el Duardi apareció
en la puerta de aquella cripta y había mantenido distancia todo el tiempo que
duró su estar en Miramar... en esa
Miramar.
El Francés
podía entender muy bien por qué Hueso había bautizado esa niebla con el nombre
de Soledad; y más aun si llevaba a las personas, esas almas de la costa, hacia
el sur, donde no había otra cosa que soledad.
Comprendía
también que el Duardi hubiera echado anclas puesto que no podía trasladarse al
norte; y estaba visto que pronto no habría norte de todas formas. Explosiones
como la que sintieron en el bar lo estaban haciendo desaparecer. Quién podría
tener ganas de ir hacia un lugar que estaba volando en pedazos y, para colmo,
al azar. Y en el norte era donde estaba el pasado, nada menos. En ese sentido,
la memoria era parte del norte. Mientras pudiera sostener sus recuerdos, una
parte de aquella tierra seguiría con él.
Hacía un rato
ya que caminaba por la playa y le faltaba un rato mucho más largo para llegar
al destino que se había trazado para ese viaje. Iba a encontrarse con Hueso, el
Viejo, aquel hombre que era capaz de llevar un sobretodo en pleno verano y
andar como si nada; así lo había hecho en el verano del ’81 y de igual manera
lo estaba haciendo ahora, si creía en la justeza del relato que le había
entregado Martín. Estaba tan seguro de que Hueso era quien había pasado por la
Miramar de Martín que en ningún momento se preguntó de dónde provenía esa
seguridad. Y, al mismo tiempo, su vocecita le decía que no se trataba de la
misma Miramar del Duardi. Era como si aquel pueblo (como lo había llamado su
amigo de la niñez) se abriera y cerrara dejando parte de su población de un
lado y al resto del otro; y ninguna de esas partes se percataba a menos que,
tiempo después, se les diera por cotejar los recuerdos de cada quien, cosa que
no hacían en profundidad.
A medida que
avanzaba hacia el sur, la niebla se iba disipando; también se iba haciendo
firme la certeza de que el Duardi de quien se había despedido hacía poco no era
el mismo que conociera en la niñez... y recordó a David, y se preguntó si no
habría sido él a quien este Duardi había conocido. Si lo era, algunas zonas
desconectadas hasta ahora se vinculaban; si no, quería decir que había más
versiones de ellos, versiones con diferencias que bastaba prestar atención para
notarlas. Y de todas las versiones, estaba claro que este Duardi nunca se había
cruzado con Hueso.
Se acercaba a
aquella ciudad y los recuerdos se le encendían; tanto tiempo y sin embargo
vivían. El Duardi le había dicho que el mate-cocido y los bizcochos de la
mañana le ayudaban a frenar el impulso de irse al sur, que lo curaban; y no
había sabido desarrollar eso de la cura. Pero, teniendo eso en cuenta, el viaje
que él estaba haciendo ahora venía a ser la consecuencia de una enfermedad.
Hacía ya una
semana que caminaba, o así le parecía dado que no llevaba la cuenta, cuando
vio, a una distancia que podía ser de un kilómetro, una muchedumbre. Al
principio se preguntó qué podía estar haciendo toda esa gente en la playa y, lo
que era más, el que hubiera gente era
ya de por sí un fenómeno en contra de los últimos dos años, con la sola
excepción de lo ocurrido en Miramar.
No tardó en
darse cuenta de que aquellas personas no estaban detenidas, sino que marchaban
en la misma dirección que él; claro que, si las estaba alcanzando, era porque
lo hacían más lentamente. Y fue acá cuando le vino el recuerdo del momento
cuando, estando en el bar, Patricia de acercó a la mesa para decirles que la
gente se estaba yendo del cementerio. Pero eso no fue todo; el recuerdo de lo
ocurrido en el cementerio le descubrió otro, tapado de tal manera que fue como
si no hubiera ocurrido; pero, ahora que había revivido en su cabeza, sintió que
era de otro de los muertos del cementerio que salía a la calle y se ponía a
caminar.
Estaban en el bar del Colman y todos se
habían ido al cementerio para ver qué estaba pasando. El salón había quedado
vacío salvo por aquellas tres personas que parecían muñecos como los que
recordaba de las vidrieras de las casas de moda; en su momento aquello no le
había llamado la atención particularmente, pero ahora le parecía extraño que no
lo hubiera hecho.
—¿Hubo otras
explosiones como ésta? —le preguntó al Duardi.
—Unas cuantas
—le respondió—; últimamente son más frecuentes.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Nadie
investigó?
—Son al norte
—el Duardi lo dijo sonriente—; y todos los que se van, se dirigen al sur. Al
norte no va nadie.
—Nadie que se
sepa —le replicó el Francés.
El Duardi no
sólo no había perdido la sonrisa sino que la había acentuado:
—Vení conmigo
—le dijo—; te voy a mostrar algo que te va a dar qué pensar.
—Acá... todo
da para pensar.
—En todas
partes —agregó el Duardi—. Pero no todos piensan igual; y hay pensamientos para
todos los gustos... al menos así decía el abuelo... el mío... y del Beto... y,
claro, Marilena.
Salieron del
bar y el Duardi lo llevó hacia la rotonda donde la 11 entraba al pueblo; desde
ahí, siguieron por la ruta.
—Tantas veces
habré venido por acá —comentó el Francés, en voz no muy alta y para nadie en
particular, lo cual es una manera de decir que hablaba consigo mismo—. Desde
Mar del Plata y por la 11 hasta acá; a pasar el día y volver por la tarde,
antes de que nos agarrara la noche. Éramos otras personas entonces.
El Duardi no
dijo nada. Un mutismo que podía no decir nada; pero también una docena de
cosas. O puede que fuera que no comprendió por qué el Francés le decía aquello
que le era ajeno.
Luego de un
rato, el Duardi se detuvo y, cuando el Francés se lo quedó mirando para ver qué
pasaba, le señaló hacia más adelante.
El Francés vio
que, a unos trescientos metros, se levantaba una fila de árboles que iban desde
la costa a la derecha, interrumpiendo la ruta, hacia bien adentro del terreno
hacia su izquierda. Avanzaron hasta ellos; al llegar, el Francés le dijo:
—Éste es otro
de los acertijos de este lugar: el bosque está hacia el sur pero, si vamos
hacia el norte, también está acá... a menos, claro, que se trate de un bosque
diferente. Y sin olvidarnos de que no hace mucho pasé por acá en mi camino
hacia Miramar... tu pueblo... ése que
está por ahí atrás.
—Hay una
manera de saberlo —le dijo el Duardi, y le señaló hacia el espacio entre los
árboles. Sin esperarlo, se metió.
Caminaron y
fueron dejando atrás la primera fila de árboles. El bosque no se fue haciendo
más denso pero, unos cien metros después, una pared de plantas les cerró el
paso. El Francés se acercó e hizo el intento de apartarlas con las manos; no lo
consiguió. Empujó con el hombro; y tampoco logró nada. Regresó tres pasos hasta
donde estaba el Duardi, quien no había dejado de mirarlo.
—¿Qué es?...
¿un muro de plantas?
—La palabra no
está nada mal: muro.
El Francés
miró hacia la izquierda y comprobó que se perdía bosque adentro, alejándose de
la costa. Miró a la derecha y no pudo ver dónde terminaba.
—Vamos hacia
la costa —le propuso. Y se pusieron a caminar en la dirección que había
indicado.
Caminaron. Y
caminaron. Y caminaron. Hasta que el Francés dio un puñetazo contra un tronco y
dijo:
—Esto no puede
ser; el mar no puede estar tan lejos.
—Te propongo
que salgamos del bosque —le dijo el Duardi, y señaló hacia el sur, el lugar,
entre los árboles desde donde venía la luz.
—Es cierto
—comentó el Francés—; la luz no viene de arriba sino de allá, de afuera.
En cuanto
salieron del bosque, vieron que el mar estaba ahí nomás.
—Podemos ir
por la playa —propuso el Francés; y comenzó a caminar. Se detuvo cuando el
bosque le cerró el paso—. ¿Pero cómo puede ser? —exclamó—. Yo no quiero entrar
al bosque, sino ir por la costa. ¿Cómo es que me topo con estos árboles?
Cuando lo
miró, vio que el Duardi se estaba sonriendo:
—Mejor
volvamos al bar; ahí podemos seguir este debate... pero, más importante,
podemos tomar algo. Tengo mucha sed. Las caminatas siempre me dan sed.
El recuerdo no se le abrió completo y de
una sola vez: se le fue desplegando como una película mientras observaba
aquella muchedumbre, allá a lo lejos. Y la muchedumbre avanzaba con lentitud;
por momentos, entre turbulencias. Un grupo se alejaba, corriendo, hacia un
costado; otro grupo los seguía, se producía un disturbio que no alcanzaba a
distinguir del todo pero que no estaba exento de violencia. Finalmente, todos
los participantes de la batahola regresaban al grupo mayor al tiempo que se
producían desarreglos similares en otras direcciones. Desde donde el Francés
podía verlos, no daban la sensación de estar en sus cabales; aun cuando, y esto
no lo notó de entrada, no producían ruido alguno; o, si lo producían, era lo
suficientemente débil como para que no pudiera escucharlo.
Se sentó en
una piedra que sobresalía de la duna que tenía hacia la derecha y continuó con
sus observaciones. Si avanzaba a la misma velocidad con la que había llegado hasta
ahí, no tardaría mucho en alcanzarlos; y la vocecita le decía que no era buena
idea. Tenía que esquivarlos entonces; pero le costaba encontrar cómo. Si se
metía tierra adentro, se iba a encontrar en un territorio del que no sabía
nada. Y meterse al mar para pasarlos a nado fue una idea que lo hizo reír. Las
opciones se le habían reducido al tamaño de una mueca. Le quedaba una sola
posibilidad, pero tendría que esperar a que llegara la noche.
Recordó la
niebla que lo despidió de Miramar y se alegró de que no lo hubiera seguido en
su camino. No se explicaba cómo había logrado continuar caminando de ese modo:
sin ver lo que tenía delante, con los sonidos del mundo tapados por una
sordina, imposibles de identificar claramente. Una nube brillante por todos lados,
no importaba hacia dónde mirase. Había salido del bar del Colman en dirección
al mar y cada paso se le había convertido en una apuesta a favor del suelo, de
que encontraría una superficie firme donde apoyar el pie para levantar el otro
y repetir la apuesta. Estaba acostumbrado al mundo vacío, pero que los límites
se le vinieran encima era otra cosa; y, cuando el precipicio custodia la
marcha, el universo se condensa en la claustrofobia. Podrías pensar que se
trataba, en realidad, de agorafobia, pero no, con la niebla a milímetros de los
ojos, no existe el vértigo horizontal de la pampa. Por suerte, cuando escuchó
el golpe de las olas contra la playa, aquella nube decidió que era tiempo de
hacer su propio camino, o de regresar por donde había llegado hasta ahí. Para
su sorpresa, le costó acercarse al agua viendo que la niebla se quedaba atrás;
fue como si una parte de él lo abandonara también. En aquel momento de su ir y
venir de un lado a otro, cuando creía que ya nada encontraría que le resultara
nuevo, aquella Miramar, desde el cementerio al bar, del bar al muro de
vegetación que cerraba todo paso hacia el norte, y ahora que ya tenía los pies
en la playa, le había demostrado que muchas páginas podían escribirse aún.
Aquellos
pensamientos lo acompañaban mientras esperaba que llegara la noche; también eso
que le había dicho el Duardi acerca del juego del tres-y-afuera y cómo tenía el
poder de hacer que un fantasma se volviera de carne y hueso; así lo había
dicho, tal cual. No había dicho que un espíritu fuera capaz de volver a la
vida, no; y se preguntaba si habría allí, en esa diferencia, un dato relevante,
una carta de ésas que se podían llevar en la manga. Las visitas del Betobe y la
Marilena le habían provocado impresión; el Betobe porque el Francés nunca había
logrado olvidarse de lo que le había pasado en el nivel D[3];
y Marilena porque la verdad era que nunca había participado en las idas y
vueltas de los varones del barrio; todos crecieron y, a los pocos años, ya cada
quien andaba en lo suyo. Le parecía mentira, ahora, que en tan pocos años todos
en el barrio hubieran cambiado tanto. Así y todo, con el relato del Duardi
todavía caliente en sus oídos, tanto el Betobe como su hermana eran figuras
borrosas; no habría habido mucha diferencia si los protagonistas de lo que el
Duardi le había contado hubieran sido otras personas; esto, claro, no era
exactamente así, pero tampoco estaba tan lejos de serlo.
Y se largó a llover.
Cuando David se despertó, el agua estaba
entrando a la cueva. Se había refugiado ahí después de caminar tres días sin
dormir. Era apenas pasado el mediodía y el calor lo agobiaba. El camino había
estado cubierto de nubes, y eso había hecho que la temperatura subiera hasta
volverse insoportable. Encontró la cueva y vio que dentro estaba fresco. Se
metió y se durmió enseguida.
No necesitó
salir para descubrir que había mucha actividad a pocos pasos. La playa estaba
llena de gente. Mucha gente. Ni siquiera se gastó en tratar de adivinar de
dónde habrían salido. Estaba oscureciendo y estuvo seguro de que podría
mezclarse entre ellos sin que lo notaran. Lo que no le gustó nada fue la
lluvia; densa, muy densa; el abuelo habría dicho que era tupida. Claro que toda
esa cortina de agua ayudaría a que lo notaran menos aun. Sin embargo, era muy tupida nomás; y eso continuaba sin
gustarle; no sabía por qué: después de todo, era solamente agua.
La gente que
se hacinaba en la playa estaba inquieta, pero no toda al mismo tiempo. Un grupo
discutía por acá; otro se peleaba por allá; algunos salían corriendo y otros
los perseguían. Nunca se daban a correr los que estaban en un mismo sitio; y,
cuando regresaban, lo hacían como si nada hubiera pasado. Lo mismo ocurría con
quienes discutían o se peleaban a los puñetazos: al rato, se miraban unos a
otros, tranquilamente, como si estuvieran esperando una indicación para
comenzar con el episodio siguiente. Era como si los raptos de violencia les
permitieran aquellos momentos de paz. Se le dio por pensar en hormigas. No supo
bien al principio de dónde le había llegado aquella imagen de las hormigas que
entraban y salían del hormiguero, que se alejaban para buscar alimento y otras
cosas de las que David no tenía mucha idea pero sabía que seguramente les eran
de utilidad. Con el Betobe siempre andaban mirando lo que hacían las hormigas.
Buscaban hormigueros nuevos en la placita de la iglesia y después observaban la
fila de hormigas que iban y venían dejando una marca en el pasto; al principio
no pero, después de todo un día, aquella marca se podía ver a simple vista.
David la pasaba muy bien con el Betobe, mejor que con el Duardi; el Duardi
siempre le pareció más grande. Todos tenían casi la misma edad, pero el Duardi
siempre le había parecido mayor. Para colmo un día desgraciado se le murió el
padre y fue como si hubiera dejado de ser uno más en la barra. El Betobe y él
se encontraban los viernes en la vereda de la casa abandonada y jugaban a la
pelota: un cabeza con pechito-marea. Después de la muerte del padre del Duardi
se siguieron encontrando, pero ya no jugaban; se quedaban sentados en la misma
vereda, apoyados contra las maderas que tapaba el frente de la casa, y
hablaban; la mayor parte del tiempo ni siquiera eso: se la pasaban callados,
igual que si cada uno pudiera escuchar los pensamientos del otro. Era 1967; y
fue el último año que se encontraron para hacer algo juntos. Se siguieron
viendo porque todos vivían cerca unos de otros y se saludaban cada vez que se
cruzaban por la calle, lo cual ocurría bastante seguido; aunque, curiosamente
dado que nada cambiaba salvo las fechas, la frecuencia de aquellos encuentros
se fue espaciando con los años. Hasta que un día la familia de David se mudó a
Flores, y allá se fue él con ellos.