domingo, 18 de octubre de 2015

Pares diferentes 2

   
Patricia, su atención pulida como pocas, detrás del mostrador, los había observado entrar y se había acercado justo para escuchar las palabras del Francés; fue ella quien los sacó de su ensueño:—¿Vos la conociste a la Mónika? —le preguntó, a caballo de ese tono confianzudo que se había propagado por todas partes como una infección y que al Francés no le caía nada bien. Pero hacía tanto que no se encontraba rodeado de personas que lo pasó por alto. No es que hubiera muchas en el bar, cinco en total, sin contar al Duardi; pero ya se había hecho a la idea de no encontrar nunca más a nadie y, en consecuencia, aquello era un oasis. También sabía que para calmar la sed bastaba con un vaso de agua; uno solo. Al menos, hasta que la sed regresara.
La observó y vio que era más joven de lo que había pensado cuando entró. Mucho más joven. Hizo que recordara aquel club de poetas que había en Olas Grises; aunque, por causas que le resultaron ajenas, no consiguió recordar bajo qué nombre se reunían, ni cuantos eran; sí le llegó la impresión de que aquellos artistas no le habían caído bien, seguramente se hacían llamar poetas, y era por eso. Sonrió al recordar los días cuando parecían salir desde debajo de cualquier baldosa; fueron sus tiempos de pisar baldosas flojas, incluso en la lluvia; o puede que especialmente.
Pensaba en aquellas cosas y, como quien llega a un lugar que no pensaba visitar, se dio cuenta de que la chica seguía ahí, parada junto a la mesa, y que no le había respondido.
—Sí; tuve la suerte de conocerla... A ella y a todo aquel grupo... Pero fue hace mucho... Es de no creer lo mucho que hace.
—Yo la admiro —le dijo Patricia—; no pasa un día que no piense en ella. Y las cosas de este lugar tienen sus marcas por todas partes.
—Yo no estaría tan seguro —le dijo, tratando de disimular la incomodidad—; a la Mónika mucho no le gustaba este lugar...
—No te lo puedo creer —lo interrumpió, aumentando eso que el Francés percibía como una invasión—. Eso no puede ser cierto. Este lugar tiene todo lo que se pudiera querer. Y encima con el mar ahí nomás; pasa salir a caminar después del trabajo...
El Francés no pudo con su genio:
—Se puede salir a caminar por la playa sin haber trabajado... —Pero no se quedó esperando una respuesta; en realidad, no pretendía ninguna. Miró al Duardi y le preguntó—: ¿Qué te parece si nos tomamos unas cervezas?... ¿y con algo para picar? —Hacía tanto que no estaba en un bar; casi esperaba ver entrar al Viejo en cualquier momento.
—En esta misma mesa me senté con el Beto... dijo el Duardi, y dejó la oración colgando, un poco porque sus pensamientos se fueron por las nubes, y otro porque esperaba que el Francés dijera algo.

—¿El Betobe también pasó por acá? —preguntó, retóricamente aun cuando sin intención de que lo fuera.
—Todos pasan por acá... tarde o temprano.
—Sí... algunos demasiado temprano —le dijo, haciendo un gesto hacia donde Patricia estaba preparando la picada para llevarles.
—Ah, sí; la piba... vos sabés que no sé si es de los nuestros... hay algo raro en ella... y en el hermano también.
—Bueno; si es por rarezas, no sé por qué iban a sobresalir ellos y no el resto.
—No sé; no tengo las palabras que necesitaría. Es como una de esas cosas que nadie ve pero podés apostar a que están ahí.
El Francés desistió, a pesar del impulso inicial que lo habría llevado hasta ese lugar, de desarrollar por qué, cuando no hay palabras, tampoco hay otra cosa. También, no sin esfuerzo, dejó sin mencionar aquella teoría sobre lo que pasa donde no se mira. En lugar de eso, dijo:
—Así que el Betobe anduvo por acá, y se encontraron, y habrán charlado un buen rato, me supongo... y... ¿por dónde anda?
—Se fue al sur —le aseguró—; igual que todo el mundo, un buen día, agarró el bolso y se fue al sur. Y eso que le dije que nada más hay que distraerse hasta que se te pasa. Yo también había tenido el impulso de ir hacia el sur, y lo sigo teniendo cada tanto; nada que un buen mate-cocido y unos bizcochos no curen. Pero no; todos lo saben mejor; todos están seguros de que en algún lugar del camino que bordea la costa está el  mismísimo paraíso.
—Pero... ¿y no hablaron de nada que fuera importante?
—Me contó un poco sobre la familia, la suya porque yo no formé ninguna. Y me contó algunas de las cosas que pasaron después de que me fui... él anduvo por allá como... a ver...  sí: casi treinta años más. Más de veinticinco fueron, seguro.
—¿Y nada más?
—Y no... el Beto nunca fue un gran conversador.
—¿Y Marilena?
—Con la Marilena me fue mejor. La macana fue que no estaba sola.
—Bueno... yo tampoco anduve solo al principio...
—No; no me entendiste. Estaba con este tipo. Y no la dejaba ni a sol ni a sombra.
—Pegado como estampilla, ¿eh?
—Tal cual.
—Pero igual hablaron.
—Sí. Pero la mitad de lo que me dijo no lo entendí.
—¿Y la otra mitad?
—Era absurdo. Lo entendí todo; pero lo que entendí era absurdo.
El Francés no hizo el más mínimo comentario; bien sabía él lo que era que el otro te mirara con esa cara de vacío cósmico.
—Eran cosas sobre cómo una foto valía más que mil palabras porque sin esas más de mil palabras no habría foto... —Y se alzó de hombros.
Justo llegó la cerveza y unos platitos con queso y maníes y salame cortado en cubitos; también una panera llena a desbordar. Al Francés se le hizo agua la boca; hacía años que no estaba sentado en una mesa servida de ese modo; y, vamos, que no era una extravagancia. Y fue tan así que ni se le pasó por la cabeza explicarle al Duardi ese asunto de las palabras y las fotos:
—Esto está muy bueno —comentó, después de vaciar medio vaso de cerveza y no saber qué pinchar primero con el escarbadientes; no se demoró más de la cuenta y fue probando cada cosa y repitió la vuelta; finalmente, como quien regresa de un viaje, retomó—: La Marilena parece haber aprovechado sus días, ¿no?... ¿Y quién era ese tipo con el que andaba; sabés el nombre?
—Carlos... me dijo el apellido, pero ahora no me lo acuerdo... no era común... ¿o era?... la verdad es que no le presté atención al nombre; además el tipo no dijo ni una palabra; a lo mejor era mudo y la Mari no dijo nada para no molestarlo... no sé.
El Francés ya lo venía pensando, y no le costó mucho concluir que ese Duardi no era el mismo con quien había bajado hasta el nivel D[1] y vivido aquella aventura cuando tenían doce años; y sus sufrimientos también. Algo así como cuando volvieron y se encontraron con que el Betobe y el Juanca y los demás que seguían en el barrio, que nunca se habían movido de ahí. Para no mencionar a esos otros, iguales a ellos pero unos años mayores, con quienes se cruzaron brevemente porque iban en la dirección opuesta. Estaba claro que el universo no era justamente eso: claro; lo cual llevaba a la pregunta por la verdad; y la verdad era que no quería desaprovechar esa mesa tan bien servida. Le hizo una seña a Patricia para que les trajera otra botella.
Aquello no era real; pero ¿qué podía hacer? Darle la espalda era un camino; pero hacía tanto ya que andaba solo que una demostración de rigor no parecía tener la misma importancia que un siglo atrás; por otro lado, podía seguir la corriente que aquella fantasía empujaba y pasarla bien, aunque más no fuere por un rato. Quién podría asegurarle cuánto duraría; o si tendría otra oportunidad de sentirse bien. Pensó que era como asistir a una obra de teatro. Lo único que le podría arruinar el momento sería un aplauso; cruzó los dedos.
Y comenzó la música. Un parlante estaba sobre el espejo que había detrás del mostrador; el otro, sobre la ventana que estaba a la izquierda de la puerta de entrada. Eran los Stones; los reconoció enseguida a pesar de los años; tenía toda la onda de la psicodelia de los sesenta, un álbum contemporáneo del sargento Pepper... sí; eran sus majestades satánicas; y sonaba como desde una radio portátil, de ésa que cabían en la mano.
Pensó en la rarezas de la vida; y no era la primera vez. Pocas veces la Marilena y él habían interactuado; recordaba que se quedaban los cuatro, sentados en el pasillo que recorría el costado de la casa del frente, donde vivía el Duardi, desde el fondo, donde vivía el Betobe, hasta la vereda donde, un paso antes, estaba el jardín y, en el medio, un limonero. Al Francés le gustaba aquel árbol; le hacía recordar el que había en el jardín de la casa de sus abuelos; estaba también a la entrada, entre las rejas que dejaban la calle afuera y la primera habitación de la casa, la que se usaba como comedor cuando había visitas. Ya por entonces se le había dado por pensar que aquellos dos árboles estaban emparentados, tenían que estarlo: eran muy parecidos; era como ocurría con los pájaros: un canario y un gorrión no eran iguales, pero eran pájaros y, por lo tanto, había entre ellos un lazo común; lo mismo tenía que pasar con aquellos dos limoneros... y con el resto de los limoneros del mundo, claro está; pero al Francés el resto de aquellos árboles no le importaba demasiado.
Sabía que en toda audacia había siempre una dosis de burla; desconocía cómo lo sabía; nadie se lo había dicho pero, cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que se trataba de una verdad. Le vino a la mente el Ulysses; y cómo, mientras lo leía, allá lejos, la imagen de la cara sonriente de Joyce se le superponía a las páginas, igual que si fuera la de un fantasma. Lo mismo que al leer Mrs Dalloway; la cara en este caso, claro era la más agradable de Virginia, aquella dama a quien le gustaba caminar por Sussex. Y él mismo estaba ahora en una trama audaz; pero esta audacia no era un mérito que pudiera reclamar; caía sobre él como la lluvia. Y la única decisión que podía tomar era correr para buscar protección, un refugio donde no mojarse; o caminar con toda tranquilidad, sabiendo que se trataba nada más de que agua, y que la lluvia pararía en algún momento; y las ropas se le secarían.
Y allá estaban los cuatro, el Duardi, el Betobe, la Marilena y él, sentados en el pasillo, a pocos pasos de la calle, en la sombra que les daba el limonero y un poco más allá la casa, hablando poco; haciendo bromas sobre esto o aquello, dejando que las risas se les escaparan junto con el verano. Después crecerían y su trato con la Marilena se limitaría a saludarla cada vez que se cruzaban por la calle, por lo general en direcciones opuestas, cada uno en su mundo; y estaban cada quien en un mundo diferente, eso no era una fantasía. Pero, dado lo que el Duardi terminaba de contarle, la Marilena había llegado a lugares por los que también él había estado; en momentos diferentes, de maneras diferentes, por los mismos lugares; y hasta pudiera haber pasado que tuvieran sensaciones similares.
—Me enseñó a jugar al tres-y-afuera —dijo el Duardi; y por un momento el Francés no estuvo seguro de que se dirigiera a él; lo que era más: habría apostado a que le había hablado a un tercero, sentado a la misma mesa, pero en una dimensión distinta. La ocasión merecía tacto; al menos un poco:
—Te referís a un juego y también a la Marilena... que te enseñó a jugarlo... ¿y qué tal?
—Si se lo juega bien, se puede hacer que un fantasma se convierta en una persona de carne y hueso.
Estas cosas ya no provocaban que el Francés se riera; al contrario. Había, en lo desmesurado, un aura que lo ponía en guardia; y estaba esa aura en lo dicho por el Duardi.
—Mirá —le respondió—; nada de lo que me cuentes, por más tirado de los pelos que pudiera sonar, me va a conmover. Hace años ya que lo imposible anda por todas partes de estas costas. No sé cómo será tierra adentro, ni siquiera sé si hay tierra adentro, desde el apagón nunca me he alejado del mar; tampoco se me ha dado por navegar mar adentro, ni siquiera he nadado lejos de la orilla. Acá los muertos vuelven a aparecer y hay veces cuando lo hacen incluso más jóvenes; acá el tiempo no avanza igual para todos; y eso de que avanza es nada más que una forma del decir que uso para no complicar las cosas más allá de los que esta charla pudiera soportar. —Lo miró para ver si ponía cara de estar en desacuerdo, pero no; el Duardi estaba más allá y seguía disfrutando de la cerveza y lo que restaba en los platitos—. Así que si me decís que un juego hace que los muertos revivan, chocolate por la noticia; te puedo asegurar de que no debe de ser lo único que tiene ese efecto. —Y se puso a comer antes de que el Duardi terminara con todo.
—Sí —continuó el Duardi, aprovechando que el Francés estaba con la boca llena—. Al parecer, un espíritu de la costa al que algunos llamaban Dzana[2] hizo el truco y pasó a ser una mujer de carne y hueso; es un cuento medio romanticón, como los que le gustaban a la Marilena, por eso no sé cuánto creer y cuánto dejar afuera, pero una historia parecida anduvo dando vueltas por acá hace cosa de 30 o 40 años, ya le perdí la cuenta. Aquel espíritu, que siempre fue el de una mujer, se enamoró del intendente de una zona de la costa y, para poder estar con él, levantó el dichoso conjuro con el tres-y-afuera, el cual, para decirlo ya que estamos, siempre fue un juego de verano de lo más inofensivo; claro que nunca vi que lo jugaran los fantasmas, así podríamos aventurar que, cuando lo juegan los seres humanos, no pasa nada. —Se sirvió hasta vaciar la segunda botella y levantó el vaso hacia la ventana como si estuviera brindando con el atardecer.
—Este anochecer es muy hermoso... —El Francés se quedó pensando y fue como si intentara recordar alguno igual—. Como los de Las Dalias... creo... después de las tormentas. Debe de ser la primera vez que sale el sol en los últimos tres años; ya me había acostumbrado a las nubes. Y justo viene a salir cuando se está por ir. Cualquiera podría pensar que se está burlando.
—Por acá, no te voy a decir que no andan las nubes, pero el sol se ha dejado ver de los modos más normales; también hemos tenido días de lluvia, pero nada fuera de lo común... ¿Estás seguro de haber andado por la costa? —El Duardi lo miró y se dio cuenta de que andaba flotando en sus pensamientos, y eso podía significar que estaba bien lejos de aquella mesa, incluso de su, así llamado, pueblo.
No tardó en volver:
—Estaba pensando en eso que dijiste; que no hay que ir al sur...
—No dije nada de eso —le replicó, y se notó que había tomado una pose defensiva—. Lo que digo es que cualquiera bien puede quedarse acá; y disfrutar, por ejemplo, estos atardeceres. El que quiere se puede ir al sur, o al mismo demonio si le parece bien. Pero no por una obligación. O porque una fuerza no le deja otra alternativa.
—También hablaste de una cura...
—¿Sí?...
—Sí; dijiste que te curabas con un mate-cocido y unos bizcochos.
—Sí; ahora me acuerdo... pero no sé por qué hablé de curar... me salió sin pensarlo. ¿Significa algo?
—No sé.
—Vos siempre le encontrabas significados a las cosas que pasaban alrededor.
—¿De verdad; eso hacía?
—Me parece que vos no te acordás mucho de lo que hacíamos cuando éramos chicos... ¿eh?... digo: más allá de una anécdota... o tres.
En ese momento, la luz del sol dio en la ventana del bar y se reflejó en el espejo; todo el lugar se llenó de rojo. El Francés sintió una presión en el estómago; y esa presión comenzó a hacer fuerza hacia arriba. No tardó en darse cuenta de que se iba a largar a llorar; hizo fuerza para evitarlo, pero estaba claro que no iba a lograrlo. Y al filo del desánimo vio el cartel de los baños; se paró y fue rápidamente hacia ahí con la esperanza de que el Duardi, al ver hacia dónde iba, descartaría hacer cualquier comentario.
En el baño, se encerró en uno de los dos privados, bajó la tapa del inodoro y se sentó. El llanto lo envolvió. Buscó la forma pero no pudo controlarlo. Apenas consiguió amortiguar los efectos. Cerró la boca con fuerza. Trató de ver qué le estaba pasando. Y volvió hacia atrás, al momento cuando el bar se había llenado de rojo. Y fueron todos los atardeceres de su vida, pero especialmente los que había presenciado en la costa. Antes de que las nubes se hubieran apoderado del paisaje. Antes del apagón. Ese manchón de negrura que separaba en dos su memoria. Sus memorias.
Estaba solo. Esto nunca le había molestado antes. Al contrario, la soledad le proporcionaba un estado casi ideal. Sabía que lo ideal tenía íntima relación con la perfección, por eso dejaba un espacio fuera, para que hubiera lugar para el cambio, para las nuevas experiencias. Había andado solo ya varios años; no se había encontrado con nadie en su vagar por la costa hasta ahora. No; no le molestaba la soledad cuando estaba solo. Le molestaba cuando coexistía con otros. Cuando aparecía en medio de un muchedumbre. Y más de cuatro ya le resultaban una muchedumbre. El llanto estaba cediendo. Pero no la angustia que lo había causado. Y, mientras la angustia lo anduviera rondando, el llanto podría invadirlo de nuevo; y sin aviso.



He conocido unas cuantas personas, sobre todo cuando joven, a quienes le gustaba quedarse de noche en la playa para ver la salida del sol. A mí me gusta más cuando se pone. No sé; puede que ellos estuvieran en una mejor posición, dado que la salida del sol es, en cierto modo, un nacimiento. Todo lo cual vendría a sugerir, como me dijo una vez Martina, que me atrae más la muerte. Como fuere, creo que poco se compara con los diversos movimientos que llevan el sol a su ocaso; ese apagarse de la tierra.



Volvió a la mesa para encontrar que una tercera botella había llegado y que los platitos estaban otra vez llenos. El Duardi lo recibió señalando los nuevos pertrechos desde una sonrisa.
Un muchacho entró al bar y se fue hasta detrás del mostrador; habló unas palabras con Patricia y la cara de ésta dio cuenta de que estaba ocurriendo algo fuera de lo usual. Patricia se acercó hasta la mesa, hacia el lado donde estaba el Duardi y, en vos baja pero no lo suficiente como para que el Francés no la escuchara aunque sí el resto del bar, le dijo:
—Hay gente saliendo del cementerio.
—¿Visitas?... no había nadie cuando estuvimos ahí —y lo miró al Francés como para involucrarlo en ese plural.
—¿Ustedes estuvieron en el cementerio y de ahí se vinieron para acá? —le preguntó Patricia, aun cuando con una buena carga retórica.
—Lo que dice es cierto —intervino el Francés—, no había nadie... —se interrumpió como si algo lo hubiera pinchado—. Nadie vivo, quiero decir... —de nuevo el pinchazo—. A lo que me refiero es a que...
—Sí, Francés —el Duardi le guiñó el ojo—: todos te entendimos. —El bar entero, ahora sí, estaba escuchando la conversación.
—¿No vas a ir a ver? —le preguntó Patricia al Duardi.
—Hoy ya me doy por hecho —le respondió—. A lo mejor voy mañana... pero no prometo nada.
Algunos de los parroquianos habían ido saliendo, y otros estaban por encarar hacia el cementerio igual que los anteriores.
—Martín y yo vamos a ir a ver qué pasa —le anunció Patricia.
—Ni falta hacía que me lo dijeras —le replicó—; suerte con eso.
El Francés se quedó mirando al Duardi para ver si descubría qué andaba tramando; pero al parecer la cosa era así, tal cual lo había dicho, nomás. Por otro lado, estaba ocupado, primordialmente, en tratar de apaciguar la presión que todavía le estrujaba el estómago.
Cuando el bar quedó casi vacío: quedaron tres personas en una mesa que estaba pegada al mostrador, el Francés le dijo al Duardi:
—Me quedé pensando en eso del tres-y-afuera... —Esperó a que el Duardi lo mirara—. Según lo que me dijiste, Dzana pasó de ser un fantasma a un ser de carne y hueso.
—Algo así... hay partes del relato que son medio graciosas... Marilena no se rió cuando se lo dije... pero, bueno, estaba hecha una persona muy seria. Cuando era chica no era así; si nos habremos revolcado de la risa en el fondo de casa... ¿Qué me decías?...
—Sí... Se empezó a poner seria después de que volvimos del nivel D... Te decía lo del tres-y-afuera...
—Sí... cuando volvimos de... ¿y dónde era eso, che?
—El tres-y-afuera; me decías sobre el tres-y-afuera, ¿sí?
—Dale. Resulta que cuando Dzana, el espíritu de la costa, a la que algunas llaman Shannan o también Shannah... aunque hay también quien asegura que son almas distintas...
—Dale, Duardi; lo del tres-y-afuera; te estás yendo por las ramas.
—Sí, tenés razón. Bueno, resulta que estaba en Necochea y se hospedó en un hotel bajo un nombre falso... claro, no se iba a registrar como Dzana, ¿no?... bueno, se fue con el juego por la costa, hacia el sur. Y, cuando la fueron a buscar, porque en el hotel se preocuparon ya que había desaparecido, encontraron sus huesos en la playa... —El Francés hizo el gesto de preguntar algo, pero el Duardi, levantando la mano, lo frenó—. Sí, ya sé... ahora viene la parte buena. Porque pareciera ser que estos espíritus tienen huesos igual que cualquier mortal común y corriente.
El Francés estaba mudo. Era difícil deducir qué pasaba por su cabeza. Para colmo, la angustia le seguía rondando. Y el llanto le pisaba los talones. Después de todo, ¿qué tan malo podía ser eso de estar solo entre tanta gente?
—¿Te lo podés imaginar? —continuó el Duardi—; espíritus con esqueletos... una gansada de pe a pa. Claro que después que te lo pensás un rato te das cuenta de que sabemos poco y nada de los espíritus, más bien tirando a nada... —se detuvo como si le faltara algo—. Me dieron ganas de tirar un poco de humo; sí. A este lugar le hace falta un poco de humo. Una humareda de ésas que sabía tener... ¿Cuándo fue? —Se encendió un cigarrillo; hizo el ademán de convidarle uno al Francés, pero recordó la charla de más temprano y se guardó el paquete—. Te decía lo de los huesos... No sabemos nada de nada; y lo que sabemos, o creemos saber, viene de esas historias de fantasmas de los libros; o sea que son todas invenciones, o mentiras. Un fantasma bien podría tener un esqueleto si vamos a poner sobre la mesa lo que sabemos, lo que de verdad sabemos... y ahí está la mesa vacía... Así que ahí lo tenés; vino la Marilena y me trajo la novedad de que los espíritus tenían esqueleto. Y así fue como encontraron el de Dzana en la playa, y ahí nomás al ladito estaba el tablero del tres-y-afuera. Claro que no sabían que se tratara de Dzana, o Shannah; sino que creyeron que era esa turista que se había perdido, o desaparecido... Me imagino que la policía de Necochea debe de haber pasado un buen mal rato... jeh... eso estuvo gracioso... un buen mal rato... malo y bueno de tan malo. —Había estado pitando mientras hablaba y ya se le había consumido la mitad del cigarrillo.
—¿Dónde conseguís los puchos? —le preguntó el Francés.
—En el kiosco de la Santiago, el que está frente a la playa... ¿Por?
—¿Y la plata?... para pagarlos, digo.
—Acá la tengo. —Y sacó unas monedas del bolsillo y las puso sobre la mesa.
—De oro, ¿eh?
—Todos dicen que sí... que son de oro.
—¿Y cuando se te acaban?
El Duardi lo miró como si le hubiera hablado en chino.
—¿Me está jodiendo?
—No... de verdad... ¿qué pasa cuando se terminan?
—Nunca se terminan... todo el mundo sabe eso... Mostráme tus monedas.
—No tengo.
—Vamos, Francés; no me jodás. Cómo no vas a tener...
—No sé cuándo fue que dejé de tener monedas; hace meses que no me encontraba con nadie. Hace meses que ni siquiera pienso en las monedas. Muchos meses. —El Francés se tomó la cerveza que tenía en el vaso casi de un solo trago; la angustia le estaba recorriendo la cintura.
—Meses...
—Sí.
—Sin cruzarte con nadie...
—Sí.
—Como cuando uno enfila hacia el sur y no vuelve...
—Sí. —Esta vez fue una palabra seca. Se sirvió otro vaso y dejó la botella vacía en la mesa.
—Pero volviste...
—Ésa sí que sería una noticia. —Se tomó medio vaso—. Mirá; iba hacia el sur, todas las mañanas me levantaba, desayunaba y seguía camino al sur. Hace meses que no hago otra cosa que ir hacia el sur.
—¿Entonces?
—Entonces... Me querés decir cómo es que vine a dar a Miramar si hace meses y recontrameses que pasé por acá. Y no recuerdo a nadie de los que estaban en el bar hace un rato. Y mucho menos estabas vos. —Se terminó de tomar la cerveza—. ¿Te acordás de cuando nos encontramos con nuestros dobles?
—No... —El Duardi se llevó el vaso a los labios, miró al mostrador y recordó que Patricia y Martín se habían ido al cementerio; se puso de pie con la intención de ir hacia la heladera—. Dobles, ¿eh?... Voy a buscar otra botella... Dobles ¿cómo?
—No importa. Ya veo que no te acordás... o puede que no fueras vos el que estuvo conmigo sino otros de tus dobles...
—¿Pero cuántos dobles tenemos?
—Ni idea, mirá. Ni idea.
Cuando el Duardi llegó con la nueva botella, el Francés casi ni se acordaba de haber tenido ganas de llorar; así eran las cosas con el llanto. Había estado pensando en eso de los dobles y, sin mediar advertencia, le largó al Duardi:
—Imagináte que entrara una persona y con una pistola de rayos me duplicara. Entonces, llegabas a la mesa ahora y te encontrabas con dos iguales a mí. ¿Cuál de los dos sería yo?
—El primero que diga algo que no entienda... ése. Y me jugaría lo que te queda en la botella. —Se llenó el vaso y se quedó mirándolo con ojos brillantes y una sonrisa que intentaba ser como la del diablo en los dibujos de la tele; la tele de los sesenta, claro, que era la que siempre llevaban a cuestas.
El Francés no supo si aquella respuesta le había gustado; tenía su costado ingenioso, pero hasta por ahí nomás. Se distrajo porque justo en ese momento volvieron los muchachos del bar:
—Son muy jovencitos, ¿no? —le señaló al Duardi.
—Sí, claro... —Aprovechó para hacerle una seña a Martín para pedirle otra botella—. En realidad, no creo que hayan pasado por el manchón; casi todos por acá creen eso mismo.
—No pasaron por el manchón de negrura pero están acá... —El Francés los miró de reojo y se pasó una mano por el pelo—. Bueno; cuando yo llegué por primera vez a Olas Grises, tampoco. Y, sin embargo, estuve ahí; y volví unas cuantas veces.
—¿De verdad? Bueno; ahí lo tenés entonces. Otra de las rarezas de por acá.
—Y eso sin mencionar que, también antes de mi apagón, me encontré con alguno que sí a la vuelta de casa. —Esperó a ver qué cara ponía—. Por suerte, no fue de esos encuentros que te paran el corazón. Gente buena me vino a ver. A lo mejor fue una forma que tuvieron de prepararme...
La explosión hizo temblar el bar desde sus cimientos; no que los tuviera a gran profundidad, pero estaban por ahí, debajo del piso de mosaicos. Imposible asegurar lo que pasó por la cabeza de cada quien; pero algo de lo que sí se dio cuenta el Francés fue de que no había sido ésa la primera vez. Como quien no quiere la cosa, preguntó:
—Eso no fue en el cementerio, ¿verdad? Fue del otro lado, ¿no? Lo pregunto porque está tan claro que vino del otro lado que, tal como están las cosas, bien podría haber ocurrido en cualquier otra parte.
—Fue en el norte, Francés. Estás en lo cierto, no fue en el cementerio.
—Además, el cementerio está vacío —dijo Martín, quien estaba parado al lado de la mesa con la botella pedida por el Duardi y había escuchado.
Como lo dos se lo quedaron mirando, continuó:
—Sí, es así nomás; recién cuando fuimos nos fijamos por todos lados y todos los cajones están vacíos.
—Todos se están yendo al sur, ¿eh?
El Francés miró fijamente al Duardi y dudó sobre lo que iba a decirle, pero igual habló:
—Quiere decir que ahí va un doble tuyo, derecho al sur; uno más entre unos cuantos.
—Mirá vos; tenés razón... no me había dado cuenta. —El Duardi le sacó la botella de las manos a Martín, puesto que parecía haberse quedado duro como estatua, y llenó el vaso del Francés y luego el suyo; no parecía haberle dado mucha importancia a eso de que alguien igual a él, puede que, de apariencia, más viejo, anduviera por el mundo, por ese mundo; claro que el Francés, acostumbrado como estaba a la soledad, no apreciaba los alcances de lo sobrenatural de la misma forma que quien vivía codo a codo con esas manifestaciones.
—Se ha puesto oscuro —comentó el Francés.
—Sí —le respondió el Duardi.
—Parece que vamos a tener tormenta —agregó Martín, y señaló hacia fuera, y sobre los árboles del bosque destelló un relámpago.
El Francés estaba incómodo; se había sentido así desde temprano, desde aquella cripta en el cementerio, pero recién ahora se había dado cuenta; las palabras para describir su estado de ánimo lo habían esquivado durante la tarde y ahora que la noche se hacía valer la oscuridad venía a rescatarlo. Los relámpagos seguían iluminando el cielo por allá lejos, hacia el sur, y marcaban el contorno de las copas de los árboles. Fue entonces que se le dio por pensar en aquella escena; podía ver las copas de los árboles del bosque porque no había edificios que se interpusieran; pero no había sido así cuando estuvo en Miramar tantas veces antes, ni siquiera en enero de 1980.
—¿Qué pasó con las casas? —le preguntó al Duardi.
—¿Cuáles casas?
—Todas las que había en las manzanas que van desde enfrente hasta el vivero.
El Duardi tomó un poco de cerveza.
—Ahí nunca hubo casas; al menos desde que me mudé para acá en el 2002.
Sonó un trueno. Fue por allá, al sur, por donde lo único que se veía era el contorno de los árboles cada vez que destellaba un relámpago; más allá todavía. Y debe de haber sido fuerte porque donde ellos estaban, que no eran para nada cerca, hizo temblar los vidrios.
—¿Alguna vez hubo casas ahí? —preguntó Martín, quien se había quedado de pie, junto a la mesa—. ¿Cómo era en la época de la Mónika?... Sí; Patricia me contó que usted la conoció...
Se largó a llover.
—Es verdad que toda esa zona parece agreste, pero recuerdo las casas; recuerdo que acá enfrente vivía una familia a cuyos chicos les había dado clases de guitarra...
—¿Usted sabe tocar la guitarra? —le preguntó Martín.
El Francés lo miró y no pudo con el desorden que se estaba produciendo.
—Sabés qué, Martín; estoy tan cansado que ya ni sé de lo que estoy hablando...
—Y la noche no invita a salir, ¿eh? —le aseguró el Duardi—. Si no me equivoco, Patricia te preparó una habitación.
Que el Duardi nombrara a Patricia hizo que el Francés mirara hacia el mostrador; se vio reflejado en el espejo, cosa de lo más común en los bares; pero el Francés no se esperaba lo que había sobre el espejo, justo debajo del parlante: un reloj. Hacía años que no veía uno; no le había pasado que se hubiera olvidado de ellos, pero casi. Por motivos que se le escapaban, después del apagón nadie parecía necesitarlos. Sin embargo, ahí había uno; y nadie en el bar se inmutaba. Faltaban cinco minutos para las once.



Ahora que un reloj había vuelto a ponerlo en sincronía con el universo, le resultaba fácil calcular que era la medianoche. Patricia le había indicado el camino hasta la habitación donde ahora se encontraba; y todavía tenía dibujada en su cara la sonrisa que le despertó ver que se trataba de la misma que había ocupado en 1980. El Duardi se había ido del bar, supuestamente hacia su casa, o donde fuere que pasara las noches. Martín había cerrado todas las puertas y ventanas de la planta baja y desaparecido por la puerta que estaba detrás del mostrador.
Estaba en la cama; con la ventana cerrada salvo por una hendija. Afuera estaba diluviando. Pensaba en el derrotero de ese día ya terminado mientras veía en su cabeza el salón del bar del Colman con sus mesas y sillas de madera oscura, testigos de idas y vueltas de las que seguramente muy pocos de quienes hoy iban a pasar un rato ahí sabían. Y en eso estaba cuando recordó que aquella habitación tenía su propio baño; y hacía meses que no se daba una ducha como la gente; esto quería decir: con agua caliente. Así que se quitó la ropa y la sonrisa volvió a dibujársele cuando vio que el dispersor de la ducha no estaba y que solamente permanecía el extremo del caño donde debía ir enroscado: él mismo lo había sacado, en 1980, porque la mayoría de sus agujeros estaban obstruidos más allá de todo arreglo posible.
Se bañó como si fuera la primera vez. Y a medio secar volvió a tirarse en la cama. La verdad era que se sentía muy bien. Pero la sensación de placer no fue suficiente para anular la inquietud que lo había perseguido durante aquel día; y los pensamientos volvieron sobre esa cuestión. Sobre el malestar, en tanto que no le era posible detectar su origen.
Miramar nunca le había dado malos momentos; mucho menos le había producido aprehensión. Pero esta vez la cosa había cambiado; así era como le daba vueltas en la cabeza. Y ahí estaban las diferencias. Faltaban manzanas enteras como si nunca hubieran estado ahí. Sus recuerdos no podían estar tan torcidos; estaba seguro de que, en uno de los chalets que había frente al bar del Colman, había visto a los chicos a quienes daba clases en San Isidro, y también a su madre; hacía rato que había sido su maestro de guitarra, lo cual había sido en 1978, pero no tanto como para no reconocerlos. El día cuando los vio había sido el único día de sol de su estancia ahí; y, como no tenía ganas de encontrárselos, siempre tuvo cuidado cuando andaba caminando por esas calles, sobre todo cuando iba a comer a la peatonal.
También recordaba que, de todo aquel viaje por la costa, fue en Miramar donde no escribió nada. Curioso contraste puesto que, en los meses que siguieron, fue componiendo en su interior la historia de Almarmira. “¿Mar mira? ¿Como Miramar al revés?”, le había dicho el Duardi cuando dejó deslizar un comentario al respecto... sí: también el Duardi contrastaba con los recuerdos que tenía de él. Y no importaba que en el medio hubiera trascurrido toda una vida; o más de una; nadie cambiaba tanto en lo esencial.
Se fue quedando dormido y así la noche fue avanzando. Hasta que se despertó bruscamente. Un pensamiento lo había sacado de su sueño. “David es Elpez”, resonó en su cabeza. Las gotas pegadas a los vidrios de la ventana estaban queriendo brillar e inundaban aquel rectángulo con el nacimiento de luz nueva. La lluvia había parado. Pero no se veía el cielo. Aún. La noción de que David fuera Elpez lo había golpeado y ahora trataba de colocarse en el presente, incluso sin saber todavía de qué presente se trataba. ¿Cómo podía un personaje salido de su birome andar por ahí y, encima, haberse cruzado con él sin que el equilibrio del cosmos se inmutara? Claro que no era un personaje cualquiera. Por eso las coincidencias. El reloj del bar seguía usando los segundos como notas de música y le decía que debían de ser las cinco de la mañana. Claro que el apellido de su personaje no era Fourcaud; pero nadie le podría asegurar que otro como él no hubiera creado uno que sí. Como él o tal vez no; pudiera ser un opuesto, salvo en que ambos dejaban sus historias por escrito. Hacía cosa de un año que no había vuelto a escribir. Su deambular le había acercado historias nuevas, impresiones, el inicio de un pensamiento; pero había conseguido ir y venir sobre esas líneas sin necesidad de escribirlas. O sea que, en realidad, no había escrito en su cuaderno, pero sí en esa pantalla que el aire le sostenía. Movió la cabeza sin levantarla de la almohada para ver el bolso que había dejado sobre la silla, a un costado de la cama. La luz estacionada en la ventana había aumentado pero no tanto como hubiera querido. Se preguntó si el bar estaría abierto; era temprano; muy temprano como para alguno de esos dos chicos se hubiera levantado y ya estuviera trabajando; no sabía si había alguien más ocupándose del bar y del hotel o si lo hacían todo ellos solos. Vio que la puerta del baño estaba entreabierta y se dijo que otro baño no estaría nada mal. Se sonrió. Ésa era una costumbre que no había perdido Muchas veces en los meses pasados se había sonreído: solo, en su camino, encontraba cosas que le habían provocado sonrisas. Se metió al baño, abrió la ducha y observó cómo el agua salía desde la punta de aquel caño que él mismo había dejado así. Pensó en los años y lo raro que los sentía cuando eran muchos y habían pasado. Los años por delante no le daban la misma impresión. El pasado llevaba a cuestas una cuota de vértigo que el futuro no tenía. Sus recuerdos se acomodaban como los cuadros de una película. Así estaba mirando aquel chorro de agua que caía dentro del rectángulo que delimitaba la ducha: el agua iba pasando de un cuadro a otro hasta caer en el último, el cual coincidía con la figura del piso. Metió la cabeza debajo de aquel chorro y se permitió un momento de placer; el retumbar se le mezcló entre las ideas y empujó el desorden que la tierra oscura sabía aprovechar.
Con el pelo a medio secar salió al balconcito... ahora que le había prestado atención, comprobó que la ventana era en realidad la parte de arriba de la puerta de dos hojas que comunicaba la pieza con aquel pequeño balcón, el cual era apenas un poco más ancho que la puerta mencionada; que no lo recordara así desde un principio le dio la pauta de que su memoria estaba teniendo borraduras. Se apoyó en la parecita que lo delimitaba y miró el boulevard; los árboles hacían fila a dos pasos del cordón; y otros, por el medio de las áreas de césped; en estas últimas había bancos de armazones de hierro y listones de madera pintados de verde y marrón alternativamente. No le resultó difícil imaginar a las personas reuniéndose ahí, especialmente al atardecer, para tomar mate y alguna factura mientras comentaban lo acontecido en el día... Claro que aquello tampoco era como lo recordaba: una avenida de asfalto agrietado y con canteros de tierra reseca donde los perros se tiraban por las noches a durar como podían; así, al menos, la última que vez que él, Hueso y el Irlandés estuvieron juntos. Años antes, cuando 1980 recién estaba iniciando, los canteros tenían pasto, un tanto raleado pero ahí estaba; lo que no había eran árboles, ni uno; y estaban limpiando el campo que había frente al Colman, un terreno que fue dejado en mitad de aquel trabajo y que, para cuando él, Hueso y el Irlandés lo vieron, ya se había convertido en un potrero con subidas y bajadas y grietas en las que nadie habría querido caerse, un espacio que no servía ni para practicar moto-cross... si es que hubiera habido interesados, claro; pero, por aquel entonces, la ocupación primordial era mantenerse en pie. El Francés lo había soportado un tiempo, pero se hartó; que las personas terminaran en la calle, tiradas, a merced que cualquiera que tuviese el coraje de quitarles la ropa, incluso la interior, muchas veces gastada por demás, o rota; ver cómo la intimidad se rendía a merced de cualquiera; todo aquello lo empujó al límite. Y, un día, sin decirle nada a nadie, sin despedirse siquiera de esos pocos que podría haber dicho que eran sus amigos, se fue. Nada sabía por entonces de que Olas Grises continuaba agarrada a la costa con uñas y dientes; aquel escenario del pasado se había oscurecido en su memoria, cubierto por mantas de colores, fotografías que le ofrecían mejor abrigo. Pero, de lo que le pasó al Francés ahí, ya te conté; y lo que falta contar habrá de esperar su momento; puede que oportuno, puede que no tanto; pero no será hoy.
Una decisión se formó en su interior; no la dejó salir. Pero tampoco la empujó hacia el fondo. Percibió cómo se movía a dos aguas mientras las palabras y ella jugaban a esquivarse. Lo rondaba, también, una voz que le hablaba de las raíces; de su no estar. En el pasado, un pasado que había quedado lejos, la memoria se había servido de ancla; y le había servido bien, sus amigos habrían dicho que incluso excesivamente. Pero, en estos días, el álbum que reunía sus recuerdos se había vuelto insuficiente; un libro obsoleto.
Cuando bajó al bar serían las seis, tenía el bolso colgado del hombro; el Duardi ya estaba sentado en la misma mesa; tenía una taza frente a él, de tamaño considerable, y un plato con bizcochos; al costado de la taza tenía un vasito con agua.
—Buen día —lo saludó desde la mesa, sin ponerse de pie ni ninguna otra formalidad—; veo, para mi alegría, que sos de los que se levantan con intenciones de hacer que la mañana tenga significado. —Tomó unos sorbos de la taza, y uno del vasito—. Sí... buena alegría me traés en este mañana.
El Francés miró hacia el mostrador y vio que ahí estaba Martín, quien le preguntó:
—¿Desayuno?
—¿Qué tenemos? —le replicó.
—Lo que guste, Francés. Lo que guste.
—Entonces... un café-con-leche... en una taza de las grandes; y... ¿churros?
—A la orden —le respondió; y puso manos a la obra.
El Francés fue a sentarse en el mismo lugar de la noche anterior. A los pocos minutos, Martín colocó frente a él la taza con el café-con-leche y un plato con cinco churros, también un recipiente parecido a una cazuela pero varias veces más pequeño que contenía dulce-de-leche, también le dio una cuchara, un cuchillo sin filo y le indicó que la azucarera ya estaba en la mesa.
—Somos bastante sólidos para ser fantasmas, ¿eh? —le dijo el Duardi, y dio una palmada en la mesa—. Por eso comemos bien... si podemos.
El Francés alzó la taza a modo de brindis, y tomó unos cuantos sorbos.
—¿Eso no está caliente? —le preguntó el Duardi. Y Martín, quien todavía estaba parada junto a la mesa, tal cual parecía que era su costumbre, le respondió:
—Sí; bastante.
—¿Bastante? —les preguntó el Francés—. Sí. Puede ser. Me gusta caliente.
—¿Dejaste alguna memoria? —le preguntó el Duardi.
—¿Memoria?... me temo que vas a tener que ser más claro.
—Digo... al otro lado del manchón.
—Sí; creo que sí... en la familia.
—Pero vos escribías, ¿no?
—Ah; bueno... papeles sí. Papeles dejé a montones. Pero los papeles son una ruleta... a veces, rusa.
El Duardi se rió justo cuando estaba tomando su mate-cocido y casi se ahoga:
—Sos... unij... eput...
—Bueno; no me parece que sea para tanto —le aseguró el Francés—. Además; no lo dije en broma.
El Duardi justo iba a tomar de nuevo, pero se frenó a tiempo.
—¿Viste afuera? —le preguntó el Francés en un intento por llevar la conversación para otro lado; o al menos así lo creyó al comienzo—. No se ve casi nada, ¿eh?
—Sí; es la niebla de Punta Hermengo.
—¿Viene desde ahí?
—La primera vez que apareció —le respondió el Duardi—; o al menos así se lo cuenta. Ahora puede venir de cualquier parte, pero el nombre se le pegó.
—Algunos la llaman la Soledad —intervino Martín, quien seguía firme en su puesto.
—A ver... —dijo el Duardi, en un tono que quiso disimular sorpresa pero no lo logró—. Ésa no la sabía; ¿cómo es?
—No digo que todos, pero unos cuantos la llaman así —contó Martín—. Uno era aquel hombre que andaba siempre con sobretodo.
Inmediatamente, el Francés dejó de comer el churro y lo apoyó en el plato.
—De sobretodo, ¿eh? —intervino el Duardi—. La verdad es que no me acuerdo de nadie con sobretodo.
—Eso es raro —dijo Martín—; porque siempre venía al bar.
Fue fácil detectar la incomodidad del Duardi frente a eso que no recordaba pero que parecía moneda corriente de todo el pueblo:
—¿Y cómo se llamaba?
—Alguien, no sé quién, tampoco sé si acá en el bar pero bien pudiera haber sido acá, ante el desconocimiento de su nombre y dado que ya hacía algunas semanas que andaba por el pueblo y todos sabían a qué hora entraba a tomarse un whisky, o una cerveza, ninguna otra cosa, siempre un whisky o una cerveza, que podía ser rubia o negra, no parecía que sus preferencias se inclinaran por una más que por la otra... decía que, a falta de saber su nombre, esta persona lo llamó Sobretodo.
—¿Y así como así? —intervino el Duardi, quien, a sabiendas o por acto reflejo, estaba colocando aquello en un lugar de menor importancia, aunque flotaban serias dudas de que el resultado le fuera favorable.
—Lo que pasó —continuó Martín— fue que a él no pareció molestarle; y el nombre empezó a circular y fue prendiendo; y al final todos lo llamaban Sobretodo.
El Francés comenzó a sonreírse y a mover la cabeza en tono afirmativo; pero ni una palabra salió de su boca.
—Así que Sobretodo, ¿eh? —volvió a la carga el Duardi—. Y supongo que, dada su apariencia, debía ser un tipo oscuro...
—No sé —le respondió Martín—; puede ser. Hablaba aquí y allá, pero no mucho; se reía a veces, sobre todo cuando su bebida era la cerveza. Nunca anduvo mal con nadie.
—¿Y se pude saber adónde anda que no lo veo nunca? —insistió el Duardi.
—Y... —lo siguió Martín—; un buen día se fue, con la Soledad, como él mismo la llamaba... Igual que se van a ir unos cuantos cuando esta niebla se vuele.
—¿Y pa’ dónde se fue, me querés decir? —El Francés acentuó la sonrisa, pero esta vez porque a su amigo medio que se le había escapado una tonada de paisano.
—No sé —le contestó Martín—; supongo que igual que todo el mundo: al sur.
—Ahí está, ¿ves? —cargó las tintas el Duardi—; igual que todos... Al final, no tenía nada de especial ese... Sobretodo.
—A Patricia y a mí siempre nos trató muy bien —agregó Martín—; era como si tuviera con nosotros un cuidado que no tenía con nadie más.
—A lo mejor es porque vos y tu hermana son especiales —intervino el Francés.
—Lo que el Francés quiere decir... —se apuró el Duardi a salirle al paso— es que ustedes son los dueños del mejor bar de este pueblo, hermoso pueblo...
—Bueno... —dijo Martín—; el Vinci no está nada mal, ¿no?
El Francés aprovechó la sonrisa para ocultarse detrás y, desde su refugio, ver cómo se las ingeniaba el Duardi para regresar al buen camino. Pero el Duardi no dijo nada y, para reforzar aquel mutismo, se llenó la boca con un bizcocho y, detrás, se tomó el resto de su mate-cocido.
El Francés observó el entorno y después por la ventana: la niebla no se había movido y, ayudada por el sol, el cual la costumbre suponía por allá arriba, se apretaba en un brillo que no pasaba inadvertido. Aquella decisión que le flotaba a dos aguas se había levantado y estaba ahora justo delante de sus ojos, envuelta en palabras; no muchas, pero justas; ninguna tan soberbia como un desafío; de movimiento pausado, perceptible si atendido; a pocos pasos de una burla. El Francés terminó su café-con-leche y anunció que se iba.
—¿Vas a dejar que el aliento de Punta Hermengo te lleve igual que a tantos peones de la comuna? —lo atizó el Duardi.
—Al sur —le respondió y se dirigió a la puerta. Antes de salir, lo miró a Martín y le dijo—: Estén atentos; un día de éstos van a tener novedades.
Y salió.



Se dirigió hacia la playa; lo más lejos que pudiera pasar del cementerio en su camino al sur: tanto mejor. Pero el sur no anunciaba un punto cardinal abstracto; sus pasos iban a un sitio particular, exacto: Necochea. También se dirigían al encuentro de un nombre: Hueso. Que tuviera o no todavía aquel sobretodo con el que lo veía llegar en el invierno de 1980 hasta el bar de Benito, o “el barsucho de la fe” como el mismo Hueso lo llamaba.
La niebla seguía cubriéndolo todo, pero estaba acostumbrado; no era la primera vez que tenía que caminar midiendo cada paso y sin saber del siguiente hasta haberlo dado. Y estaba aquel brillo, también. Pero había aprendido a no darle importancia; mirar hacia otro lado.
Aquella caminata no era tan difícil, después de todo. Menos aun ahora que la soledad había regresado. Se había llamado a sus cuarteles en cuanto el Duardi apareció en la puerta de aquella cripta y había mantenido distancia todo el tiempo que duró su estar en Miramar... en esa Miramar.
El Francés podía entender muy bien por qué Hueso había bautizado esa niebla con el nombre de Soledad; y más aun si llevaba a las personas, esas almas de la costa, hacia el sur, donde no había otra cosa que soledad.
Comprendía también que el Duardi hubiera echado anclas puesto que no podía trasladarse al norte; y estaba visto que pronto no habría norte de todas formas. Explosiones como la que sintieron en el bar lo estaban haciendo desaparecer. Quién podría tener ganas de ir hacia un lugar que estaba volando en pedazos y, para colmo, al azar. Y en el norte era donde estaba el pasado, nada menos. En ese sentido, la memoria era parte del norte. Mientras pudiera sostener sus recuerdos, una parte de aquella tierra seguiría con él.
Hacía un rato ya que caminaba por la playa y le faltaba un rato mucho más largo para llegar al destino que se había trazado para ese viaje. Iba a encontrarse con Hueso, el Viejo, aquel hombre que era capaz de llevar un sobretodo en pleno verano y andar como si nada; así lo había hecho en el verano del ’81 y de igual manera lo estaba haciendo ahora, si creía en la justeza del relato que le había entregado Martín. Estaba tan seguro de que Hueso era quien había pasado por la Miramar de Martín que en ningún momento se preguntó de dónde provenía esa seguridad. Y, al mismo tiempo, su vocecita le decía que no se trataba de la misma Miramar del Duardi. Era como si aquel pueblo (como lo había llamado su amigo de la niñez) se abriera y cerrara dejando parte de su población de un lado y al resto del otro; y ninguna de esas partes se percataba a menos que, tiempo después, se les diera por cotejar los recuerdos de cada quien, cosa que no hacían en profundidad.
A medida que avanzaba hacia el sur, la niebla se iba disipando; también se iba haciendo firme la certeza de que el Duardi de quien se había despedido hacía poco no era el mismo que conociera en la niñez... y recordó a David, y se preguntó si no habría sido él a quien este Duardi había conocido. Si lo era, algunas zonas desconectadas hasta ahora se vinculaban; si no, quería decir que había más versiones de ellos, versiones con diferencias que bastaba prestar atención para notarlas. Y de todas las versiones, estaba claro que este Duardi nunca se había cruzado con Hueso.
Se acercaba a aquella ciudad y los recuerdos se le encendían; tanto tiempo y sin embargo vivían. El Duardi le había dicho que el mate-cocido y los bizcochos de la mañana le ayudaban a frenar el impulso de irse al sur, que lo curaban; y no había sabido desarrollar eso de la cura. Pero, teniendo eso en cuenta, el viaje que él estaba haciendo ahora venía a ser la consecuencia de una enfermedad.
Hacía ya una semana que caminaba, o así le parecía dado que no llevaba la cuenta, cuando vio, a una distancia que podía ser de un kilómetro, una muchedumbre. Al principio se preguntó qué podía estar haciendo toda esa gente en la playa y, lo que era más, el que hubiera gente era ya de por sí un fenómeno en contra de los últimos dos años, con la sola excepción de lo ocurrido en Miramar.
No tardó en darse cuenta de que aquellas personas no estaban detenidas, sino que marchaban en la misma dirección que él; claro que, si las estaba alcanzando, era porque lo hacían más lentamente. Y fue acá cuando le vino el recuerdo del momento cuando, estando en el bar, Patricia de acercó a la mesa para decirles que la gente se estaba yendo del cementerio. Pero eso no fue todo; el recuerdo de lo ocurrido en el cementerio le descubrió otro, tapado de tal manera que fue como si no hubiera ocurrido; pero, ahora que había revivido en su cabeza, sintió que era de otro de los muertos del cementerio que salía a la calle y se ponía a caminar.



Estaban en el bar del Colman y todos se habían ido al cementerio para ver qué estaba pasando. El salón había quedado vacío salvo por aquellas tres personas que parecían muñecos como los que recordaba de las vidrieras de las casas de moda; en su momento aquello no le había llamado la atención particularmente, pero ahora le parecía extraño que no lo hubiera hecho.
—¿Hubo otras explosiones como ésta? —le preguntó al Duardi.
—Unas cuantas —le respondió—; últimamente son más frecuentes.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Nadie investigó?
—Son al norte —el Duardi lo dijo sonriente—; y todos los que se van, se dirigen al sur. Al norte no va nadie.
—Nadie que se sepa —le replicó el Francés.
El Duardi no sólo no había perdido la sonrisa sino que la había acentuado:
—Vení conmigo —le dijo—; te voy a mostrar algo que te va a dar qué pensar.
—Acá... todo da para pensar.
—En todas partes —agregó el Duardi—. Pero no todos piensan igual; y hay pensamientos para todos los gustos... al menos así decía el abuelo... el mío... y del Beto... y, claro, Marilena.
Salieron del bar y el Duardi lo llevó hacia la rotonda donde la 11 entraba al pueblo; desde ahí, siguieron por la ruta.
—Tantas veces habré venido por acá —comentó el Francés, en voz no muy alta y para nadie en particular, lo cual es una manera de decir que hablaba consigo mismo—. Desde Mar del Plata y por la 11 hasta acá; a pasar el día y volver por la tarde, antes de que nos agarrara la noche. Éramos otras personas entonces.
El Duardi no dijo nada. Un mutismo que podía no decir nada; pero también una docena de cosas. O puede que fuera que no comprendió por qué el Francés le decía aquello que le era ajeno.
Luego de un rato, el Duardi se detuvo y, cuando el Francés se lo quedó mirando para ver qué pasaba, le señaló hacia más adelante.
El Francés vio que, a unos trescientos metros, se levantaba una fila de árboles que iban desde la costa a la derecha, interrumpiendo la ruta, hacia bien adentro del terreno hacia su izquierda. Avanzaron hasta ellos; al llegar, el Francés le dijo:
—Éste es otro de los acertijos de este lugar: el bosque está hacia el sur pero, si vamos hacia el norte, también está acá... a menos, claro, que se trate de un bosque diferente. Y sin olvidarnos de que no hace mucho pasé por acá en mi camino hacia Miramar... tu pueblo... ése que está por ahí atrás.
—Hay una manera de saberlo —le dijo el Duardi, y le señaló hacia el espacio entre los árboles. Sin esperarlo, se metió.
Caminaron y fueron dejando atrás la primera fila de árboles. El bosque no se fue haciendo más denso pero, unos cien metros después, una pared de plantas les cerró el paso. El Francés se acercó e hizo el intento de apartarlas con las manos; no lo consiguió. Empujó con el hombro; y tampoco logró nada. Regresó tres pasos hasta donde estaba el Duardi, quien no había dejado de mirarlo.
—¿Qué es?... ¿un muro de plantas?
—La palabra no está nada mal: muro.
El Francés miró hacia la izquierda y comprobó que se perdía bosque adentro, alejándose de la costa. Miró a la derecha y no pudo ver dónde terminaba.
—Vamos hacia la costa —le propuso. Y se pusieron a caminar en la dirección que había indicado.
Caminaron. Y caminaron. Y caminaron. Hasta que el Francés dio un puñetazo contra un tronco y dijo:
—Esto no puede ser; el mar no puede estar tan lejos.
—Te propongo que salgamos del bosque —le dijo el Duardi, y señaló hacia el sur, el lugar, entre los árboles desde donde venía la luz.
—Es cierto —comentó el Francés—; la luz no viene de arriba sino de allá, de afuera.
En cuanto salieron del bosque, vieron que el mar estaba ahí nomás.
—Podemos ir por la playa —propuso el Francés; y comenzó a caminar. Se detuvo cuando el bosque le cerró el paso—. ¿Pero cómo puede ser? —exclamó—. Yo no quiero entrar al bosque, sino ir por la costa. ¿Cómo es que me topo con estos árboles?
Cuando lo miró, vio que el Duardi se estaba sonriendo:
—Mejor volvamos al bar; ahí podemos seguir este debate... pero, más importante, podemos tomar algo. Tengo mucha sed. Las caminatas siempre me dan sed.



El recuerdo no se le abrió completo y de una sola vez: se le fue desplegando como una película mientras observaba aquella muchedumbre, allá a lo lejos. Y la muchedumbre avanzaba con lentitud; por momentos, entre turbulencias. Un grupo se alejaba, corriendo, hacia un costado; otro grupo los seguía, se producía un disturbio que no alcanzaba a distinguir del todo pero que no estaba exento de violencia. Finalmente, todos los participantes de la batahola regresaban al grupo mayor al tiempo que se producían desarreglos similares en otras direcciones. Desde donde el Francés podía verlos, no daban la sensación de estar en sus cabales; aun cuando, y esto no lo notó de entrada, no producían ruido alguno; o, si lo producían, era lo suficientemente débil como para que no pudiera escucharlo.
Se sentó en una piedra que sobresalía de la duna que tenía hacia la derecha y continuó con sus observaciones. Si avanzaba a la misma velocidad con la que había llegado hasta ahí, no tardaría mucho en alcanzarlos; y la vocecita le decía que no era buena idea. Tenía que esquivarlos entonces; pero le costaba encontrar cómo. Si se metía tierra adentro, se iba a encontrar en un territorio del que no sabía nada. Y meterse al mar para pasarlos a nado fue una idea que lo hizo reír. Las opciones se le habían reducido al tamaño de una mueca. Le quedaba una sola posibilidad, pero tendría que esperar a que llegara la noche.
Recordó la niebla que lo despidió de Miramar y se alegró de que no lo hubiera seguido en su camino. No se explicaba cómo había logrado continuar caminando de ese modo: sin ver lo que tenía delante, con los sonidos del mundo tapados por una sordina, imposibles de identificar claramente. Una nube brillante por todos lados, no importaba hacia dónde mirase. Había salido del bar del Colman en dirección al mar y cada paso se le había convertido en una apuesta a favor del suelo, de que encontraría una superficie firme donde apoyar el pie para levantar el otro y repetir la apuesta. Estaba acostumbrado al mundo vacío, pero que los límites se le vinieran encima era otra cosa; y, cuando el precipicio custodia la marcha, el universo se condensa en la claustrofobia. Podrías pensar que se trataba, en realidad, de agorafobia, pero no, con la niebla a milímetros de los ojos, no existe el vértigo horizontal de la pampa. Por suerte, cuando escuchó el golpe de las olas contra la playa, aquella nube decidió que era tiempo de hacer su propio camino, o de regresar por donde había llegado hasta ahí. Para su sorpresa, le costó acercarse al agua viendo que la niebla se quedaba atrás; fue como si una parte de él lo abandonara también. En aquel momento de su ir y venir de un lado a otro, cuando creía que ya nada encontraría que le resultara nuevo, aquella Miramar, desde el cementerio al bar, del bar al muro de vegetación que cerraba todo paso hacia el norte, y ahora que ya tenía los pies en la playa, le había demostrado que muchas páginas podían escribirse aún.
Aquellos pensamientos lo acompañaban mientras esperaba que llegara la noche; también eso que le había dicho el Duardi acerca del juego del tres-y-afuera y cómo tenía el poder de hacer que un fantasma se volviera de carne y hueso; así lo había dicho, tal cual. No había dicho que un espíritu fuera capaz de volver a la vida, no; y se preguntaba si habría allí, en esa diferencia, un dato relevante, una carta de ésas que se podían llevar en la manga. Las visitas del Betobe y la Marilena le habían provocado impresión; el Betobe porque el Francés nunca había logrado olvidarse de lo que le había pasado en el nivel D[3]; y Marilena porque la verdad era que nunca había participado en las idas y vueltas de los varones del barrio; todos crecieron y, a los pocos años, ya cada quien andaba en lo suyo. Le parecía mentira, ahora, que en tan pocos años todos en el barrio hubieran cambiado tanto. Así y todo, con el relato del Duardi todavía caliente en sus oídos, tanto el Betobe como su hermana eran figuras borrosas; no habría habido mucha diferencia si los protagonistas de lo que el Duardi le había contado hubieran sido otras personas; esto, claro, no era exactamente así, pero tampoco estaba tan lejos de serlo.



Y se largó a llover.



Cuando David se despertó, el agua estaba entrando a la cueva. Se había refugiado ahí después de caminar tres días sin dormir. Era apenas pasado el mediodía y el calor lo agobiaba. El camino había estado cubierto de nubes, y eso había hecho que la temperatura subiera hasta volverse insoportable. Encontró la cueva y vio que dentro estaba fresco. Se metió y se durmió enseguida.
No necesitó salir para descubrir que había mucha actividad a pocos pasos. La playa estaba llena de gente. Mucha gente. Ni siquiera se gastó en tratar de adivinar de dónde habrían salido. Estaba oscureciendo y estuvo seguro de que podría mezclarse entre ellos sin que lo notaran. Lo que no le gustó nada fue la lluvia; densa, muy densa; el abuelo habría dicho que era tupida. Claro que toda esa cortina de agua ayudaría a que lo notaran menos aun. Sin embargo, era muy tupida nomás; y eso continuaba sin gustarle; no sabía por qué: después de todo, era solamente agua.
La gente que se hacinaba en la playa estaba inquieta, pero no toda al mismo tiempo. Un grupo discutía por acá; otro se peleaba por allá; algunos salían corriendo y otros los perseguían. Nunca se daban a correr los que estaban en un mismo sitio; y, cuando regresaban, lo hacían como si nada hubiera pasado. Lo mismo ocurría con quienes discutían o se peleaban a los puñetazos: al rato, se miraban unos a otros, tranquilamente, como si estuvieran esperando una indicación para comenzar con el episodio siguiente. Era como si los raptos de violencia les permitieran aquellos momentos de paz. Se le dio por pensar en hormigas. No supo bien al principio de dónde le había llegado aquella imagen de las hormigas que entraban y salían del hormiguero, que se alejaban para buscar alimento y otras cosas de las que David no tenía mucha idea pero sabía que seguramente les eran de utilidad. Con el Betobe siempre andaban mirando lo que hacían las hormigas. Buscaban hormigueros nuevos en la placita de la iglesia y después observaban la fila de hormigas que iban y venían dejando una marca en el pasto; al principio no pero, después de todo un día, aquella marca se podía ver a simple vista. David la pasaba muy bien con el Betobe, mejor que con el Duardi; el Duardi siempre le pareció más grande. Todos tenían casi la misma edad, pero el Duardi siempre le había parecido mayor. Para colmo un día desgraciado se le murió el padre y fue como si hubiera dejado de ser uno más en la barra. El Betobe y él se encontraban los viernes en la vereda de la casa abandonada y jugaban a la pelota: un cabeza con pechito-marea. Después de la muerte del padre del Duardi se siguieron encontrando, pero ya no jugaban; se quedaban sentados en la misma vereda, apoyados contra las maderas que tapaba el frente de la casa, y hablaban; la mayor parte del tiempo ni siquiera eso: se la pasaban callados, igual que si cada uno pudiera escuchar los pensamientos del otro. Era 1967; y fue el último año que se encontraron para hacer algo juntos. Se siguieron viendo porque todos vivían cerca unos de otros y se saludaban cada vez que se cruzaban por la calle, lo cual ocurría bastante seguido; aunque, curiosamente dado que nada cambiaba salvo las fechas, la frecuencia de aquellos encuentros se fue espaciando con los años. Hasta que un día la familia de David se mudó a Flores, y allá se fue él con ellos.




[1] Ver “Xahuar”.
[2] Ver “Miramar – La gesta de Elpez” y “Dzana”.
[3] Ver “Xahuar”.







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