Durante
los últimos tiempos, distintos fragmentos —voces de ninguna parte bien cercana—
me dieron plenamente en la cara; algunos son principios de historias, otros son
finales, y los más: interrupciones a la mitad; historias todas ellas que nunca
escribiré. Imágenes vagas, incompletas, bajas. Corazones de sangre apagada,
detrás de unas risas, o de una burla. Para pasar y olvidar. Como los cardones
de la ruta.
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Muy poco me gusta de lo que gusta.
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Las características que está tomando la
mediocridad me asustan.
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Pasado un rato, el ruido bien podría
llamarse a descanso.
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Este hueco
extraño
en la mano
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Escribí unas líneas más de la historia
que me ocupa estos días y me pregunté si llegaré a terminarla. (03.01.16)
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Son pasadas las cinco de la tarde y el
pie no me ha dolido en todo el día; ni siquiera después de haber caminado más
de cuatro kilómetros. Mi parte supersticiosa se pregunta si no será que algo
malo está por pasar.
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No existe una sola manera de estar solo;
las hay buenas y las hay malas; pero sus cualidad tiene más que ver con la
persona que con el ámbito. La persona hace el ámbito. Tengo muy buenos
recuerdos de noches pasadas en vela, escuchando la radio, observando cómo
cambiaba la luz de la luna en la ventana; y nadie se enteró. Recuerdo caminatas
interminables por las calles de Belgrano bajo cielos de plomo; también bajo la
lluvia. Y las ausencias... las hubo que llenaron años enteros; pero fue por
ellas que descubrí los tonos diferentes de las voces que me rodeaban. Claro que
todos estos momentos que recuerdo ahora ocurrieron antes de cumplir los veinte
años. En este presente, ya pasados los sesenta, la soledad pasa inadvertida;
deja sus señales y me las encuentro después, cuando ya se ha marchado. Ha
perdido peso. Me deja la sensación de que quienes están solos son los otros; y
me hablan pero no comprendo lo que dicen. El significado escapa de los otros y
se va en una dirección que jamás tomaré. Hoy, lo invade todo la falta de
sencillez, la demora que destruye lo espontáneo. Este irse de los otros salva
la intimidad; le ofrece un lugar que sería imposible de otro modo. Salva del
gesto copiado de tantas películas donde la amistad se presenta como una burla;
pantomima enmascarada de seriedad; mueca. El amigo dice lo que se espera;
repite el libreto. El amor se fotocopia de una pantalla. El corazón se
trasplanta gracias a la publicidad.
Y la inteligencia se espanta de las
risas. Mientras que la soledad sonríe.
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Sentado a mi mesa puedo escribir sobre el
atardecer que recuerdo de cuando estaba en la playa. Pero, sentado en la playa
y mirando el atardecer, no puedo escribir. Muchas veces me he preguntado sobre
esto; y he llegado a suponer que, sentado en la playa, es el atardecer quien
escribe sobre mí.
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Le impedimos gritar a quien sufre para
continuar con nuestra vida como si su dolor no existiera.
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Bienvenidas las acciones que me alejan de
las multitudes y me acercan a unos pocos.
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Tenía siete años cuando aquel golpe
contra la pared donde había un clavo me provocó una herida en la cara; instante
de la niñez para esta cicatriz, apenas perceptible, que aún llevo.
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Hace dos veranos ya que me baño sin
prender el calefón. Y, recién hoy, debido a que reparé en la sensación que me
provocaba la anticipación, me di cuenta de que se trata de una ceremonia que me
hace feliz; esto último no me sorprende puesto que soy de los que creen que las
ocurrencias tienen su momento justo, y es ése y ningún otro. Muchos no
comprenderán que ponerme bajo el chorro del agua que cae a la temperatura de
ambiente pueda hacerme feliz; y esto no me sorprende tampoco.
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Si como un caramelo porque me gusta, ¿es
malo? ¿Y si como mil?
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Que se vuelva difícil lidiar con la
velocidad, ¿la vuelve mala?
Cruzar el Atlántico en doce horas, ¿es
bueno?
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No hay una sola forma de mirar una
película, digamos “Lost in
Translation”, pero no todas están a la misma altura.
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“Si tienes más seguridad tienes que
renunciar a cierta libertad, si quieres más libertad tienes que renunciar a
seguridad. Ese dilema va a continuar para siempre.” (Zygmunt Bauman)
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Interpelados acerca de si querrían estar
mejor, todos se apuran a responder afirmativamente. Una cantidad insignificante
no contesta porque se detiene a preguntarse por el significado de “mejor”. Mis
recuerdos me dicen que esto ya ocurría hace treinta años; y nada ha cambiado.
Entretanto, la inercia de esa inmensa mayoría nos arrastra hacia un mundo mejor;
igual que nos ha traído hasta acá.
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Nací en una familia peronista, de militantes peronistas. Y crecí viendo
los tejes y manejes de la unidad básica, cómo se arreglaban las cosas entre los
jerarcas y cómo se les hacía el vacío a quienes eran excesivamente honestos.
Importa decir acá que cualquier que fuera honesto a secas caía bajo la tinta de
la exageración. Pude ver cómo otros, muy parecidos a mí, eran llevados y
traídos en pos del adoctrinamiento: así se modelaban las generaciones
siguientes. Por uno de esos milagros que ocurren de tanto en tanto (y acá los
libros no han sido inocentes), decidí que aquello estaba mal; los aprendizajes,
cuando libres, ofrecen beneficios con estas tonalidades. Así fue que tomé el
camino opuesto; y nunca les di mi apoyo, sino al contrario. El problema que
tienen conmigo, ahora, es que, situados en el mito de que quien no piensa como
ellos (o no paga la cuota) es el enemigo, saben que me he traído conmigo
aquellos recuerdos. Y dado que, según ellos mismos, no hay olvido ni perdón, me
mantengo alerta.
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Hoy me encontré estas palabras que,
pienso, bien servirían de acápite a todos estos fragmentos:
Lo mejor sería escribir los
acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar
escapar los matices, lo hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre
todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta mesa, la calle, la gente, mi
paquete de tabaco, ya que es esto lo
que ha cambiado. Es preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza
de este cambio. (La Náusea; Jean-Paul
Sartre)
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El otro es lo que es; se le puede pedir
inteligencia, pero no la desarrollará; por más que se esfuerce, habrá que
conformarse con haber tratado.
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Cuando alguien me presenta una obra de
arte, me pregunto si la pondría en mi casa; de la respuesta surgen mis
conclusiones.
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Morir es igual que cortarse las uñas;
sólo que en este caso la uña es el cuerpo.
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Me acaban de enviar un poema de Sergio
Rigazio; lleno de lugares comunes y tics de principiante, hace una serie de
pedidos, en la forma de rezos, a Neal Cassady… claro que ahí también se
confunde, porque el personaje no es Cassady sino Moriarty; el otro es poco
menos que una niebla que nunca tocó las libretas de Kerouac (puede que por no
haber estado a la altura).
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No se puede hacer un homenaje a lo que no
se respeta; y no se puede respetar lo que no se entiende.
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Estaba en la pieza que hace las veces de
sala de estar, un estar que es particularmente mío y que necesita apenas de un mueble
donde sentarme, y bien cómodo que es, y una ventana por donde pueda entrar la luz
—ésta en particular no tiene vista puesto que da hacia la ventana del
departamento contiguo— y suficientes objetos en las paredes por los que pasar
la vista —mayormente libros, claro—; y observé, por la puerta abierta del
placard, una bolsa cuyo contenido no conseguí ubicar en la memoria —y no te
vayas a pensar que tengo mala memoria ya que no es así. Dejé el vaso con el
whisky en la mesita del costado y me trepé a la silla y, desde ahí, a la cómoda
de la otra pared y, con los dedos de la mano izquierda, alcancé a agarrar una
esquina de la bolsa en cuestión —debí de haberte aclarado que se trataba del
estante superior, ése, sí, el más alto de todos. La estaba acercando, despacio,
con cuidado de no caerme, cuando aquella misma acción tiró al suelo una caja
que estaba justo al costado.
La caja estaba
llena de fotos, cuya presencia ahí recordé ni bien la vi en el aire aunque no
su origen; si me hubiese puesto a pensar en ello, seguramente lo habría hecho,
pero había, en ese momento, otras urgencias en mi cabeza.
Solté la
esquina de la bolsa y descendí al piso desandando el camino que me había
llevado a las alturas, levanté la caja luego de regresar dentro las fotos
desparramadas, me senté de nuevo, la puse sobre las piernas y tomé dos sorbos
de whisky —puede que hayan sido tres.
La primera
foto que saqué era de la playa de Necochea, verano de 1978; la familia en la
capota del balneario Florida, la familia y otros que aun cuando no de la misma
eran cercanos. Estaba aquella mujer a la que todos tenían por mi madre y el
hombre a quien por mi padre; el resto eran figuras perdidas en los años
posteriores a ése, rápidamente algunas, otras al paso.
Se notaba que
se estaba nublando porque la luz que entraba por la ventana había disminuido;
el pronóstico del tiempo había anunciado lluvias al anochecer, y faltaban un
par de horas. Claro que, cuando se pasa la mayor parte del tiempo solo, esos
datos no tienen la misma importancia que en otros momentos de la vida. Que
llueva o salga el sol no ofrece grandes variaciones de apreciar; no obstante lo
cual debo admitir que me tiran más los días nublados, sobre todo en verano;
agradezco un día de sol en el invierno y me emocionan sin medida esas mañanas
con nubes y sol y un viento moderado del otoño... pero ya me fui de tema.
Observaba la
foto y enseguida noté que no estaba yo; lo cual era lógico porque había sido
quien la había tomado, con mi querida Kodak Instamatic; originalmente una
dispositiva luego pasada a papel. Me pregunté dónde andarían las diapositivas
de esa serie; y me propuse buscarlas más tarde. Cuando las encontrara, podrían
ayudarme a ordenar el derrotero de aquel día; y seguramente los anteriores y
los que siguieron. Me daba cuenta de que esto no redundaría en un mejoramiento
de mi vida; pero, por alguna causa que se me escapaba, era el paso a dar.
Me terminé el
vaso de whisky y me quedé atendiendo cómo las nubes en combinación con el
atardecer iban oscureciendo la ventana. Había dejado la caja a un costado y la
foto sobre las piernas; en medio de aquel contraluz que se iba, podía sentir
las figuras en ella; las veía poco, pero eso que faltaba lo dibujaba con la
memoria, o esa parte del alma que se confunde con ella. Me pregunté cómo podían
estar todos tan quietos en aquel verano que la mayoría recuerda solamente en
ocasiones especiales. Y me conformé con que no supieran lo que sería de mí, ni
de estos minutos; ni del vaso vacío.
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Tienen las palabras un costado inútil;
sin el cual no tendríamos (eso que algunos llamamos) el buen escribir.
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No es verdad que haya que ser ignorante
para ser humilde.
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Me preguntó por qué me gustaban tanto las
películas británicas ambientas entre guerras; le respondí que por nada en especial.
Pero aquello fue una mentira. Pasa que era mejor mentirle que tener que dar
explicaciones que anunciaban no terminar. Las miro porque existe en mí el deseo
(secreto, claro) de quedar atrapado en alguna. Me habría resultado complicado
(por decirlo con sencillez) explicarle que, hace algunos años, conocí a una
persona a la que le gustaban las películas argentinas ambientas a fin de siglo.
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Pocas cosas me dan el placer de la
lectura en voz alta, especialmente poemas, y puede que más aun cuando en
inglés; y en voz alta porque siempre está para escucharme, un poco hacia el
costado, apenas en la vela de la luz que mi lámpara dispersa. Y ha estado desde
hace mucho, desde antes que mi memoria, no sé si mucho antes, pero apenas ya
sería bastante. Y ese resonar, que ya no de mi voz, viene a mí y me regala ese
minuto de regreso en la escuela, donde todos están quietos, como si esperaran
mi partida para continuar con sus cosas, quietos y atentos a los movimientos
del aire. Y al perfume que viene de la calle, de los árboles que bailan en el
otoño; y nunca se van. Y nunca se mueren.
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Llega tu felicitación por mi cumpleaños
y, de nuevo, soy presa de sentimientos encontrados. Alguno podrá decir que es
lógico entrar en un período de introspección, y hasta de un poco de bajón,
cuando se aproxima el cumpleaños; a lo cual podría responderle que me encuentro
en este estado desde hace más de seis meses. Claro que también se me podría
decir que, hace seis meses, el día de mi cumpleaños se acercaba a la misma velocidad
con la que lo hacía ayer y tendría que concederle ese tanto.
Todo esto me
recuerda mis primeros cumpleaños y me confirma que aquéllos no eran como los de
ahora. Cuando se es niño, el cumpleaños trae otro perfume. Se produce la
anticipación por la llegada de los familiares, algunos más queridos que otros,
pero valía contar a los más; también la de unos cuantos amigos, casi todos de
la misma edad, todos del barrio, y con los que, a cierta hora, saldríamos a la
calle para seguir con el festejo sin paredes a los costados. Así era, sí; no
cabe duda de que se trataba de una fiesta, y ya con eso, solamente, eran otra
cosa.
Hoy, pasados
los sesenta, daría la sensación de que lo que la mayoría festeja es haber
durado un año más; haber arribado a esa meta y marcar con una tiza la línea de
llegada de la próxima. Claro que haber durado un año más significa estar más
cerca del telón, saber que la salud no va a mejorar, que los reflejos no va a
afinarse y que saltar cuando faltan cinco escalones para llegar a la planta
baja no dejará el mismo efecto en las rodillas como dejaba el año anterior.
Y está el tema
del ánimo, sobre todo en relación con el prójimo. La tolerancia no es la misma:
hay mucho menos que perder. Lo que antes importaba lo hace menos. Y el tiempo
de las explicaciones se vuelve preciado en otros menesteres.
Se presenta
así esta soledad que no es la del sufrimiento sino la de quien no quiere estar rodeado
de mediocres; porque, si bien es cierto que ser mediocre no necesariamente
significa ser malo, en este paisaje igual irrumpen dudas. Y resulta que, para
sorpresa de los bienpensantes comentaristas de televisión encendida, prefiero
la soledad de un buen libro en la mano.
Por eso, un
feliz-cumpleaños tiene nada más que ver con quien los cumple; y el resto del
mundo debería aplaudir si alcanza a percibir una sonrisa.
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El peronismo es antisemita; con esto solo
ya me alcanza para estar en contra.
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Cuando la humanidad se detiene a pensar,
hace de esa acción un gesto inútil; y, cuando no lo es, termina en una guerra.
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Ya no se trata del éxito personal tanto
como del fracaso de quien, por decisión del sujeto (o lavado cerebral), se
encuentra en otra vereda.
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Esta presión. Acá. Quiere ser dolor. Pero
no llega. Y me duermo.
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No elijo aquello sobre lo que reflexiono;
más pareciera que son los temas los que me eligen. Últimamente, y debido a mi
cumpleaños, ha sido el tema de los regalos. Y se me ocurre que hay en cada
regalo dos aspectos; al menos dos, y son los que me interesa poner bajo la
lupa. Está el regalo en sí, el concepto; y, luego, está eso que el regalo
envuelve y que podría llamar su utilidad. De ambos aspectos, pondría el primero
en el lugar del valor; el otro, desde lo que importa en la meta a la que apunta
el regalo, no pesa mucho. Prácticamente, podríamos suponer que la primera parte
es la caja con su envoltorio correspondiente; la segunda: lo que está dentro de
la caja. Se podría tomar el paquete sin desenvolver y colocarlo en una repisa
junto a otros regalos en las mismas condiciones y la intención estaría
completa; no haría falta nada más; ni siquiera saber lo que hay dentro.
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La música no ocupa en mí el mismo lugar
que ocupaba hace tiempo. Sin ir lejos, la que se compone en este país me parece
mediocre. Y ni mencionemos las letras que acompañan y que permiten que esas
piezas sean llamadas canciones. Me doy cuenta de que las canciones y melodías
que me gustan son las que solía escuchar desde mis quince años hasta mis veinte;
pero me gustan no porque fueran mejores que las de ahora sino por recuerdos que
tengo asociados a ellas. Vale decir que, si el gusto es subjetivo, lo es mucho
más en mi caso; salvo por esa parte que sabe que existe la diferencia entre lo
mediocre y lo excepcional. Por supuesto que una gran mayoría no estará de
acuerdo conmigo y tendrá por excelentes al músicos que me parecen lejos de tal
evaluación; muy lejos. Mi ventaja es que he llegado a ese territorio donde no
me podría importar menos.
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Llego así a la conclusión de que las
personas cambian. Contrariamente a lo que se asegura y que es que nadie cambia,
he comprobado de primera mano que se cambia y muchas veces sin que el sujeto se
lo proponga. Ocurre que el cambio se produce con tal lentitud que permite creer
que no está ahí. Pero llega un día cuando te encontrás haciendo eso que habrías
jurado que nunca harías; y no sos la misma persona que habría hecho aquel
juramento. Lo que es más: ese juramento te parece vacío, ridículo. No ocurre
que ahora pensás que ahora es mejor y que antes no lo era; o, al revés, que
habría sido mejor continuar siendo el mismo. No; para nada. Se trata de una
frontera; a veces se la cruza a sabiendas, impulsado desde un rincón oscuro del
saber, pero como parte del deseo; otras, ocurre a nuestra expensa, casi como si
fuera a traición. Los hay también que no lo notan; que nunca perciben el cambio
en el espejo y se mueren confiando en su inmutabilidad: son los que creen que
las personas no cambian nunca. Pero cambiamos al compás del cuerpo que nos
arrastra desde la mañana hasta la noche; y del sueño, que nos da de comer donde
no hay alimento. Y, cuando hablo de sueño, lo digo muy lejos de las frases tan
frecuentes en los posters que se vendían por Corrientes en los setenta. Cuando
hablo de sueño, lo digo en serio.
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Hoy me di cuenta de que mi momento alegre
del día es cuando cruzo el parque para ir hacia la pista de atletismo.
Específicamente la parte que está entre la avenida y la autopista. No hay
muchos árboles, pero los que están alcanzan para crear un ambiente de
claroscuros, un modo particular de bienvenida. Toda la escena parece impresa
contra una tela mojada en ambigüedad. Y, mientras paso por ahí, una vocecita
(familiar) me dice que la realidad está sujeta con hilos de araña, que somos
átomos que se mueven en la imaginación de una araña. Ya cuando paso por debajo
de la autopista y aparezco del otro lado, aquella escena se desvanece, el mundo
cambia. Cien metros más y estaré en la pista, caminando y leyendo, otro
escenario que ayuda a que la tristeza amaine. Pero ese primer espacio, el que
está entre la avenida y la autopista, me volverá a encontrar a la mañana
siguiente, minutos antes de las nueve, con la caricia de sus hilos de araña, y
sus claroscuros.
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¿Se espanta la literatura frente a la
ñoñería?
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Esta mañana el cielo estaba cargado, cada
voz que me pasaba me decía que se podía largar en cualquier momento; ya nomás
la ausencia del sol me indicaba que no iba a ir a la pista del parque, y esto
mucho antes de darme cuenta de que era lunes de carnaval, y feriado; nunca voy
a la pista en día feriado porque la cantidad de corredores se triplica y, si
siendo día hábil, alguno me lleva por delante cada tanto, no quiero ni pensar
cuando el espacio disponible es mucho menor. El reloj dio las nueve y la lluvia
seguía agarrada al cielo con uñas y dientes; así que me decidí a cruzar y
sentarme a leer como hago normalmente los sábados y domingos. Por las dudas,
busqué una bolsita de plástico y me la puse en el bolsillo: no tenía grandes
objeciones con que la lluvia me empapara, pero el libro debía salvarse. Así fue
que salí y me senté en un banco que está a unos cien metros de la puerta de
casa —por las dudas de que tuviera que regresar a las corridas. Lo usual es que
lea diez páginas antes de caminar un rato bajo los árboles que están del otro
lado de la autopista; me faltaban dos páginas de esa primera tanda cuando
llegué a una parte que se veía venir y que me hizo reír con ganas. Aprovecho
para contarte que, por las mañanas, estoy leyendo “The Good Apprentice” (de Iris Murdoch); hacía mucho que no me reía tanto, y mucho menos donde cualquiera
pudiera verme. Dada la tristeza que me acompaña en estos días, volví a
confirmar que son los libros los que me ofrecen eso que el prójimo no —no me es
ajeno que los autores de dichos libros componen parte del prójimo; pero
lamentablemente su número es excesivamente pequeño. Terminé las primeras diez
páginas de rigor y me fui a caminar antes de elegir otro banco donde leer diez
más; mientras lo hacía una vocecita que justo pasaba me dijo que la soledad no era
lo malo, lo malo era la tristeza. Me agarré con fuerza del libro y la memoria
hizo que me riera por lo bajo.
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Todavía me sigue dejando estupefacto que
alguien escriba líneas desconectadas en fila hacia abajo y el resto del mundo
crea que es un poema.
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Que hablo cuando estoy solo no es ninguna
novedad. Claro que eso no es estrictamente así, digo, lo de estar solo; en
realidad no lo estoy; alguien que me viera diría que sí pero estaría
equivocado; podría explicarlo, pero tomaría algún tiempo, al cabo del cual es
probable que terminara en una situación no muy cómoda. Así que, como te decía,
aquello no es ninguna novedad. Lo que sí parece serlo es que me río cuando
estoy solo; de pequeñas ocurrencias o, también, del aire que entra y sale por
la ventana. Me pregunté al principio de qué me estaba riendo, y por qué; pero
resultó ser una pregunta fútil. No te vayas a confundir, no me río porque esté
alegre, no; hay otra fuerza dando vueltas. A lo mejor es que me estoy por
marchar y me imagino las caras de sorpresa. O puede que no; que sea un cambio
en el paso, pero diferente. Que me tropiezo con la verdad justo cuando anda con
hipo.
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Cuando me dicen que en la cordillera está
uno de los reservorios principales de agua dulce del mundo, ¿significa que
algún día alguien se la va a beber?... ¿Quién? Y después, en ese lugar, ¿qué
pasará?
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¿Cuándo fue que se volvió todo tan
mediopelo? ¿O fue siempre así y no me daba cuenta?
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Cuando se menciona a la madre Teresa,
pocos hablan de que, en los momentos cuando esas personas a las que asistía no
sabían de qué lado del camastro salía el sol, las bautizaba.
Ésa es la amenaza de quienes se acercan a
ayudarte, que esperan la oportunidad cuando estás distraído para bautizarte.
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Defender la escuela pública lo es también
de los burros que se hacen pasar por maestros, de los pederastas, y de los que
no ven la hora de que suene el timbre para ir a la plaza a fumar un porro.
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Las generalizaciones son violentas; sobre
el final, matan.
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Esos cohetes de inteligencia mal
aprovechada que se creen marginales y no tienen la menor idea de lo que es la
diferencia, mirar la luna y ver un agujero negro, mirar al otro y percibir lo
imposible.
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Efecto dominó: Los años setenta achicaron
la capacidad intelectual y agrandaron el tamaño de la boca. Y fue apenas un
impulso.
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Sería bueno que los preclaros que llaman
a la revolución tuvieran la gentileza de aclarar si su llamado es a las armas
o, en su defecto, a qué; de lo contrario me seguirán pareciendo niños que
patalean para no tomar la leche.
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Falta una reflexión sobre por qué muchas
acciones de los boludos son tomadas como valientes.
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Si tuvieras que construir tu casa en la
ladera de una montaña, ¿la levantarías perpendicular al suelo?
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Si alguna vez logramos salir, estos años
serán recordados como los del Gran Pelotudeo Universal (finamente referidos
como los del Anti-Renacimiento).
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Miro los estantes de mis bibliotecas y
pienso en el poco tiempo restante y en los libros por leer, y el puñado que me
gustaría re-leer... ni cien años más serían satisfactorios para que lleguemos a
un arreglo.
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Ando por el final de la novela que me ha
ocupado los últimos meses y me está saliendo tan triste que, cada tres líneas,
me tengo que ir a hacer alguna otra cosa.
- - -
Me dijeron una vez, hace mucho, que morir
era uno de los actos más solitarios; y me pregunto, ahora que te has marchado
primero, si esta tristeza que siento te hará una pequeña diferencia. Espero que
sí.
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Que cualquiera pueda decir cualquier cosa
es revelador, vale más que su peso en oro.
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En la gran mayoría de los casos, la
amistad prueba ser comercio solapado.
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La víctima nunca se pregunta por su
ineptitud.
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No me interesa eso que llaman arte y no
es otra cosa que demagogia maquillada.
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Confidencia
Subieron al colectivo y se sentaron en el
asiento que estaba detrás del mío. Trataba yo de leer pero me distraía con su
conversación, se notaba que una de ellas escribía aun cuando no llegaba a
escuchar todo lo que charlaban. En un momento, la que estaba junto a la
ventanilla le preguntó: “¿Y qué tal te fue con Javier?”; a lo que la que estaba
justo detrás de mí le respondió: “Aburrido como encuentro literario.” Confieso
que tuve que hacer un esfuerzo para que no se me escapara una carcajada. Me
hubiera gustado darme vuelta para verla mejor, pero esa acción habría sido mal
vista; muy mal. Estaba claro que mi
lectura no iba a prosperar; además ya me faltaban dos cuadras para bajar. Quise
mirarla mientras esperaba a que el colectivo se detuviera, pero una señora
cargada de bolsas me lo impidió; tampoco lo puede hacer desde la vereda porque
la misma mujer casi me pasó por encima.
Pasaron cinco
o seis meses y, estando en un encuentro literario (justamente), una chica se me
acercó: “No sé si te vas a acordar, pero yo estaba en el colectivo aquél cuando
la señora de las bolsas casi te aplasta en la vereda.” Y me reí, pero dejé de
hacerlo. Me contó que me reconoció enseguida de subir al micro —su primo era
suscriptor de la revista que editaba y tenía una foto del grupo editor en el
último número; y el primo no dejaba de hablarle de la revista porque ella
escribía cuentos— y, cuando vio que el asiento detrás del mío estaba
desocupado, pensó en hacerme una broma; entonces le propuso a su amiga, en voz
bien baja, que en algún momento le preguntara por Javier. Y acá fue ella la que
se rió. Pero, después de la broma, no se animó a presentarse. Y los dos nos
seguimos riendo de a ratos.
Este viernes
vamos a cumplir treinta años de casados. Y muchos no se explican el milagro.
Claro que tampoco se explican todo otro montón de cosas. Pero esto que te
cuento es en estricta confidencia. Si alguien me viviera a hacer algún
comentario al respecto, lo voy a negar todo.
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Creer que la obviedad no necesita
subrayados es un error.
- - -
Si no me equivoco, se les llama “ñoquis” a
los empleados que cobran un sueldo sin trabajar; y se les llama así porque el único
día que van a la oficina, y lo hacen para cobrar ese dinero, es el día 29 del
mes. Digo esto porque creo que habría que definir una nueva calificación y ésta
sería para quienes sí trabajan pero cuyo trabajo no le es necesario a nadie; me
adelanto a confesar que no tengo la menor idea de qué nombre darles. Ya sé que
alguno te dirá que con qué vara se decide qué trabajo es necesario y cuál no...
pero la verdad es que poco me importa el terreno difuso o nebuloso o chirle. De
lo que hablo es del sentido común; y a éste poco se le escapa a la hora de
decir si un trabajo es necesario; o no. Por ejemplo: el barrendero es
necesario; una persona que se pase la mañana contando las arrugas del cordón de
la vereda no lo es.
Dentro de esta
categoría, la de los que realizan trabajos innecesarios, vendrían a estar
muchos de ésos que, llamados a presentarse, lo hacen como artistas. Porque, aun
cuando esto me va a ganar la antipatía de más de la mitad del genero humano (si
no más de los tres cuartos), la gran mayoría no alcanzan la altura de las
expectativas; y, de entre éstos, muchos, pero muchos, ni siquiera saltan el
mínimo. Pero, claro, es muy prestigioso, para no decir que también cómodo, asegurar
que el arte nos llama; que la Gran Vocación nos ha elegido entre el cúmulo
humano. Lo cierto, y vuelvo a sentarme sobre las púas, es que la gran mayoría
no valen media moneda. Y puedo dar fe de primera mano.
Durante mucho
años fui director de una revista literaria. Y, en el transcurso de esa tarea,
me crucé con muchas otras revistas literarias; no voy a decir que salían de
debajo de las piedras pero sí que perdí la cuenta. Y casi todas estas revistas
carecían de ventas. No digo que no se destinaran a la venta, no; lo que digo es
que nadie las compraba. Y eso ya dice mucho. Por esos años, entonces, que eran
los ochenta, aunque puedo suponer sin perder la protección que tienen las
suposiciones que se hacen a la vera de las deducciones educadas, que en los
años que siguieron ello bien debe de haber seguido así, quienes dirigían esas
revistas trataban por todos los medios de conseguir cuanto subsidio llegaba con
las noticias; no importaba si era estatal o privado, lo que importaba era tomar
posesión de un dinero que les permitiera continuar con su publicación. Algunos
conseguían ese cometido y lograban sacar dos o tres números más, después de los
cuales llegaba el final puesto que sólo había sido postergado porque seguía
ausente el interés por comprar los ejemplares de cada número.
Acá, también,
podrá aparecer alguno que te dirá que unas cuantas de esas revistas bien podían
ser muy buenas y merecían seguir existiendo... pero no es ésa la cuestión, no
es eso lo que cuestiono. Lo que cuestiono es que ninguno de los directores de
esas revistas, nunca, se preguntó de dónde salía ese dinero que estaban
solicitando. Porque no estaría errado quien supusiera que buena parte de él
salía de los bolsillos de personas que ni siquiera sabían que existía algo
llamado revista literaria. En otras palabras, lo que pregunto a los vientos es
por qué tengo que pagar yo para sostener una experiencia que se defina a sí
misma como artística cuando el artista mismo no está dispuesto a hacerlo. De
nuevo, seguramente, aparecerá quien te diga que muchos artistas carecen de la
fluidez monetaria que se los permitiría; bueno: para eso están los concursos.
Hablo de los buenos concursos; que son pocos, pero los hay. Y, sobre los
concursos, dejo acá para que las distintas sociedades de escritores tengan a
oportunidad de rendir esta asignatura que tienen pendiente.
Decía que los
directores de las revistas poco interés ponían en averiguar de dónde salía el
dinero para los subsidios. Lo que es más, me gustaría ver que, hoy en día,
alguien pusiera las manos en el fuego para asegurar que el dinero que sostiene
muchas de los espectáculos artísticos que se promocionan acá nomás no proviene
del lavado de dinero.
En suma, que
es cierto que no todos los empleados del estado pueden ser ñoquis; pero sí que
muchos están abocados a trabajos que nadie necesita.
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Nadie se libra de ése a quien precisa.