Igual que muchas mañanas, cuando no
llueve, estaba hoy leyendo por la pista de atletismo del parque... ya te conté
hace un tiempo que leo y, mientras tanto, camino por la pista; ha sido un
hallazgo de mi edad madura esto de que puedo caminar mientras leo, también que
puedo hacerlo sin llevarme nada por delante; y, no sólo eso, sino que lo puedo
hacer sin anteojos: como si la luz de la mañana, multiplicada a mi alrededor,
me acercara las palabras, incluso las más pequeñas.
Bueno... como
te decía... resulta que por ahí andaba yo con mi libro de Roth, dando vueltas a
la pista, en esta mañana de grandes nubes en el cielo, las que, cada tanto,
dejaban pasar un rato de sol. Te conté también, creo, que para que no me queden
marcas en la cara, cuando camino con el sol de frente no leo sino que dejo el
libro por un rato, con un dedo en la abertura de la hoja que debo retomar, y
levanto la cara hacia el cielo, o casi: de este modo, el sol no me pega en la
cabeza y la sombra de mis propias facciones no me deja marcas blancas que
parecen después manchas de lavandina.
En eso estaba,
bajando el libro para encarar la parte de la pista con el sol de frente, cuando
me pasó, por la izquierda, un muchacho con una remera que, en su espalda, decía:
“Corremos por la Memoria, la Verdad y la Justicia”.
Me imagino la
cara que ya estarás poniendo...
Sobre todo,
sabiendo como sabés, que soy malo; bastante malo y, sobre todo, con estas
cosas.
Pero, si bien
lo soy, no te lo voy a negar, no lo soy tanto: sabés bien que cierto grado de maldad exige esfuerzo; y tengo el
esfuerzo bien reservado para esas cosas que valen la pena: las cuales no son
tantas —y son otras, no las dedicadas a la maldad.
Así que, así
fue que, por la izquierda me pasó este muchacho, al trote sencillo, cosa que me
dio tiempo para leer toda aquella declaración pegada a su espalda.
“Así que
corren, él y algunos más, a juzgar por el plural, por la memoria, la verdad y
la justicia (me ahorro acá las mayúsculas porque me da, no sólo la impresión de
una presencia exagerada sino también de estar cruzando hacia un terreno vedado
a los humanos pobres)...”, pensé.
No me parece
mal, para nada, que corra por lo que más quiera o mejor se le acomode. Tampoco
me parece cosa de pintarse en la espalda. Pudiera ser que en la frente, pero
¿en la espalda?
Acá me desvío,
pero nada más que un poco.
Sos una de las pocas personas que sabe de
mi colección de estampillas; la que comencé cuando tenía cinco años a raíz de
aquel sobre que encontré en la placita de la iglesia, una vez que fui con el
Tata y donde me la pasé corriendo mientras él se fumaba, sentado en el banco
que ahora ya no está, uno de sus cigarritos oscuros.
En el sobre
había 37 estampillas, algunas de ellas bastante viejas, algunas un poco rotas y
otras atacadas por la humedad y manchadas, pero que, a pesar de estas
minusvalías, significaron para mí el encuentro con un territorio desconocido.
El Tata me explicó lo que eran y para qué se usaban; también que había personas
que las juntaban y las coleccionaban: por entonces, coleccionar significó para
mí comprar unos sobres mejores y guardarlas ahí. Más tarde, el mismo Tata me
trajo un álbum con hojas de cartulina de color plomo, con otras hojas de papel
de calcar que se dejaban caer por delante una vez que las estampillas estaba
pegadas, apenas, mediante un recorte muy pequeño de cinta scotch cuidadosamente
plegado sobre sí.
Desde el día
cuando comencé aquella colección, el Tata me fue trayendo más estampillas: las
sacaba de las cartas que llegaban a casa, utilizando el vapor que salía por el
pico de la pava, y también de los sobre que le daban algunos de los vecinos con
los que charlaba en la puerta o en la plaza. Otros parientes se fueron
enterando de mi colección y me fueron ayudando a aumentar el espacio ocupado de
aquella carpeta, tanto que pronto el Tata me trajo un álbum nuevo. La tía Luisa
me traía estampillas cuando venía de visita desde San Miguel, el tío Beto,
quien conseguía unas cuantas de su oficina en la compañía de turismo, el tío
Antonio, desde su negocio en Devoto, y también la tía Rosa, de los paquetes que
le llegaban desde Glasgow. Fue pasando el tiempo, los años, y me fui enterando
de que algunas de las estampillas que tenía, sobre todo de entre las que me
traía el Tata cuando iba hasta el Centro para hacer algún trámite, eran de no
poco valor; estampillas cuyo precio de venta estimado de hoy ni me atrevo a
averiguar por miedo a que ese conocimiento desvirtúe la idea que tengo de mi
colección y me desvíe del placer que siento cuando paso la mano por el lomo de
aquellas carpetas que hoy descansan en uno de los estantes, ahí donde están los
libros de porte mayor: diccionarios, atlas y demás joyería.
Vos te estarás
preguntando cómo vine a parar acá desde mi lectura caminada de esta mañana.
Bueno...
Imagináte que, cautivado por la propuesta
de aquellas palabras en la espalda del muchacho trotador, decidiera también yo
adherirme y colaborar haciendo algo por la memoria, la verdad y la justicia.
Y, entonces,
anunciara que, desde ahora, en nombre de tales metas, me voy a poner a
coleccionar estampillas. Y me hago hacer una camiseta que dijera: “Colecciono
estampillas en nombre de... (ya sabemos qué)”; aunque también pudiera ser que
agregara otros compromisos: por supuesto, mientras haya lugar en la camiseta.
Claro que,
bien mirado, no sería un gran movimiento el mío, ¿verdad? No habría grandes
cambios en mi vida, para no mencionar el efecto de tal decisión en el resto del
planeta.
Sí... No hay
nada más cómodo que apoyar un gran ideal sin tener que modificar en nada lo que
ya se venía haciendo hasta ayer.
Tanto que así
fue cómo al llegar al final del tramo de pista durante el cual el sol me daba
en la cara, mientras iba tomando la curva que se desplegaba hacia la izquierda,
abrí el libro de Roth en la página donde mi dedo había permanecido apretado y
seguí leyendo mientras veía, entre la parte de debajo de las pestañas y el
libro, cómo se iba moviendo mi sombra hasta señalarme el camino próximo a
seguir.
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